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viernes, 25 de diciembre de 2015

Valle de Esteribar (2ª parte)


Andanza LIII: Esteribar, Valle de (2ª parte)

Día: 30/08/2015

Ya advertíamos en la andanza anterior sobre la inmensidad del valle de Esteribar, así que ante la perspectiva de horizontes tan amplios, hoy volvemos a la carga con la mirada puesta en el Esteribar medio. Visitaremos cual irreductibles penitentes: Akerreta, Larrasoaña, Irure, Setoáin, Ezkirotz, Urdániz, Ilarratz, Inbuluzketa, Osteritz, Errea y el despoblado de Zai.

Decíamos que este valle ha sido desde tiempo inmemorial tierra de tránsito, pero resulta que también lo es de persistencia, de arraigo, y ello se evidencia claramente en el semblante de sus pueblos, rebosantes de casonas que no son únicamente interesantes por sí mismas, por su detalle tangible, sino también porque son reflejo de pensamientos, reflexiones e irreflexiones. Son estas moradas la viva imagen del enraizamiento de sus gentes, se erigen en portadoras del sentimiento vital exteriorizado por sus dueños, que lo han heredado de antiguo, pero también es el resultado de su exposición a los vaivenes folcloristas de la contemporaneidad. Estos pueblos, en conjunto, terminan conformando un patrimonio arquitectónico encadenado a su pasado, en el que se puede reconocer un valor cultural propio, aunque a veces desnaturalizado o estereotipado. En resumen, la cosa es que son pueblos agradables, pintorescos y que invitan a recorrer sus entresijos. Nosotros lo hemos hecho, pues es a lo que hemos venido.

Teniendo como referencia la carretera NA-135 y saltando a uno y otro lado de la bisectriz que esta vía implanta en el valle, acudimos a la llamada de sus agradables rincones. Pequeños lugares como Akerreta emanan sabor a aldea y a rusticidad, relegado en su retiro distante y a la vez cercano. Irure, Setoáin o Ezkirotz no le van a la zaga en estas cualidades, pero tampoco los demás; sin embargo Larrasoaña, aunque comparte las mismas galas, se ve sometido a mayor perturbación, la que le ocasiona el paso incesante de peregrinos, barajados en increíble revoltijo de nacionalidades, razas y creencias.

Pero el fecundo Esteribar también tiene todavía lugares que pugnan por persistir, por mantener su lugar en la escena del mundo. Es Errea un lugar remoto en el corazón del valle, al que conduce una carretera interminable y sin continuidad. Apartado de todo, acurrucado sobre sí mismo, este pueblo duerme apaciblemente en su alejamiento. Allí el tiempo se ha tomado un respiro, ha ralentizado su marcha inexorable, y se diría que hasta sus habitantes envejecen perezosamente, sin prisas, acompasando a ese tiempo somnoliento.
Pero no todo es arraigo en estas tierras, pues la clausura de sus rincones a veces paga un alto precio. Advertía con temple estoico el emperador filósofo Marco Aurelio en sus Meditaciones, que todo es efímero: el recuerdo y el objeto recordado. Y esta cavilación nos viene a la memoria contemplando las ruinas del despoblado de Zai. A Zai se accede por la misma carretera que llega hasta Errea, pero un poco antes hay que tomar un camino a la derecha, custodiado por una vegetación vehemente, que nunca llegó a conocer el asfalto. Zai es hoy una ilusión de lo que fue, inerte, arruinado. La hiedra y la maleza se empeñan en sumirlo en el olvido, a lo que la torre de su iglesia se niega a la desesperada. Mantiene una batalla a vida o muerte contra la naturaleza que de sobra sabe perdida. Es consciente de que ya se perdió el recuerdo, pero se obstina en mantener el objeto recordado. 














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