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domingo, 20 de agosto de 2023

Olazti/Olazagutía - Olejua

Andanza CXXII: Olazti/Olazagutía - Olejua

Día: 27/12/2020

Un día más el horror vacui se nos ha subido a la chepa a hurtadillas y por eso lo vemos todo nevado. Muy, muy nevado, y debe ser porque son tantas las ocasiones en que nos enfrentamos a páginas en blanco antes de sustanciar esto que tanta blancura termina pasándonos factura: el agotamiento y la ofuscación al intentar llenar los vacíos que nos asaltan, cada vez más y más a menudo. Por eso hoy será, si un chispazo de inspiración no lo evita, otro día de palabras blanquecinas.

El caso es que, ante tal carestía, nos vemos en la obligación de agarrarnos de nuevo a un clavo ardiendo, el mismo al que ya nos habíamos asido hace tiempo: el de la especulación sobre las aventurillas. Porque lo nuestro son eso, “aventurillas”, aunque en determinados momentos las engordemos de manera pretenciosa. Pero más vale ser aventurero de aventurillas, sobre todo si son en moto, que dueño y señor de un sillón reclinable, con masaje y calefacción, pagado a plazos en Galería del Coleccionista.

Ahora bien, en calidad de damnificados en la parte que nos toca, sabemos que, a determinados señores apoltronados en esos sillones los aventureros que van en moto no les parecen gente respetable, ni sus hazañas merecedoras de consideración, sino que los consideran individuos sin sustancia, desequilibrados, sin arraigo a la estabilidad, y cuyos logros, tengan la dificultad que tengan, son de lo más ordinario y vulgar.

Pero nosotros siempre hemos creído que la curiosidad inherente a la aventura es una señal de salud mental y muy recomendable, en atención a la interacción que se produce con todo lo que la rodea, sin embargo, otros carecen de semejante credulidad, a pesar de que exista una gran diferencia entre mostrar indiferencia ante la aventura, no entenderla, o estigmatizarla por el mero hecho de su dinamismo, actitud esta última adoptada por muchos de los seducidos por el buen dormitar que produce la fusión con un sillón reclinable, acelerada en caso de conectar la calefacción.

Cierto es que para los que la practican, aunque sea a nivel de volver la esquina, la aventura tiene un valor incuestionable. Si empezamos por su propia etimología, que vendría a ser su sentido original, la palabra, que procede del latín, viene a significar “lo que tiene que suceder”, es decir, aquello que ha de ocurrir pero que no se sabe por anticipado si no se consulta un oráculo, o es uno propiamente adivino, y de los buenos, no de esos que preguntan ¿quién es? cuando llaman a su puerta. Y lo que tiene que suceder puede pasar tras la siguiente curva de la carretera (una vaca en medio no es aventura), en el pueblo próximo o donde menos se espera, que tranquilamente puede ser una buena tasca en la que almorzar en condiciones.

Pero como cada cuál es hijo de su madre, sabemos que el ideal de muchas gentes es alcanzar una vida descansada, tirando a indolente, a poder ser sin trabajar o, si esto no fuera posible, con un trabajo lejos de parecer tal cosa, y entendemos también que estas pretensiones no son nada malo y hasta pudieran ser muy beneficiosas para quienes descansan mientras suspiran por no hacer nada, pero…  cuando algunos de entre estas gentes no se conforman con el disfrute de sus apetitos de relajación y se dedican a denostar a los practicantes de la aventura, cualquiera que sea su categoría, más que nada por la ansiedad que les produce contemplar esfuerzos ajenos, se hacen merecedores de cierta irreverencia por nuestra parte. Estos, que solo ponen énfasis en que no haya sorpresas en su existencia y que son capaces de autocensurar sus sueños para evitar que en ellos aparezcan esfuerzos, están cumplidamente vacunados contra lo extraordinario y de ahí su malquerencia hacia la aventura y hacia quienes la practican. Es más, todos esos se esfuerzan en escapar de las innumerables posibilidades que ofrece la vida, que para ellos no es más que un libro cerrado, igual que huyen de la aventura como instrumento hacia el conocimiento y prefieren el abrazo de su sillón hasta fundirse en un único ser.

Pero para disgusto de los que reposan a perpetuidad la aventura tiene su propia lógica, que es la que ha venido ensanchado los horizontes del mundo desde que éste es tal, y de un tiempo a esta parte también ha ensanchado un pequeño espacio fuera del mundo, aunque poco si nos atenemos a la inmensidad que dicen que tiene lo que hay del mundo para arriba, así que nosotros, en eso de ensanchar horizontes mundiales seguimos poniendo aquí nuestro granito de arena que, por turno, esta vez pretendemos engrandecerlo con las visitas a Olazti/Olazagutía y Olejua.

Cuando decíamos al principio que lo veíamos todo blanco no era sólo por el papel falto de ideas, era porque veníamos barruntado lo que nos íbamos a encontrar en las alturas que nos toca superar. Y es que camino de Olazagutía hemos tenido que pelearnos con la sierra de Urbasa, donde la nieve hizo acto de presencia con contundencia un par de días atrás. Por suerte para nosotros la carretera luce de negro por obra y gracia de las máquinas quitanieves, y nos permite contemplar un paisaje en el que las hayas todavía soportan estoicamente la blancura que les ha venido del cielo.

La bajada del puerto de Urbasa hacia la Barranca, ya de por sí sombría y complicada, nos obliga a extremar la atención por si, al acecho del motero incauto, se esconde en alguna curva sombría ese hielo renegrido y traidor que odia a los aventureros motorizados de invierno más que los señores del sillón reclinable. Pero no, parece que al menos hoy los hielos artistas en caracterizarse de asfalto han hecho dejación de funciones, para alegría nuestra, y así encaramos hacia Olazagutía desde las alturas, cayendo por la falda de la sierra de Urbasa, sin otra novedad que los pies y las manos frías.

Y pasmados nos quedamos ante la primera cara que presenta Olazagutía cuando se accede al pueblo desde la NA-718: le están royendo las entrañas. Se las están royendo los de la cantera Aldoyar, que están comiéndose el horizonte con orden y concierto. Y es que, en vecindad al pueblo, la cantera extrae material y va devorando el monte en terrazas, dando forma a gigantescos peldaños de una escalera monstruosa. Verdaderamente, resulta un paisaje sobrecogedor, entre sorprendente y feo, pero un tanto curioso.

Ya dentro del pueblo la cosa cambia. Encajonado entre sierras, la de Urbasa al sur y la de Altzaina al norte, sus horizontes, dejando de lado la parte que se han comido las canteras, son de un verde refulgente, que disfrutan sus algo más de 1500 habitantes. A Olazagutía se le ha acomodado la autovía A-1 y Olazagutía se acomodó en su día al río Arakil. La autovía y el río se han empeñado en discurrir por la abertura del valle de la Burunda, la autovía casi en línea recta, el río entretenido en hacer meandros. Unos 53 kilómetros separan Olazagutía de la capital, un suspiro si se va por las vías rápidas que las unen: la A-1, la A-10 y la AP-15, aunque esta última es de las que exigen derrama a las puertas de Pamplona.

Además de las canteras, también otra empresa ha marcado una parte del paisaje de Olazagutía, y tampoco para realzarlo. Es la de Cementos Portland, teñida de gris y que desde 1903 cuenta con una fábrica en el pueblo que da de comer a unos cuantos de la comarca. El pueblo es una mezcla entre lo industrial y lo tradicional. Fue el ferrocarril, que llegó a Olazagutía en 1862, quien propició el comienzo de una industrialización creciente, pero también la pérdida de la identidad rural, aunque siga manteniendo un costumbrismo entreverado en algunas de sus calles jalonadas por caserones de otras épocas. Buena muestra de ello se ofrece desde la pequeña elevación en la que se ha plantado la parroquia de san Miguel, rodeada de casas con solera y de otras bisoñas, con el trasfondo blanco que ofrece estos días la sierra de Urbasa.

Este blanco nos volverá a acompañar en el retorno a Tierra Estella, porque regresaremos sobre nuestros pasos, atravesando otra vez esas alturas de manto níveo y por ello hoy muy concurridas por gentes que han tenido a bien subir hasta la sierra a pisotear nieve. Y mientras todos estos disfrutan con los pies fríos, nosotros preferimos calentarlos con un aperitivo en el hostal de Zudaire, una vez que hemos descendido de las alturas y antes de encarar la ruta hacia Olejua atravesando la Améscoa Baja camino del valle del Ega, en la Merindad de Estella.

Y es que Olejua es un pueblecito de Valdega, de poco más de 50 habitantes, encaramado en lo alto de una loma a unos 18 kilómetros de Estella, cuyo caserío se encuentra al borde de la carretera que une Allo y Ancín. En Olejua no hay tiendas, ni industria, ni alojamientos turísticos, ni servicios, excepto los pocos que presta el ayuntamiento y apenas existen referencias a su historia, aunque sí se localizan en su reducido casco urbano diversas viviendas de interés arquitectónico, algunas con fachadas de piedra de sillería, a las que se accede a través de un arco de medio punto de piedra labrada sobre el que aparece un blasón que reivindica pasadas glorias. A destacar la Parroquia de Santiago que, coronando una escalinata, preside el lugar. El edificio ha logrado conservar una parte de su fábrica original, de estilo románico rural de transición, aunque la torre se ha modernizado y luce otras galas renovadas.

Olejua es un lugar privilegiado para no perder detalle de cuanto ocurre en el valle del Ega. Desde aquí casi todos los pueblos vecinos permiten ser escudriñados. Y en la contemplación terminamos nosotros, mejor que la que permite un sillón reclinable, en la contemplación del horizonte ensanchado que nos ha proporcionado esta aventurilla, en cuyo fondo la sierra de Codés destaca de blanco inmaculado, un blanco con el que hemos alimentado un vacío más.