Andanza CXXII:
Olazti/Olazagutía - Olejua
Día: 27/12/2020
Un día más el horror vacui se nos ha subido a la chepa
a hurtadillas y por eso lo vemos todo nevado. Muy, muy nevado, y debe ser porque
son tantas las ocasiones en que nos enfrentamos a páginas en blanco antes de
sustanciar esto que tanta blancura termina pasándonos factura: el agotamiento y
la ofuscación al intentar llenar los vacíos que nos asaltan, cada vez más y más
a menudo. Por eso hoy será, si un chispazo de inspiración no lo evita, otro día
de palabras blanquecinas.
El caso es
que, ante tal carestía, nos vemos en la obligación de agarrarnos de nuevo a un
clavo ardiendo, el mismo al que ya nos habíamos asido hace tiempo: el de la
especulación sobre las aventurillas. Porque lo nuestro son eso, “aventurillas”,
aunque en determinados momentos las engordemos de manera pretenciosa. Pero más
vale ser aventurero de aventurillas, sobre todo si son en moto, que dueño y
señor de un sillón reclinable, con masaje y calefacción, pagado a plazos en
Galería del Coleccionista.
Ahora bien, en
calidad de damnificados en la parte que nos toca, sabemos que, a determinados
señores apoltronados en esos sillones los aventureros que van en moto no les
parecen gente respetable, ni sus hazañas merecedoras de consideración, sino que
los consideran individuos sin sustancia, desequilibrados, sin arraigo a la
estabilidad, y cuyos logros, tengan la dificultad que tengan, son de lo más
ordinario y vulgar.
Pero nosotros siempre hemos creído que la curiosidad inherente a la
aventura es una señal de salud mental y muy recomendable, en atención a la interacción
que se produce con todo lo que la rodea, sin embargo, otros carecen de
semejante credulidad, a pesar de que exista una gran diferencia entre mostrar
indiferencia ante la aventura, no entenderla, o estigmatizarla por el mero
hecho de su dinamismo, actitud esta última adoptada por muchos de los seducidos
por el buen dormitar que produce la fusión con un sillón reclinable, acelerada
en caso de conectar la calefacción.
Cierto es que
para los que la practican, aunque sea a nivel de volver la esquina, la aventura
tiene un valor incuestionable. Si empezamos por su propia etimología, que
vendría a ser su sentido original, la palabra, que procede del latín, viene a
significar “lo que tiene que suceder”, es decir, aquello que ha de ocurrir pero
que no se sabe por anticipado si no se consulta un oráculo, o es uno propiamente
adivino, y de los buenos, no de esos que preguntan ¿quién es? cuando llaman a su
puerta. Y lo que tiene que suceder puede pasar tras la siguiente curva de la
carretera (una vaca en medio no es aventura), en el pueblo próximo o donde
menos se espera, que tranquilamente puede ser una buena tasca en la que
almorzar en condiciones.
Pero como cada
cuál es hijo de su madre, sabemos que el ideal de muchas gentes es alcanzar una
vida descansada, tirando a indolente, a poder ser sin trabajar o, si esto no
fuera posible, con un trabajo lejos de parecer tal cosa, y entendemos también
que estas pretensiones no son nada malo y hasta pudieran ser muy beneficiosas
para quienes descansan mientras suspiran por no hacer nada, pero… cuando algunos de entre estas gentes no se
conforman con el disfrute de sus apetitos de relajación y se dedican a denostar
a los practicantes de la aventura, cualquiera que sea su categoría, más que
nada por la ansiedad que les produce contemplar esfuerzos ajenos, se hacen
merecedores de cierta irreverencia por nuestra parte. Estos, que solo ponen
énfasis en que no haya sorpresas en su existencia y que son capaces de
autocensurar sus sueños para evitar que en ellos aparezcan esfuerzos, están cumplidamente
vacunados contra lo extraordinario y de ahí su malquerencia hacia la aventura y
hacia quienes la practican. Es más, todos esos se esfuerzan en escapar de las innumerables
posibilidades que ofrece la vida, que para ellos no es más que un libro cerrado, igual
que huyen de la aventura como instrumento hacia el conocimiento y prefieren el
abrazo de su sillón hasta fundirse en un único ser.
Pero para
disgusto de los que reposan a perpetuidad la aventura tiene su propia lógica,
que es la que ha venido ensanchado los horizontes del mundo desde que éste es
tal, y de un tiempo a esta parte también ha ensanchado un pequeño espacio fuera
del mundo, aunque poco si nos atenemos a la inmensidad que dicen que tiene lo
que hay del mundo para arriba, así que nosotros, en eso de ensanchar horizontes
mundiales seguimos poniendo aquí nuestro granito de arena que, por turno, esta
vez pretendemos engrandecerlo con las visitas a Olazti/Olazagutía y Olejua.
Cuando
decíamos al principio que lo veíamos todo blanco no era sólo por el papel falto
de ideas, era porque veníamos barruntado lo que nos íbamos a encontrar en las
alturas que nos toca superar. Y es que camino de Olazagutía hemos tenido que
pelearnos con la sierra de Urbasa, donde la nieve hizo acto de presencia con
contundencia un par de días atrás. Por suerte para nosotros la carretera luce
de negro por obra y gracia de las máquinas quitanieves, y nos permite
contemplar un paisaje en el que las hayas todavía soportan estoicamente la
blancura que les ha venido del cielo.
La bajada del
puerto de Urbasa hacia la Barranca, ya de por sí sombría y complicada, nos
obliga a extremar la atención por si, al acecho del motero incauto, se esconde
en alguna curva sombría ese hielo renegrido y traidor que odia a los
aventureros motorizados de invierno más que los señores del sillón reclinable. Pero
no, parece que al menos hoy los hielos artistas en caracterizarse de asfalto
han hecho dejación de funciones, para alegría nuestra, y así encaramos hacia
Olazagutía desde las alturas, cayendo por la falda de la sierra de Urbasa, sin
otra novedad que los pies y las manos frías.
Y pasmados nos
quedamos ante la primera cara que presenta Olazagutía cuando se accede al
pueblo desde la NA-718: le están royendo las entrañas. Se las están royendo los
de la cantera Aldoyar, que están comiéndose el horizonte con orden y concierto.
Y es que, en vecindad al pueblo, la cantera extrae material y va devorando el
monte en terrazas, dando forma a gigantescos peldaños de una escalera monstruosa.
Verdaderamente, resulta un paisaje sobrecogedor, entre sorprendente y feo, pero
un tanto curioso.
Ya dentro del
pueblo la cosa cambia. Encajonado entre sierras, la de Urbasa al sur y la de
Altzaina al norte, sus horizontes, dejando de lado la parte que se han comido
las canteras, son de un verde refulgente, que disfrutan sus algo más de 1500
habitantes. A Olazagutía se le ha acomodado la autovía A-1 y Olazagutía se
acomodó en su día al río Arakil. La autovía y el río se han empeñado en
discurrir por la abertura del valle de la Burunda, la autovía casi en línea
recta, el río entretenido en hacer meandros. Unos 53 kilómetros separan
Olazagutía de la capital, un suspiro si se va por las vías rápidas que las
unen: la A-1, la A-10 y la AP-15, aunque esta última es de las que exigen
derrama a las puertas de Pamplona.
Además de las
canteras, también otra empresa ha marcado una parte del paisaje de Olazagutía,
y tampoco para realzarlo. Es la de Cementos Portland, teñida de gris y que
desde 1903 cuenta con una fábrica en el pueblo que da de comer a unos cuantos
de la comarca. El pueblo es una mezcla entre lo industrial y lo tradicional. Fue
el ferrocarril, que llegó a Olazagutía en 1862, quien propició el comienzo de una
industrialización creciente, pero también la pérdida de la identidad rural,
aunque siga manteniendo un costumbrismo entreverado en algunas de sus calles
jalonadas por caserones de otras épocas. Buena muestra de ello se ofrece desde
la pequeña elevación en la que se ha plantado la parroquia de san Miguel,
rodeada de casas con solera y de otras bisoñas, con el trasfondo blanco que
ofrece estos días la sierra de Urbasa.
Este blanco
nos volverá a acompañar en el retorno a Tierra Estella, porque regresaremos
sobre nuestros pasos, atravesando otra vez esas alturas de manto níveo y por
ello hoy muy concurridas por gentes que han tenido a bien subir hasta la sierra
a pisotear nieve. Y mientras todos estos disfrutan con los pies fríos, nosotros
preferimos calentarlos con un aperitivo en el hostal de Zudaire, una vez que
hemos descendido de las alturas y antes de encarar la ruta hacia Olejua
atravesando la Améscoa Baja camino del valle del Ega, en la Merindad de Estella.
Y es que Olejua es un pueblecito de
Valdega, de poco más de 50 habitantes, encaramado en lo alto de una loma a unos
18 kilómetros de Estella, cuyo caserío se encuentra al borde de la carretera
que une Allo y Ancín. En Olejua no hay tiendas, ni industria, ni alojamientos turísticos, ni servicios,
excepto los pocos que presta el ayuntamiento y apenas existen referencias a su
historia, aunque sí se localizan en su reducido casco urbano diversas viviendas
de interés arquitectónico, algunas con fachadas de piedra de sillería, a las
que se accede a través de un arco de medio punto de piedra labrada sobre el que
aparece un blasón que reivindica pasadas glorias. A destacar la Parroquia de
Santiago que, coronando una escalinata, preside el lugar. El edificio ha
logrado conservar una parte
de su fábrica original, de estilo románico rural de transición, aunque la torre se ha
modernizado y luce otras galas renovadas.
Olejua es un lugar
privilegiado para no perder detalle de cuanto ocurre en el valle del Ega. Desde
aquí casi todos los pueblos vecinos permiten ser escudriñados. Y en la
contemplación terminamos nosotros, mejor que la que permite un sillón
reclinable, en la contemplación del horizonte ensanchado que nos ha
proporcionado esta aventurilla, en cuyo fondo la sierra de Codés destaca de
blanco inmaculado, un blanco con el que hemos alimentado un vacío más.