Andanza CXXV: Orbaitzeta - Orbara
Día: 14/03/2021
Recientemente, por boca de algún
filósofo de los antiguos, nos hemos enterado de que la ontología es la parte de
la metafísica que se ocupa de averiguar qué cosas existen y cuáles no,
independientemente de lo que puedan parecer. A nosotros, siempre tan propensos
a la abstracción y con tendencia a confundir nuestras propias emociones con la
realidad, nos vendría bien una ración de esa ontología salutífera de cara a
aclarar algunos de los conceptos nebulosos que nos rondan.
Y en ello estábamos cuando, esta vez alcahueteando en los escritos del aita Barandiarán, hemos venido a conocer que todo lo que tiene nombre existe, o sea, lo real abarca, no sólo cuanto alcanzan a percibir los sentidos y la razón da por sentado, sino también todo lo que tiene nombre. Es decir, cualquier nombre es expresión fehaciente de la realidad física de algo en un momento dado. ¡Válganos el Señor!
Si al final va a resultar que
nuestra deriva metafísica tiene fundamento y en eso de creer en seres
mitológicos, en los dioses del Olimpo, en fantasmas y hasta en el Coco o en el
Hombre del Saco no andamos demasiado descaminados. Pero en esta credulidad no
somos los únicos. Todo esto viene a cuento, o más bien se relaciona, que cuento
no es, con la visita de la jornada. Resulta que hoy nos toca hacer acto de
presencia en los dos últimos pueblos que nos quedan del valle de Aezkoa:
Orbaitzeta y Orbara.
Y así, aprovechando que el Irati
pasa por Aezkoa de la misma manera que el Pisuerga pasa por Valladolid, vamos a hacer
mención de los vecinos más singulares de este valle y que algunos dicen que no
son tales, porque no se encuentran empadronados. Como Aezkoa, al igual que
muchas otras regiones rurales, es presa de la despoblación de sus pueblos y a
medida que van desapareciendo sus habitantes de mayor edad, van quedando las
tradiciones también en el olvido, estos vecinos se han vuelto un tanto
escurridizos. Además, sea por lo que fuere, por feos, por extravagantes o
porque se salen de lo que es considerado como normalidad, no todos cohabitan
con el resto de la población y, hasta no hace muchos años, los que lo hacían
era ocultando su verdadera identidad.
Pero ahí están. Palabrita del
Niño Jesús. También es innegable que, de vez en cuando, tienen cierta tendencia
a atemorizar al vecindario, y cuando salen de las entrañas de la tierra, donde
la mayoría tiene fijada su residencia, lo hacen en plan ser horripilante, al
menos a los ojos de sus supuestas víctimas, si bien es obvio que éstas, ante su
aparición, ya se encuentran sugestionadas de antemano, sobre todo por las
murmuraciones difamantes que han llegado a sus oídos por boca de los cotillas
de turno.
Aezkoa es uno de sus hábitats
predilectos, porque Aezkoa se lo pone a huevo a la hora de conseguir vivienda a
bajo coste. El valle está lleno de cuevas y simas, pues es terreno kárstico con
más agujeros que un queso gruyere, y allí estos vecinos esquivos se alojan sin
necesidad de hipotecarse y sin pagar contribución, aunque mejor sería no darles
ideas a los ayuntamientos, que en cuestiones de recaudar están al quite.
No vamos a entrar en detalle de
todos esos vecinos excéntricos, porque son muchos. Nos centraremos únicamente
en los menos esquivos y más dados a dejarse ver, aun siendo lo poco sociables
que son. Hablamos de las sorguiñas, de las lamias y del basajaún. Las sorguiñas
son de género femenino y parecen gente normal. Éstas, a diario y de manera
encubierta, sí que conviven con el resto del vecindario y van a por el pan como
cualquiera. Mosquea un poco el no verlas ir a misa y que, misteriosamente,
desaparezcan por las noches de vez en cuando, principalmente los fines de
semana. Dicen que se van al monte a adorar al macho cabrío y a los sapos,
durante unos festejos que llaman akelarres, que se desnudan alrededor del fuego
y se montan en una escoba. El macho cabrío, que tiene muy mala baba, las incita
a hacer el mal, provocando daños en las cosechas, averías en los molinos y
ferrerías, enfermedades y todo tipo de calamidades en las personas. De ahí les
viene a las sorguiñas la mala reputación que tienen.
Las lamias también son de género
femenino, si bien, no conviven con la gente normal porque, aunque son guapas,
rubias y de buen tipo, tienen patas de pato y eso les da vergüenza y se
esconden. Cuentan que son embaucadoras y atraen a los mozos con sus cantos
porque son sirenas de tierra adentro. Parece ser que tienen predilección por
los pelirrojos guapos, pero como de esos hay pocos se conforman con cualquier
machote, aunque sea calvo y feo. Hay quien comenta que las más osadas se cuelan
por las chimeneas para dar sustos de muerte, pero esto no está muy bien
documentado.
Y por fin está el basajaún. El
basajaún es un engendro, es como si fuera el yeti pero en plan garrulo. Es un
poco dejado, es grande, tiene todo el cuerpo peludo y luce melena hasta las
rodillas. Aunque posee apariencia de humano desastrado, resulta que tiene una
pierna normal y la otra como de elefante, tipo pezuña, y eso le afea todavía
más. Quienes han tenido trato con él aseguran que es de buen corazón porque
cuida los rebaños de ovejas, aunque no sean suyos. Además, de tonto no tiene ni
un pelo, sabe cosas del campo, de herrería y de molinero, y los hombres le
copiaron estos saberes. Es el único al que se le conoce pareja, la basandere,
quien, al contrario que el basajaún, debe ser muy bella y anda desnuda por los
bosques, no obstante, esto último más parecen elucubraciones de las mentes calenturientas de los
pastores por la soledad de su trabajo.
Por las ganas de conocer a gente
tan singular se nos hace la boca agua y no vemos la hora de arrancar hacia
Aezkoa. Lo hacemos curveando, como siempre, aunque en el Alto de Lerga hace
acto de presencia la lluvia para acompañarnos sin ser invitada. El agua se
empeña en formar parte de nuestro séquito por esas carreteritas que atraviesan
Aibar, Lumbier, Aoiz, Oroz-Betelu y nos meten en el valle de Aezkoa por Aribe.
A la par que el Irati se deja caer, la NA-2030 escala desde Aribe hacia los
dominios de nuestros pretendidos anfitriones. Primero está Orbara, que
atravesamos sin prestarle atención por el momento, más que nada por seguir el
orden alfabético.
Unos dos kilómetros más arriba
está Orbaitzeta, donde nos plantamos envueltos en humedad. Por ser hora tan
temprana o porque las humedades campan a sus anchas, no vemos a ninguno de los
240 habitantes que dicen que tiene el pueblo, y para nuestra desesperación,
tampoco se dejan ver los vecinos raros, cosa que ya sospechábamos, pues andarán al
refugio de sus cavernas. Así que, para entretenernos, es cuestión de echar un
vistazo al pueblo, que bien lo merece, por sí mismo y por su entorno de pastos
y frondosos hayedos, y es que es la última población antes de sumergirse en la
Selva de Irati.
Nos acogemos a lo sagrado y la
moto se queda vigilada por san Pedro, dueño de una iglesia un tanto ecléctica,
de origen románico y modificada ni se sabe las veces, unas porque tocaba y
otras por los incendios. El urbanismo de Orbaitzeta es laberíntico pero
diáfano, si bien, pródigo en cuestas, con casas de tejados vertiginosos para
defenderse de la nieve y muy reformadas, en muchos casos a consecuencia de los
incendios, provocados durante las invasiones de los vecinos franceses, pero
también durante las carlistadas.
El grueso de la población se
sitúa en la orilla derecha del Irati, pero a su izquierda, tras atravesar un
puente, hay un pequeño barrio. Aunque lloviznando, no deja de ser un placer
pasearse por los entresijos de Orbaitzeta. Se nota que sus recios caserones han
sido rehechos con el paso de los siglos, aunque algunos de ellos siguen
conservando vestigios de su construcción primitiva en ventanas y portalones,
muchos de ellos presididos en su clave por el escudo del valle de Aezkoa, en el
que se representa un jabalí bajo un roble. Pero, como afirman los relojes, tempus fugit, y debemos subir todavía
unos pocos kilómetros más hacia el norte, hacia las ruinas de la antigua
fábrica de armas.
Aquí sí, aquí seguro que los
vecinos excéntricos han buscado cobijo y para dar fe de ello Iker Jiménez vino
hace unos años a entrevistar a las sorguiñas que, según él, habían encontrado
refugio entre los muros de la fábrica, ya desolados y ocultos, y al abrigo de
la frondosidad del bosque de Irati. La
Real Fábrica de Armas y Municiones de Orbaiceta se construyó a finales del
siglo XVIII, sobre lo que con anterioridad fue una ferrería, aprovechando la
riqueza maderera del entorno y los cursos de agua. Se edificó durante el
reinado de Carlos III y, por su condición de emplazamiento militar, fue objeto
de continuos saqueos e incendios desde Francia. El complejo estaba formado por
la fábrica, un poblado, del que se conservan varios edificios restaurados y
otros de nueva construcción, y la Iglesia de la Inmaculada, con sus dos torres
de estilo neoclásico. Allí llegaron a vivir más de 150 trabajadores con sus
familias, además del personal militar encargado de su custodia.
A nuestra llegada, la lluvia
persistente hace más lúgubre al lugar y no se ve a nadie, solo un gato a la
puerta de la iglesia ahora desacralizada. ¿Será el gato maligno que siempre
acompaña a las sorguiñas? Al rato aparece un señor guiando unas ovejas muy de dar
miedo. Nosotros a lo nuestro, y a ver si distinguíamos algún macho cabrío
satánico entre el rebaño que conducía este pastor, pero no, ni siquiera había
carneros; además, el pastor nos aseguró que las sorguiñas, cuando se enteraron
de la presencia de Iker Jiménez en las ruinas de la fábrica se dieron a la fuga
porque les daba vergüenza salir en Cuarto Milenio, por miedo a perder el
prestigio.
Al final, no hemos visto ni sorguiñas, ni lamias, ni
al basajaún, sólo al pastor y al gato, pero no es de extrañar con estas
humedades. Aun así, seguimos creyendo que todos estos personajes andan por
aquí, sin embargo, cada vez son más reacios a mostrarse al público en general
por la incredulidad imperante. Un tanto desencantados por la poca hospitalidad
volvemos sobre nuestros pasos hasta Orbara para finalizar la Andanza. Orbara es
como Orbaitzeta pero en pequeño: diáfano, anárquico, de casas de tejados
pronunciados y húmedo, al menos hoy. Destaca la iglesia de san Román, del siglo
XIII y con menos retoques que la de Orbaitzeta. Los cinco contrafuertes de su
fachada principal le dan un aspecto sólido y severo. Y ante este templo, donde
seguramente los vecinos díscolos de Aezkoa no van hacer acto de presencia,
hemos decidido tomar al pie de la letra otras palabras del aita Barandiarán,
quien vino a decir: “lo que ha sido no puede ser revivido, pero sí puede
alimentar lo que vendrá”. Así que, interpretándolo a nuestra manera, camino de
casa vamos a hacer parada en Nagore, donde, en previsión del disgusto de no
encontrar a quienes buscábamos, hemos reservado mesa para hacer aprecio a la
materialidad de unas buenas alcachofas seguidas de cocochas.