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jueves, 22 de octubre de 2020

Monreal/Elo - Monteagudo

 

Andanza CXIV: Monreal/Elo - Monteagudo

Día: 01/12/2019


El tiempo vuela. Quien lo iba a decir. Hoy, en una mañana de finales de otoño, y, de repente, nos damos de bruces con una despedida. Con estupor nos hemos percatado de que la anterior Andanza fue la última en compañía de la máquina que nos ha soportado durante los últimos tres años. Así que, a toro pasado, le decimos adiós a nuestra querida R-1200-GS Triple Black, que tan bien se ha portado. Ojos que ven, corazón que siente… aunque se trate de un artefacto de dos ruedas. Por formalismos contractuales ha tenido que volver al Limbo de las motos, a la espera de nuevo dueño. Nuestro deseo es que le toque uno de buen corazón y manos experimentadas.

Y como a rey muerto, rey puesto, ésta es también la primera Andanza a lomos de un nuevo juguete, una flamante R-1250-RS. Con ella, tras unos cuantos años sobre esas camaleónicas motos que son las trail, retornamos a la ortodoxia de la carretera pura y dura, por donde, realmente, nunca hemos dejado de rodar, más que nada por miedo a meter una máquina tan pesada en caminos inseguros, porque eso es cosa para gente habilidosa y menos melindrosa que nosotros a la hora de contemplar su moto en el lance de un buen revolcón, aunque sea en parado, de esos tan dolorosos para bolsillos hueros.

Nos ha resultado grato recuperar esa sensación de estabilidad sin los titubeos de una suspensión larga, notar el aplomo de una moto con el centro de gravedad tan bajo que parece pegada al asfalto, sentir la seguridad que da llegar al suelo con ambos pies sobradamente. Y conste que no queremos ser desagradecidos y esto no es criticar a la que tan buenos ratos nos ha proporcionado. Es sólo una bienvenida a la recién llegada, es también un poco de peloteo, es acariciarle el lomo para que cumpla su cometido como es debido.

Y como de dar coba se trata, de manera muy atenta, con gran consideración y regalo, le hemos abierto las puertas de esta su casa. No cabe mayor hospitalidad para la recién llegada. Luego le irá viniendo la puesta en conocimiento de sus obligaciones, que las va a tener, y muchas. En principio, por similitud en cuanto al acarreo, la trataremos como al burro del refrán, primero la zanahoria y después el palo. Entonces, hoy, siendo como es preámbulo, esto va de zanahoria. De todas formas, ha tenido suerte porque, dada la obediencia que debemos al abecedario, por azar se va a estrenar con una ruta placentera, la que nos lleva a Monreal y Monteagudo.

En esta jornada iniciática no va a tener que pelearse con grandes desniveles portando toda nuestra humanidad sobre sus lomos y eso es entrar en faena con buen pie. Mejor así, no se nos vaya a espantar a la primera, porque las jóvenes no están acostumbradas a los trabajos arduos. Pertenece a una generación de vida regalada y eso de sudar la gasolina que se va a tragar no lo lleva programado en la centralita electrónica. Pero tampoco se lo vamos a poner tan fácil como lo permiten las autovías A-12 y A-21, que casi nos trasladan desde la puerta de casa hasta Monreal. Para que se le vaya haciendo cuerpo, la llevaremos por alguna que otra carreterita de segunda, y, si pudiera ser, de tercera también, aunque la orografía no esté hoy de nuestra parte.

De Monreal nos separan 66 kilómetros y si fuéramos bien mandaos, todos menos 12 se pueden hacer por carreteras rápidas, pero como no lo somos, y además así nos vamos a ahorrar 5, dejamos las autovías plantadas. Tampoco éstas nos van a echar de menos, porque tienen muchos novios. Para aquellos que no lo sepan, se nos olvidaba decir donde se asienta Monreal, y es que está en lugar de paso, a 18 de kilómetros al Este de Pamplona por la autovía del Pirineo, a la vera del Camino de Santiago aragonés.

Así que, huyendo de la autovía para dar cumplimiento a nuestros principios, nos vamos hacia allá por la vieja N-111, que ha quedado como lugar de tránsito para caminantes, ciclistas, moteros, vecinos de sus pueblos aledaños y algún que otro nostálgico. En Puente la Reina le somos infieles por otra, que ni es mejor ni más lucida, pero es otra. Es la NA-601. Nos encandila unos kilómetros y pronto recaemos en la infidelidad. Ahora cambiamos esa otra por una nueva otra, la NA-234, y no contentos con eso, tras empatizar muy poco rato y en el summum de la promiscuidad vial, caemos en brazos de la NA-2420, la antigua carretera entre Pamplona y Jaca, que, aunque está un poco achacosa, nos sirve para encaminarnos hasta Monreal.


Por fortuna, son pocos a los que Monreal les importa una higa y, particularmente, a ninguno de sus vecinos. Una higa no es cualquier cosa y menos la de Monreal. Monreal tiene una higa descomunal, aunque, más bien, la Higa tiene a Monreal en su regazo, para menguarle el horizonte, sí, pero a su vez para guardarlo de inclemencias, para acurrucarlo y abrigarlo. Desde arriba, a 1289 metros de altitud, Monreal se deja ver como un pueblecito en el que no se vive demasiado deprisa, sobre todo, desde que la autovía A-21 prescindió de sus servicios. Mejor así.

También desde arriba se percata uno que Monreal, para ser sitio de origen medieval, guarda cierta regularidad urbanística y hay poco desgobierno en la articulación de su caserío, hasta la parte antigua es ordenada. Eso sí, cuestas tiene. Especialmente esforzadas son las de las calles que trepan por la ladera del montecillo donde estuvo situado el castillo real, del que sólo quedan restos de su cimentación. El entramado de su casco histórico se merece vagabundear con parsimonia. Está plagado de casas añejas que dan forma a calles estrechas y adoquinadas. Puede que los adoquines sean modernos, pero le sientan mejor que el asfalto o el cemento. Y como buen pueblo del Camino de Santiago, tuvo su judería Monreal, con sinagoga y todo. Así que, con castillo real, judería y burgos, cualquiera le tosía a Monreal en la Edad Media. Para colmo, y dado que suele ser habitual que lo sagrado presida el cotarro, y aquí no es excepción, la iglesia de la Natividad tuvo a bien subirse a las faldas del monte del castillo y ahí está todavía, con su traza gótica, aunque profundamente modificada en siglos posteriores.

La mañana avanza que se las pela y todavía nos queda la visita a Monteagudo, plantado al sur, pero muy, muy al sur. Por ello es indispensable tomar fuerzas para el camino. En la calle del Mercado hay un sitio en el que dan buenamente de comer y de beber, de nombre Bar Cipri, atendido por gentes muy dispuestas a socorrer al hambriento y al sediento. Con su tentempié recobramos las energías perdidas entre las callejuelas de Monreal. Así, con nuevos bríos, diciendo adiós al Monreal y al río Elorz, que como un poco avergonzado fluye haciendo meandros a la vera del pueblo, hemos de mover el culo y hacer un cambio radical de terruño.

Sabida es nuestra mala relación con las autopistas, y si son de peaje, nos llevamos a matar. La alternativa es la N-121. Entonces, entre fea y más fea, nos quedamos con la N-121, la menos fea. En compañía de ésta y, después, de otras igual de agraciadas, nos chupamos algo más de 100 kilómetros casi sin hablarnos, para llegar hasta donde se acaba Navarra, en el valle del Bajo Queiles, en la Merindad de Tudela, pero a 8 kilómetros de Tarazona, en una tierra yerma por la carestía y capricho de las lluvias, en una tierra donde el cierzo campa a sus anchas y sopla como si en ello le fuera la vida.

Decía Unamuno que no hay paisaje feo, que hay paisajes tristes, tristísimos, desolados, saháricos, esteparios, pero muy hermosos, solemnemente hermosos. El de Monteagudo tiene un poco de lo primero y bastante más de lo segundo. No llegan a 1100 las almas que moran en un pueblo de manifiesta horizontalidad, sólo rota por la torre de ornato mudéjar que hacia el cielo se encumbra como apéndice vertical de la iglesia parroquial de Santa María Magdalena. Para engalanarla se impuso el ladrillo. Ladrillo antiguo y ladrillo nuevo se dejan ver por todo Monteagudo, como buen pueblo de Ribera. Y como buen pueblo de Ribera, su economía se asienta en la vid, el olivo y los cereales.

Dispuesto a disputar en prestigio con la parroquia está el Palacio del Marqués de San Adrián, sombra hoy de lo que fue castillo ayer, en tiempo inmemorial, cuando salvaguardaba la frontera del reino de los caprichos del vecino Aragón. Aún como palacio mantiene su prestancia, enclavado en una pequeña elevación dominante, desde donde el horizonte se alargaría hasta el infinito sino fuera porque el Moncayo, en lontananza, hacia el sur, lo desdibuja con su silueta majestuosa coronada de brumas.