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lunes, 20 de abril de 2020

Distrito de Metauten




Andanza CXII: Metauten, Distrito de
 
Día: 08/09/2019




Malos tiempos corren para los crédulos: el Más Allá se ha ido al carajo, ya no hay Cielo ni Infierno. Cuando uno se entera de estas cosas saca en conclusión que lo mejor es vivir en la ignorancia y continuar sugestionado con que el Cielo y el Infierno son lugares físicos y están donde siempre se había dicho: allí arriba, entre las nubes, el Cielo; en la profundidades, bajo tierra, el Infierno. Pero ahora resulta que no, al Más Allá se lo han cargado los dogmas modernos. Los nuevos teólogos nos han dejado huérfanos a quienes creíamos en el plan de viaje que establecía la escatología de antes: cuando te mueras, si eres bueno, irás al Cielo; si eres pecador, te condenarás al Infierno. Y algunos haciendo méritos un montón de años para nada. Los difuntos, de un tiempo a esta parte, ya no van a ningún sitio, porque el Más Allá, en vez de un lugar, es un estado. ¡Vaya expectativa que nos queda a la hora de palmar!


Aunque no lo parezca, asumir esto es doloroso para algunos, los de la vieja escuela, porque siempre hemos sido más de Tomás de Aquino, un santo de los de verdad. Él había proclamado los deleites del Cielo y los padecimientos del Infierno, y nos los creíamos a pies juntillas. Aseguraba que desde el Cielo, además de ver a Dios, se podía contemplar a los pecadores arrojados al Infierno en su eterno tormento. Eso es disfrutar como Dios manda, allí arriba, montado en una nube a todo lujo y viendo desde las alturas como los pecadores se tuestan a fuego lento mientras los demonios les pinchan con el tridente. Ahora, unos teólogos de tres al cuarto han desautorizado a Santo Tomás, si el pobre levantara la cabeza…


De todas formas, los moteros somos también mucho de estética infernal, y, para Infierno, infierno, el de Dante, con vestíbulo y nueve pisos subterráneos. Como un Corte Inglés pero al revés. Dante no pudo equivocarse cuando describió tan detalladamente el Infierno. Él asegura que estuvo allí y conoció a muchos de sus inquilinos. Cuenta que por el vestíbulo pululan los pusilánimes, los que en vida ni pecaron ni dejaron de pecar. Son los del "casi", como dice Melendi. Pero resulta que el pasotismo también tiene condena: a los indolentes les pican las abejas y las avispas, y los gusanos les sorben los jugos. En ese recibidor, según Dante, había un papa, quien, por lo visto, en vida casi no se santiguaba.


Después, según se baja, en el primer piso hay un limbo infernal. Sus moradores no son propiamente pecadores, fueron buenos pero paganos, así que están condenados levemente, a la ansiedad eterna. Son vecinos de esta planta: Homero, Sócrates, Platón y Aristóteles; ¡ah! y César también (no sabemos cómo Julio consiguió colarse ahí, porque, según cuentan sus detractores, además de pagano era un pájaro de cuentas).


Una planta más abajo comienza el infierno de verdad, en una amplia estancia reservada para los lujuriosos. Mucho vicio es lo que hay y, en consecuencia, la estancia está abarrotada. Los pecadores de la carne sufren en su carne un ventarrón de espanto. Las que peor lo llevan son las mujeres. No les dura el peinado ni dos minutos con semejante aire. Y hay unas cuantas: Cleopatra, Semíramis, Helena de Troya, etc. Dante se encontró allí con su vecina, la Paqui, que le había puesto los cuernos a su marido con un cuñado.


En el tercero están los glotones. Nosotros nunca hemos entendido bien tales rigores punitivos hacia los que se dejan llevar por la gula, porque no deja de ser un pecadillo de mentirijillas. Quien incluyó esta conducta entre los pecados capitales debía ser un anoréxico resentido, con úlcera de estómago. El tormento reservado a los vecinos de esta planta es que se les deja a la intemperie mientras llueve y graniza, y cuando ya están empapados, viene un perro y se los come. Un castigo un tanto raro. No quisiéramos dar ideas, pero ya puestos, un escarmiento más ejemplar sería que se los comiera un cerdo, por aquello de que en vida, los condenados por tragantía con toda seguridad se habían hartado de cochino asado.


En el piso inferior, es decir, en el cuarto, se confinan los avaros y los derrochadores. Se ve que quien diseñó este infierno tenía mala baba, sólo a alguien así se le ocurre encerrar en la misma planta a personas tan encontradas. El castigo que han de soportar es fácil de imaginar: andan a palos todo el día. Lo que unos acaparan con el sudor de su frente los otros lo dilapidan en diez minutos en una taberna instalada allí al efecto, para joder. En consecuencia, se lían a ostias y vuelta a empezar. Y así toda la eternidad.


El quinto es el piso dedicado a los que siempre están enfadados y a los vagos de solemnidad. Aquí hay una laguna, puesta, seguramente, también para joder, por cosa de la humedad. Los iracundos bastante tienen con dar rienda suelta a sus malas pulgas y se pasan el día a guantazos los unos con los otros. Cualquier excusa es buena, y, para dar pie a los altercados, discuten sobre el sexo de los ángeles o se acusan de no haber pagado la ronda cuando les tocaba. A los vagos, en su desidia, todo les da igual. Los tienen sumergidos en agua y fango y, así y todo, se la refanfinfla.


Todavía más abajo, en la sexta, la cosa se complica. Aquí han encerrado a los herejes y sus castigos pasan a mayores. Los meten en un sepulcro destapado y ardiente. Eso, por si no tuvieron bastante en vida, porque a la mayoría de ellos los tostaron en la hoguera dadas sus veleidades terrenales. Dante encontró entre los vecinos del lugar a otro conocido suyo. Era el padre de un amigo, y tenía plaza en propiedad, no por hereje, que esa fue la excusa, sino porque anduvo metido en asuntos de política y debió perder las elecciones.


En la séptima el infierno se enreda cosa mala. Se subdivide en tres compartimentos. En uno han metido a los homicidas, violadores y bandidos. Su castigo es estar introducidos en un río de sangre hirviendo, algunos hasta las rodillas, otros hasta la cintura y el resto hasta las orejas, dependiendo del pecado cometido. En otro compartimento se encuentran los suicidas, tanto por activa como por pasiva. Su penitencia es ser picados por Arpías, unos pájaros muy feos y con muy mala leche. El tercer compartimento es un desierto de arena ardiente donde, además, llueven llamas. Está reservado para los blasfemos, los sodomitas y otro tipo de usureros, más usureros todavía que los de la cuarta planta. La diferencia en el castigo está en que los blasfemos tienen que estar tumbados en la arena, para que les caigan más llamas, los usureros sentados y los sodomitas pueden correr por allí e intentar esquivar la lluvia de fuego. En este sitio Dante conocía a un montón de gente y se acercó a saludar a un maestro suyo de cuando niño, que era de los que corrían para que no le llovieran llamas.


Más en las profundidades todavía, en la octava planta, el asunto se enmaraña de verdad, pero como ya hemos escarbado en el suelo lo suficiente en esta Andanza y no queremos hacernos pesados, vamos a dejar el resto del infierno para la próxima, porque esto se nos está yendo de las manos. Al fin y al cabo, aunque los Ángeles del Infierno son moteros y tienen muchos seguidores y más imitadores, nuestro caso particular es más de andar por las nubes, abstraídos en esos reflejos del Cielo que nos parece ver en muchos de los valles tan divinos que habitualmente visitamos en el cumplimiento de esta misión. Y hoy va de valle divino... y humano, aunque, no es valle propiamente dicho, sino distrito, pero viene a ser lo mismo. Hoy nos vamos al Distrito de Metauten, un municipio compuesto por los lugares de Arteaga, Ganuza, Metauten, Ollobarren, Ollogoyen y Zufía.


Este valle que no es valle está en la Merindad de Estella, al Oeste, a muy pocos kilómetros de la ciudad del Ega y se disputa a brazo partido el territorio con su vecino, un valle que sí es valle, el Valle de Allín. Pero a los dos los tiene a buen recaudo la Sierra de Lóquiz, metidos en cintura, en su redil. Un poco encerrados por Poniente, al abrigo de unos farallones rocosos que semejan fortalezas, algo menos constreñidos por Oriente, de horizontes más nítidos. Todos escondidos de quien no quiere verlos. Todos a la vista de quien irrumpe en su recogimiento.


Zufía no se deja ver por miradas furtivas. Para aquél que penetra en estas tierras desde el corredor del Ega, se esconde tras una tapia de verde de encino. Y hace comunión con el encinar que se deja caer ladera abajo, como si fuera su apéndice, hasta incrustarse en el labrantío. Es un pueblecito ecléctico donde conviven casas nuevas y viejas, y también de mediana edad. Muchas de las viejas han llegado achacosas a la senectud, algunas casi no se tienen en pie, y si se tienen es porque las han apuntalado. Quien si se mantiene inhiesta es su parroquia, en amalgama de piedra y ladrillo, plantando toda su verticalidad en medio del cotarro.


A poco más de dos kilómetros hacia el norte siguiendo una carreterita de nombre NA-7361 está Arteaga, el más díscolo de estos pueblos. Por su santa voluntad se ha plantado en medio del valle, rodeado de ausencias. No quiere que nada le cierre el horizonte y dejarse ver. Será por esa chulería de los pequeños y porque es el menos poblado de todos. Más que pueblo parece una gran explotación agrícola-ganadera, entre las que se han entreverado algunas viviendas. Tiene una iglesia encogida y un tanto achaparrada, de andar por casa, pero para tan poco fiel, tampoco hace falta más. Si San Nicolás, su titular, no se ha quejado, para qué vamos a criticar los demás.


Una pista cementada sin nombre, de poco más de kilómetro y medio, nos lleva hasta la capital, Metauten, ya bajo las faldas de Lóquiz. Antes de entrar en el pueblo, en una explanada desterrada del núcleo urbano, está el ayuntamiento del Distrito y el Centro de Interpretación de la Trufa. Un edificio de aspecto clásico y otro de estética innovadora, juntos, pero dándose la espalda. Este último se construyó en 2007 para dar a conocer el mundo de la trufa al mundo entero, esa cosa tan rara y tan exclusiva, y en ello está desde entonces. Enfrente, el pueblo contempla el trasegar de visitantes de fin de semana para ver qué es eso de la trufa. Algo de animación es para sus gentes, acostumbradas a la quietud del aquí nunca pasa nada.


Y avanzando a septentrión entramos en los dominios de la Sierra de Lóquiz, donde se exhibe en majestuoso poderío, donde los pueblos asentados a sus pies parecen sentirse subyugados por la inmensidad del paisaje, reducidos a la pequeñez ante la magnitud vertical de una muralla surgida de las entrañas de la tierra. Ollobarren escapa un poco a esas turbaciones. No se ha atrevido a arrimarse al coloso, tal vez por miedo, tal vez por prudencia, y en su pequeño altillo se siente más tranquilo. Tranquilos también, al cobijo de su pueblo, se sienten sus vecinos, algo más numerosos y bulliciosos para lo que habíamos visto hasta ahora. Ollobarren es un pueblo cuidado, alargado cuesta arriba, de fin de semana. En la cresta de la ola, como siempre cuando los pueblos se encaraman, se encuentra la iglesia de la Asunción. El cura, pues hoy es domingo, mira hacia abajo con anhelo y ve la agitación mañanera de fieles en potencia, aunque en su fuero interno sabe que son muy descreídos. Entonces, hacia atrás, mira de reojo la prepotencia del farallón, y no ignora que a esa naturaleza no hay dios que la intimide.


No hay misa en Ollobarren y seguimos. A dos kilómetros por asfalto o a uno por pista sin asfaltar, metido en las fauces de Lóquiz, se oculta de banalidades Ollogoyen. Su caserío se encuentra bastante menos concurrido que el de su vecino de abajo. Es un pueblo de casas sencillas, más de naturaleza agreste y no gusta de engalanarse tanto, con lavarse la cara le basta. Los adornos los pone la sierra dejando caer su manto de verdor hasta los aledaños, en buena vecindad, como debe de ser. Oteando estos privilegios desde un lugar aventajado está, como no, la iglesia de San Martín. Pero con tanta contemplación San Martín se ha dormido en los laureles y ha dejado que la iglesia se le quede un tanto desmejorada. Hay que recordarle a San Martín lo bien que le vendría una manita de pintura y así, una vez hechos los deberes, podría seguir contemplando tranquilamente.


Esto se acaba en Ganuza, a los pies de un castillo gigantesco. Al acercarse al pueblo por la NA-7310 impone de verdad semejante fortaleza rocosa. Es la imagen del poder feudal de la señora Naturaleza, sometiendo a los vasallos a sus dictados. Aunque, bien mirado, los de Ganuza son poco sumisos y se han aprovechado de quien manda, robándole su exhibición de grandiosidad en beneficio propio. También se benefician de ello la multitud de caminantes que en domingo vienen a deambular por estos entresijos y a impregnarse de su sustancia. Nosotros hoy no tenemos tiempo para tanto, nos conformamos con patear un poco por calles ensortijadas, con saludar a Santa Eulalia en el bonito paraje donde le edificaron una parroquia en el siglo XIII y se la reformaron en el XVI, porque Santa Eulalia es menos contemplativa que San Martín, y, por último, con chulearles un vermut a unos amigos de toda la vida que tenemos aquí.

Pero como el vermut no viene solo, nuestra ruina vendrá de la facilidad para retornar desde este Cielo en la Tierra a la perdición de la tercera planta del Corte Inglés de Dante. Mucho nos tememos que a nosotros nos va a llover y granizar, y después de empapados nos va a comer un perro, o un cerdo, o una vaca, de acuerdo con el pecado que tenemos pensado cometer, porque partimos rumbo a Eulate donde una chuleta nos espera, y por lo que parece Dante tenía razón: está empezando a lloviznar y no llevamos ropa de agua.