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miércoles, 23 de mayo de 2018

Liédena

Andanza CIII: Liédena


Día: 18/02/2018

El otro día, revolviendo cajones, apareció en uno desatendido largo tiempo un antiguo recorte de periódico, guardado allí un lejano día, seguramente porque hablaba sobre cosas de carreteras. Y no era un artículo escrito por un mindungui cualquiera, estaba firmado por José Manuel Caballero Bonald, Premio Cervantes en 2012 entre otros muchos galardones. Y qué alegría nos dio ver que un gran escritor como él compartía nuestros sentimientos respecto a eso de viajar o desplazarse, porque viajar es una cosa y desplazarse otra. Uno viaja por ciertas carreteras y se desplaza por otras.

Caballero Bonald, como nosotros, añoraba las distancias antiguas, las que establecían carreteras que surcaban la campiña, las que atravesaban pueblos, ésas que eran custodiadas por hileras de árboles a los costados. Alguno dirá que somos unos retrógrados, por los atascos, por la lentitud, porque los árboles próximos a la calzada son un peligro para la seguridad vial. Pues ciertamente, pero la diferencia entre viajar y desplazarse está en el contacto, en el contacto con el medio.

No negamos que en el trajín diario es necesario desplazarse, es decir, moverse de un lugar a otro en el menor tiempo posible y con la mayor seguridad. Para eso están las autopistas y autovías y por eso estas vías de comunicación sacrifican todo lo intermedio. Decía Bonald que sacrifican lugares y paisajes mudándolos en irreconocibles, porque la velocidad y el alejamiento apenas nos los dejan ver, convirtiéndolos en accesorios. En realidad, todo no, la excepción son las anodinas áreas de servicio y también los peajes, en este caso de obligada visita para sacrificar nuestros bolsillos. Qué triste es la carretera que te separa del entorno por una valla metálica, aunque la escusa sea evitar animales en la calzada.

Bien lo advertía Bonald: “la velocidad es una pésima aliada de los gozos de la vista” y tal es el fin de autopistas y autovías, desplazarse con rapidez y, como el mulo con anteojeras, mirar sólo al frente. Nosotros somos unos renegados de autopistas y autovías, al menos encima de la moto, y es que por edad fuimos malcriados en los encantos de las viejas carreteras. Menos mal que aún nos quedan las tentaciones que dispensan las carreteras que hoy se tildan de secundarias, o comarcales, o autonómicas, o como quiera que se llamen. Todavía acomodan a su vera toda clase de atractivos que, con cantos de sirena, te llaman a la parada y fonda. Por eso, nosotros no somos de los que se hacen de rogar ante el reclamo de un buen mesón a pie de carretera, y aun siendo regular también acudimos, y si no lo hay, tampoco le hacemos ascos al solaz proporcionado por un paraje bucólico al borde del camino, donde sacar el bocadillo y la bota, como en tiempos del Seiscientos.

Aquí damos la bienvenida a aquellos que se apunten al club de recorrer carreteras con cachaza, porque la finalidad del viaje no es únicamente llegar al destino, el plan incluye igualmente el disfrute del camino, y es que hay ocasión para todo cuando el tiempo no es un factor determinante a la hora de viajar. El mejor tiempo es aquél que se puede perder en la tarea de la parada y fonda, en satisfacer curiosidad y apetitos.

Carreteras con cachaza tenemos también para la Andanza de hoy, pues aunque haya de las otras, las nuestras son las de cachaza. Por cuestiones de estrategia el objetivo de esta jornada es único. Con Liédena en el horizonte, lo tendríamos fácil tirando de autovías y podríamos plantarnos allí en un santiamén, pero eso es pecado, así que arrancamos hacia la Merindad de Sangüesa por donde Dios manda, sin prisas y sin sacrificar nada intermedio, honrando curvas y repechos.

La localidad de Liédena se encuentra situada en las estribaciones de la sierra de Leyre, próxima al pantano de Yesa,  al norte y cercana a la bonita ciudad que da nombre a la merindad y a unos 41 kilómetros al Este de Pamplona. Su población ahora supera en poco los 300 habitantes, aunque a principios del pasado siglo casi los triplicaba, coincidiendo con el auge a que dio lugar la llegada del ferrocarril del Irati, con estación incluida. Fue ésta una línea de vía estrecha, destinada a unir Pamplona con Sangüesa, que estuvo operativa entre 1911 y 1955.

Liédena tiene altibajos, tiene una barriada de abajo y una barrida de arriba. La de abajo es moderna y llana y la otra todo lo contrario. Como suele ser habitual, el ámbito de lo sagrado preside el cotarro, así que la parroquia de Santa María de la Asunción domina la vecindad aupada en lo más alto, además lo hace con aire marcial, presumiendo de una torre almenada en la que se ha encaramado la divinidad vigilando con aire paternal.

Por los alrededores del templo se concentran numerosos caserones añosos, que se dejan caer por la cuesta abajo, dando carácter a las angostas callejas del barrio. Lucen estas moradas elementos característicos de la arquitectura del siglo XVI, tales como notables portaladas de arco de medio punto, coronadas con escudo en la clave, y algunas abren al exterior ventanas de arcos conopiales con parteluz. La calle Mediavilla, situada en la parte trasera de la iglesia, es de las más representativas y típicas. También lo es la calle de Santa María, donde se emplaza una magnífica vivienda que ostenta en su fachada de sillarejo un imponente escudo rococó de mediados del siglo XVIII. En las proximidades sorprende al curioso una plazoleta muy costumbrista, en la que la casa parroquial, junto a otras casonas vecinas, estructuran un rincón con encanto.

Además del atractivo urbano, en el término de Liédena se encuentran parajes singulares.  Donde llega a su término la Foz de Lumbier es de estos sitios. Allí el río Irati se libera de estrecheces y allí se dejan ver unas ruinas románticas: las del Puente del Diablo. Cuenta la leyenda que el puente fue obra de Satanás y lo construyó para cobrarse el alma de un señor con el que había apostado que sería capaz de terminar la faena en una noche. Parece ser que al final Satán se quedó sin el alma y el señor litigante dispuso de su puente, aunque con retraso. De todas formas, el puente tuvo una existencia efímera. Se disputan el honor de mandarlo al garete entre Espoz y Mina y los franceses, allá por los tiempos de la Guerra de la Independencia, empecinados el uno y los otros en que el contrario no debía hacer uso del mismo.

Y colorín colorado, el quehacer motero en Liédena lo damos por terminado. Retornamos a nuestras carreteras con cachaza a ver si por el camino oímos cantos de sirena, entonando a pleno pulmón una copla laudatoria sobre los beneficios que tiene echar un bocado en un mesón aparente. Alguno habrá.








martes, 1 de mayo de 2018

Lesaka - Lezáun

Andanza CII: Lesaka - Lezáun

Día: 21/01/2018

Que sí, lo reconocemos, nos aprovechamos del candor ajeno como buenos embaucadores, porque en estas crónicas, fruto de nuestra labor peregrina, consciente o inconscientemente nos dedicamos a crear fantasías, soslayando las limitaciones y condicionantes de la vida real para, de vez en cuando, rememorar lo pretérito acomodado a nuestro interés. Por eso, en nuestros relatos nos las pintamos solos para crear la ilusión de haber transgredido la irreversibilidad del tiempo, amalgamando historias con una interpretación paralela.

Y qué le vamos a hacer. La culpa la tiene esa afición nuestra por inquirir, que nos ha convertido en entusiastas de la actuación de las gentes en el tiempo, pero en plan diletante, sin otra brida que una imaginación más bien menguada y sintiéndonos un poco como convidados de piedra. Y es que alguien, no sabemos bien quién, un día nos dio vela en este entierro, el de la experiencia del cambio temporal. Nos invitó a revolver en el pasado, a entendernos con los antepasados y a curiosear en sus asuntos. En ello estamos.

Pues bien, para hoy tenemos un horizonte de luces y sombras, meteorológicamente hablando. Los agoreros del tiempo pronostican de todo: chubascos y un sol melindroso asomándose entre rendijas.  El plan de viaje es doble e incluye visita a la Montaña de Navarra y a su Zona Media. Toca Lesaka y Lezáun, lo que traducido a kilómetros es un saco bien lleno. Es que somos de lo más optimistas y luego nos pilla el toro con la hora de comer y tenemos la excusa de que se nos ha hecho tarde, lo que se dice mala planificación intencionada.

Para ir a Lesaka no hay quien nos quite de la cabeza que lo mejor es hacerlo por la carretera vieja de Pamplona hasta Puente la Reina, subir el antiguo Perdón, bajar a Astráin, de ahí a Irurzun, atravesar Basaburúa, subir a Saldías, bajar hasta la NA-170, pasar por Santesteban y llegar hasta Lesaka por la N-121-A porque no queda otra. Que se da más vuelta, sí; que se tarda el doble, también; que por Basaburúa siempre están los aguaceros al acecho, ciertamente. ¿Y qué? Ver el Arakil con un caudal que asusta no tiene precio, deleitarse ante torrentes que bajan desmelenados tampoco, divisar el Basajaun con chubasquero por las florestas de Basaburúa, ni te cuento.


Estas tierras son imán de borrascas, y así lo comprobamos cada vez que aparecemos por aquí. Para dar fe de ello, pasado Dos Hermanas unos nubarrones emboscados se han despachado a gusto. Eran de esos negros, furibundos y rabiosos, de los que odian sin conocimiento a los moteros, sólo porque sí. Su intención era hacernos desistir y casi lo consiguen. Por un momento nos hicieron titubear, sobre todo bajando desde Saldías hacia la NA-170, y el que conozca esa carretera se la puede imaginar mudada casi en catarata. Finalmente el nublo no pudo con nosotros y nos presentamos en Lesaka, aunque bien bautizados.


Ante un municipio disperso y con la lluvia sin dar tregua, se nos complica la visita, sobre todo porque hemos de salvaguardar la integridad física de las cámaras de fotos, en peligro de fenecer ahogadas. La villa se encuentra rodeada de montañas, en la parte más septentrional de Navarra, en la comarca de las Cinco Villas, de la que forma parte, y se emplaza en una estirada vega a la que han dado forma los ríos Onin y Biurrana. El primero de ellos, domesticado por un canal, atraviesa el pueblo unas veces a la vista y otras soterrado. La separan 74 kilómetros de Pamplona, 5 de Bera y 11 de Endarlaza, ya en el límite de provincia y frontera con Francia.

Por el término municipal de Lesaka se encuentran diseminados caseríos y barrios. El principal núcleo de población, en el que nos vamos a centrar dadas las condiciones meteorológicas, está presidido por la iglesia de San Martín de Tours, un edificio monumental que domina el cotarro desde su posición elevada. Conserva gran parte de su caserío tradicional, cuyos edificios aún hacen ostentación de puertas y ventanas góticas, lo que junto a la  pervivencia de calles empedradas, le dan a la villa un aire de pequeña ciudad medieval. Lesaka gusta de bautizar a sus casas con nombre propio. En unos casos se las conoce por el apellido de quien las construyó o el de la familia que vivió más tiempo en la vivienda, otras han heredado el nombre de pila de sus antiguos propietarios y algunas de ellas son nombradas por el oficio que tuvo su dueño.

Sin embargo, la imagen más característica de Lesaka de cara a la galería es la que ofrece la torre Zabaleta con el río corriendo a su lado. Esta emblemática torre fue palacio cabo de armería, es de planta rectangular, construida de potente piedra de sillería y conserva en la parte superior una robusta barbacana almenada corrida que le da aire de fortaleza, por ello, al final de la guerra de la Independencia sirvió de cuartel general a lord Wellington. Pero el municipio cuenta con otra torre de linaje, la de Minyurinea, del siglo XIV, a la que se le otorga el honor de ser el edificio más antiguo de la población.

Tanta torre defensiva deja ver que Lesaka se encontraba al final de la Edad Media en el ojo del huracán, pues al limitar con Francia y Guipúzcoa, perteneciente al reino de Castilla, abundaban las pendencias entre navarros, labortanos y guipuzcoanos, eso sin contar las disputas intestinas entre agramonteses y beamonteses, y para rizar el rizo, las reyertas a nivel local entre los Zabaleta de Lesaka y los Alzate de Vera. Lo que se dice un remanso de paz.

Vamos a dejarnos ya de peleas que bastante tenemos nosotros con reñir con la lluvia, que no nos da un respiro y aún nos queda Lezáun por visitar. Para llegar allí a una hora prudente sin que nos pille ese toro que se ensaña con los que se retrasan, hemos de tomar la N-121-A hasta Pamplona y de Pamplona a Estella la autovía A-12, y aunque esto es algo que va contra nuestros principios moteros, el tiempo apremia. Por suerte en Pamplona deja de llover y el sol empieza a dejarse ver hasta mostrarse sin vergüenza en Tierra Estella. Qué cosas tiene Navarra, en la Montaña diluviando y en la Zona Media soleado.


Pues lo dicho, Lezáun está en la Navarra Media, cobijado en la falda sur de las sierras de Andía y Urbasa, a unos 17 kilómetros al norte de Estella y a 52 de Pamplona. Se asienta a 850 metros sobre el nivel del mar en un terreno escarpado y kárstico, lleno de cuevas y simas. El pueblo se hizo ayuntamiento independiente a principio de los años 50 del pasado siglo, porque no le gustaba eso de ser un concejo más del Valle de Yerri. Unos 250 vecinos gozan de su tranquilidad, y hoy, como es domingo, parece ser que por aquí pulula algún forastero que otro. Bien merecen un paseo las callejuelas de Lezáun, flanqueadas por unas cuantas casonas nobles, estupendamente conservadas por sus propietarios. También las hay que han tenido peor suerte y han sido presa del quebranto y abandono. Muestran el hierro oxidado de sus rejas, sus puertas y ventanas desvencijadas, sus techumbres hundidas, y sus blasones, un día orgullosos, hoy ajados por el liquen. Para ellas cualquier tiempo pasado fue mejor.