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jueves, 24 de noviembre de 2016

Guirguillano

Andanza LXXVI: Guirguillano

Día: 18/09/2016

Son ya 76 las andanzas a nuestras espaldas dedicadas a hacer avanzar esto de «Navarra de la A a la Z», con sus respectivas crónicas paridas para perpetuarlas. Con tan fecundo parto hay días en los que nos parece ver el fondo del muy menguado saco de las ideas y que las palabras aquí garabateadas sirven para poco más que para tapar huecos a tontas y a locas en el papel virtual con el que nos tortura la pantalla del ordenador. Pero, para buenaventura de los indigentes en ocurrencias, resulta que Navarra es una tierra tan rica en inspiración que no hay domingo motero (o cualquier otro día de guardar que se tercie) en el que, finalmente, asome algún pueblo o paraje recóndito sobrado de atributos con los que sugestionar hasta la sesera más atolondrada.


En cualquier lugar surge la chispa que enciende la ocurrencia y hoy, durante la visita que debíamos a Guirguillano, se nos ha iluminado el magín al percatarnos espontáneamente de que nunca hemos prestado la atención debida a unas edificaciones repartidas por casi toda la geografía Navarra e impregnadas poderosamente de misterios, señeras del ámbito rural, y asentadas especialmente en pueblos y aldeas de la Montaña y Zona Media. 

Son los palacios Cabo de Armería, a los que en alguna ocasión nos hemos referido de soslayo y de quienes en esta oportunidad pensamos airear ciertas vanidades. Todo viene a cuento porque uno de ellos, el de Echarren de Guirguillano, aún insolente y todavía de semblante belicoso, con su altanería y descaro nos ha dado pie a esta pequeña reverencia, un cumplido hacia unos edificios ya sombras del pasado, un lejano tiempo en el que dieron carta de naturaleza a la primera nobleza navarra, a partir de cuyos solares irradiaba. Pero primero vamos a situarnos porque hoy hemos comenzado los enredos de lo particular a lo general y podemos perdernos en semejantes escabrosidades.

Guirguillano es un municipio compuesto por los lugares de Arguiñáriz, Echarren de Guirguillano, su capital, y el propio Guirguillano, el cual da nombre al ayuntamiento. Se ubican tales sitios en el Val de Mañeru, en la zona central de Navarra y comarca de Puente la Reina. Geográficamente se trata de un terreno muy quebrado, lleno de barrancos que desaguan en el río Arga, surcado por carreteritas autonómicas entre aceptables y caminos de cabras, tan de disfrutar de moto como la nuestra, ecléctica, trail o engendro, que a unos le sirve para todo y a otros para nada, a elegir. El caso es que, entre el disfrute del paisaje agreste y las sensaciones del sube y baja enlazando curva tras curva, casi sin darnos cuenta nos hemos plantado en Guirguillano, pueblo encumbrado, de entramado urbanístico anárquico como suele ser habitual, pero sin apenas cuestas y con calles relativamente anchas para su ubicación. Como también suele ser norma, no se ve un alma por la calle con quien departir del tiempo, así que, tras husmear un poco por aquí y por allá, cogiendo la carretera abajo partimos para Echarren.

Los dos lugares se encuentran uno frente al otro, Guirguillano encaramado y Echarren al fondo de una hondonada. Echarren se explaya por un terreno más o menos llano, aunque tiene su barrio alto y su barrio bajo. Es el primero dominio de lo sagrado, con la iglesia al frente, mientras que en el de abajo se enseñorea el palacio. Presume éste de ser el edificio de mayor empaque del pueblo, con permiso divino, y desde su emplazamiento controla todo bicho viviente que entra y sale del lugar. Fue erigido allá por el siglo XIV, en tiempos  inciertos, de ahí su papel de fortaleza defensiva. De apariencia majestuosa, es un bloque pétreo longitudinal flanqueado por torres cilíndricas en las que se abren algunas saeteras. Se accede a sus entresijos a través de un arco ojival descentrado, situado en la fachada principal y sobre el que se sitúa un matacán dispuesto para disuadir a quienes pretendieran profanar su intimidad sin permiso. Presuntuoso, ostenta la categoría de Cabo de Armería, de la que se jactaban esos palacios de raza autóctona, privativos de este reino. Y tenían motivos para ello, pues eran solares cuna de linaje. La divisa del blasón no pertenecía al dueño sino al palacio y de éste heredaban las armas las sucesivas casas que pudieran fundar los descendientes del palaciano. El viejo solar "no porta de otro", por lo que poseer semejantes palacios acreditaba nobleza, pero nobleza muy esclarecida.

A día de hoy todavía sobreviven muchos de ellos, unos arruinados y decrépitos, con su orgullo desperdigado entre los escombros que los rodean. Otros se mantienen vivos porque terminaron transformándose en casas de labranza, también perdieron su engreimiento nobiliario, pero al menos han perdurado en la modestia. Una minoría ha pervivido manteniendo su bizarría y prestancia señorial, sus dueños han sabido mantener los arrestos de los que un día gozaron, aunque sólo sea en espejismo.


Del de Echarren nos despedimos con el ansia de conocer qué enigmas se esconden tras sus muros, qué historias se guarda para sí. Hace mucho tiempo que enmudeció y si algún día hubiera de hablar lo hará por boca de polvorientos documentos, escondidos en oscuros archivos, o tal vez lo haga, y esto es lo más probable, desde alguna moderna réplica digitalizada de los miles de legajos que guarda el Archivo General de Navarra.


Con curiosidad y conjeturando sobre tales misterios nos vamos, mientras a nuestras espaldas se pierde de vista la gallarda silueta del palacio, pero hemos de finalizar la sesión en Arguiñáriz, un pequeño lugar casi a tiro de piedra en línea recta, al que para acceder por carretera hace falta dar un soberano rodeo, pero no pasa nada, es por la NA-7110, a la vera del Arga, que nunca nos cansaremos de recorrer. Después, poco antes de llegar a Belascoáin, toca coger un ratonero cruce a la izquierda y trepar y trepar hasta Arguiñáriz.


Arguiñáriz era hasta no hace mucho una triste sombra, un lugar prácticamente despoblado y arruinado; sin embargo, la instalación de una empresa de panadería ecológica le ha dado cierta vidilla.  El caserío de Arguiñáriz se agrupa de forma desordenada en la zona baja y la iglesia, dominando, lo hace en la parte de arriba, donde también se asienta una única vivienda. Un camino bien empinado y apto para cabras es el encargado de unir ambos núcleos. Es éste un buen sitio para terminar la jornada, aquí arriba el paisaje nos recuerda otra vez a ése donde Satanás tentó a Jesús, y del que, a la vista de lo presente, volvemos a poner en entredicho su verdadera ubicación.












lunes, 14 de noviembre de 2016

Valle de Guesálaz (2ª parte)

Andanza LXXV: Guesálaz, Valle de (2ª parte)

Día: 04/09/2016

Al alba, sin darnos cuenta, la holgazanería se ha colado en nuestros aposentos, se nos ha subido a la chepa subrepticiamente tras acecharnos agazapada durante un rato, con la idea de hacernos desfallecer en nuestro deber motero dominical, con la mala intención de conducirnos hacia el placer de la vagancia, un placer inmediato aliado de las sábanas pegadas. Por si no tuviéramos bastante con uno, otro pecado capital nos ronda intentando sustraer voluntades al son de su flauta. Pero no, ¡vade reto molicie! Arrancándonos del letargo adormecedor de la musiquilla perezosa, el viento amigo ha soplado al otro lado de la ventana diciendo: ¡venid!, y se ha colado por las rendijas musitando: ¡id!


Y obedientes a la camaradería del viento, hemos desoído a ese demonio meridiano encarnado en galbana, que desde el abismo de la indolencia tiraba de nosotros hacia lo profundo. Por un momento casi nos llegó a poseer embriagándonos con su extraña música al igual que hizo el Flautista de Hamelín con sus ratas, mas la voluntad de no oír venció en la lid, manteniéndonos firmes en nuestro objetivo. Bueno, entre nosotros, el caso es que nos hemos dormido, pero que esto no salga de aquí.


Ajusticiadas las legañas, vamos al lío. En la Andanza anterior dejamos en el tintero parte del Valle de Guesálaz, del que ya dimos pelos y señales sobre su ubicación geográfica, así que hoy acometeremos la visita al resto de sus localidades, que son estas seis: Iturgoyen, Muez, Irujo, Arguiñano, Vidaurre y Guembe. Todas ellas están situadas en la mitad norte del valle, al abrigo de la falda sur de la Sierra de Andía y un tanto sustraídas del influjo del Embalse de Alloz, al que la mayor parte de sus hermanas meridionales se encuentran sometidas para bien o para mal, según el cristal del interés con que se mire.


Y como todo ataque se hace a tambor batiente, así lo iniciamos, arrancándole bramidos a nuestro potente bóxer en la misma puerta de casa para tormento de los vecinos, aunque hoy su desazón deber ser algo menor, pues es más tarde de lo habitual por culpa de quien ya sabemos. La ruta elegida, como siempre, es de esas que dan enjundia a una teoría nuestra que dice que la distancia más tonta entre dos puntos es la línea recta y que todo camino derecho es engañoso, que toda verdad es curva y que el tiempo mismo es circular. Bueno, a decir verdad parte de esta teoría se la hemos tomado prestada a un enano actor secundario en una obra muy profunda sobre la vida y milagros de Zaratustra, ahí es nada.


Iturgoyen, primer objetivo de la mañana, es un lugar singular subido en un pedestal al que se accede trepando desde Riezu, en el Valle de Yerri, tras atravesar el río Ubagua. Allí arriba se ha recogido en una íntima calma, pero con la mirada abierta al valle. Da gusto husmear alrededor de sus caserones ancestrales, que ha sabido atesorar; muchos de ellos exteriorizando en las fachadas principales una traza heráldica de calidad. Una hidalguía colectiva de la que presumen sus vecinos y que, según dicen, les fue otorgada en el siglo XV por Carlos III el Noble, no por grandes hechos de armas, sino por su papel de zarramplines en las obras de un puente en Estella. Eso es democratizar la aristocracia. Y mientras se camina por sus callejas, no dejan de percibirse sonidos de ruralidad, sonidos de… “cencerro”, de los famosos cencerros de Iturgoyen, pues es este lugar uno de los pocos donde todavía se fabrican artesanalmente. Cuánta vaca hay por estas tierras que muge agradecida a las hábiles manos que dieron forma a ese artilugio que le cuelga del pescuezo haciendo... ¡tolón, tolón!

Volvemos sobre nuestros pasos cuesta abajo, desandando lo andado hasta el cruce de Riezu y desde ahí hasta Muez, localidad que actualmente ostenta la capitalidad del Valle tras desplumársela a Viguria allá por 1928. Por esos años Muez concentró servicios, pero ha ido perdiendo con el transcurso del tiempo su sistema de redes clientelares a favor de Estella; tuvo herrero, zapatero, veterinario, tienda, compañía local de autobuses, farmacia, escuelas, etc., y hasta allí acudía gente de todo el valle para acceder a sus productos y avituallarse. Hoy hay que ir a Estella para comprar cualquier cosa excepto el pan, que lo sirve una furgoneta ambulante. Alguno de sus vecinos con memoria histórica dirá que cualquier tiempo pasado fue mejor.


Adentrándonos en las profundidades del valle y tras desviarnos ligeramente de la serpenteante NA-7020 alcanzamos Irujo y Arguiñano, dos pequeños concejos próximos entre sí en los que el reloj avanza con parsimonia, o tal vez se detuvo hace tiempo. Como siempre ocurre en estos lugares, sus iglesias, de imponente mole, dominan el conjunto a la vez que languidecen mientras reclaman fieles desesperadamente en ilusorio afán. Diminutas aldeas de nombre sonoro, prestado como apellido a personajes célebres que se movieron y mueven entre la política y los fogones.


Seguimos avanzando por sinuosidades y antes de que el horizonte se constriña entre montañas, pronto se muestra Vidaurre, separado en dos mitades por la carretera. Es un pueblo bien dotado de casas de los siglos XVI y XVII, orgullosas de sus blasones sobre portaladas de grandes arcos, y hasta de ruinas engreídas, como las de su palacio Cabo de Armería, antiguo solar cuyos propietarios se encontraban entre los ricoshombres de Navarra. Destacando sobre el caserío se alza la corpulenta Iglesia de Santa Catalina, edificio que con su amenazante mole parece exigir a quien por allí se acerca a participar del culto.

Finalmente, al pie de las escabrosidades que llevan al Valle de Goñi, se sitúa Guembe. Aquí el horizonte se quiebra vencido por la verticalidad, pero a sus habitantes poco parece importarles. Es la hora de misa y hacia el templo se encaminan gentes ya entradas en años, con comedimiento por el peso de los años y porque no terminan de comprender esa razón misteriosa que elevó sobre riscos y peñascos tanto edificio sagrado, pero se conforman sufridamente en la idea de cercanía a la divinidad.
















lunes, 7 de noviembre de 2016

Valle de Guesálaz (1ª parte)

Andanza LXXIV: Guesálaz, Valle de (1ª parte)

Día: 28/08/2016

Redundando sobre lo dicho en la retahíla con la que encabezábamos la última Andanza, miren ustedes por dónde ha caído de nuevo en nuestras garras otra víctima a quien desvalijar pensamientos: el bueno de don Miguel, don Miguel de Unamuno. Y es que hoy lo soltamos en este ruedo, quiera o no, para que nos secunde en la defensa de uno de los conceptos de una dicotomía, para unos antagónica y para otros complementaria, ésa que encara al campo y sus excelencias con la ciudad y las suyas.


Quien siga estas crónicas ya sabe de qué pie cojeamos al respecto, pero es que el patrocinio de un intelectual como don Miguel no tiene precio, además, bilbaíno de pro, y que escribía allá por 1911 este alegato a la ruralidad: «¡Desdichado del hombre que se aburre si tiene que permanecer solo unos días en medio de la campiña libre! ¡Desdichado del hombre que no puede prescindir del ruido y el trajín de sus prójimos!, porque este tal no se ha encontrado a sí mismo, ni ha sabido siquiera buscarse, ni se ve sino reflejado en los demás». Decía también refiriéndose a la urbe: «La acumulación de excitaciones sensoriales es tal que no puede ser asimilada por el sujeto y ello lleva a eso que se afirma de que en las ciudades "se vive demasiado aprisa"».


Se rumorea que el necio que sabe callar no difiere del sabio en nada y más nos valdría a nosotros acatar tal premisa, enmudecer y dejar que sea Unamuno quien siga hablando, dado que tan bien defendió al campo en multitud de sus obras; pero no, nosotros, como el cuervo del refrán que te saca los ojos, a enredar por nuestra cuenta y riesgo extrayendo provecho de lo ajeno, eso sí, justificándonos en la querencia hacia la gleba, en el sentimiento estético hacia la naturaleza y un poco como consuelo metafísico.


Y con la intención de aplicar nuestra cutre filosofía de indigentes en alabanza del paisaje de hoy, que es lo que se dice rural, rural, arrancamos motores, más bien uno sólo y bicilíndrico, acomodamos las posaderas a horcajadas y enfilamos nuestra montura por esas carreteras de Dios en la convicción de que no hay paisaje rústico feo y con la idea de demostrar que el campo es una liberación frente a la ciudad, le duela a quien le duela.


Es el Valle de Guesálaz el objetivo a alcanzar, cuyo espacio se sitúa al nordeste de la Merindad de Estella y se estira longitudinalmente de Norte a Sur a la vez que el relieve va perdiendo altura según sus dominios se alejan de la Sierra de Andía. Es un valle disperso, pródigo en lugares, con 15 concejos, por lo que nos vemos en la tesitura de dividir la exploración en dos jornadas, así que en esta primera toca auscultar la parte meridional, con visitas a Lerate, Irurre, Garísoain, Muzqui, Arzoz, Esténoz, Viguria, Izurzu y Muniáin de Guesálaz. ¡Buff!, tela marinera, porque, a la vista de lo pretendido, quien mucho abarca poco aprieta.


Asaltamos estas tierras desde el sur, por la NA-7171, y una vez superada la presa, enseguida salta a la vista que en toda esta parte del valle el embalse de Alloz ha marcado impronta. Es una obra de 1930, cuya construcción dejó una huella indeleble en el territorio. Para bien o para mal, hoy se ha convertido también en un centro de ocio que atrae, especialmente en verano, a usuarios del camping, bañistas y marineros de agua dulce, porque tiene escuela de vela y todo. Lerate es un pueblo víctima de esta circunstancia, o hace su agosto, según se mire, pues se ha convertido en receptor de turistas y para evitar agobios ha prohibido la circulación de vehículos forasteros por sus calles, así que toca visita a pata.


Seguimos escalando un poquito hasta Irurre, que tiene un museo de escultura, para seguir hasta Garísoain y Muzqui, sitios desde los que contemplar el valle con mayor perspectiva. El pantano lo preside y nos hace caer en la cuenta de cómo el hombre va convirtiendo poco a poco a la naturaleza en su cuarto de estar, pero que grato es admirar desde aquí arriba esos campos silenciosos de tierra ocre derramados hasta la línea del horizonte.


 
Continuamos nuestro deambular por Arzoz y Esténoz, pueblecitos en los que el color de las piedras se confunde con el color de sus campos; allí se recogen unos pocos vecinos de arraigo y alguno más extemporáneo huyendo de una civilización que va demasiado deprisa y no se deja seguir. Aquí retoman el ánimo perdido y cargan pilas para resistir la semana próxima.


Perseverando, perseverando, recalamos en Viguria, lugar que abraza como un nido. Quién diría que este sitio fue la capital del Valle y quién diría, a parte del Príncipe de Viana, que pudo haber sido la cuna del primer rey de Navarra. Hoy sus habitantes se cuentan con los dedos de una mano y aún sobra alguno. Es un lugar donde impera el recogimiento y el silencio de sus ruinas, en especial las de su solemne palacio, víctima del abandono insensible, de la ingratitud ante pasadas glorias, todavía perseverando indiferente ante el espolio y deterioro. Pero además, hermana en la adversidad es la iglesia de Santa María, presa también del olvido y de la hiedra, hiedra impía obsesionada con devolver a la tierra lo que ya es pura cáscara, y después, que la paz bendiga la soledad del sitio.


Saldamos el día en Izurzu y Muniáin de Guesálaz, dos concejos separados forzosamente del territorio del resto del valle merced a la desafección de Salinas de Oro allá por 1852, que pasó a convertirse en ayuntamiento propio. Son más de lo mismo, lluvia de paz en sus paisajes de soledad y silencio, por lo que sólo cabe agradecer a la naturaleza los favores que nos hace, y es que los que somos de pueblo sabemos que nuestro lugar de nacimiento nos puso anteojeras para la percepción del mundo. Y así, hoy que nos hemos hartado de campo, de sentimiento estético de la naturaleza, finalizamos esta invocación a la ruralidad de nuevo con palabras de don Miguel, quien siendo hijo de una ciudad que nunca dejó de amar, dijo refiriéndose a ella: « Que progrese, sí, que progrese; mas sin que yo lo vea, a ser posible...».