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jueves, 7 de noviembre de 2019

Mañeru - Marañón



Andanza CIX: Mañeru - Marañón
Día: 13/01/2019

Al neófito podría parecerle que viajar en moto es viajar y no ver nada, por aquello de la velocidad del artefacto y porque quien se sube encima se ve en la obligación de llevar la cabeza metida dentro de un recipiente. Este recipiente, además, confina la visión, delimitando la mirada sólo hacia delante, cual burro con anteojeras. Para alguno esto pudiera ser extravío de los sentidos pero no para nosotros y no porque nos consideremos menos asnales que otros apasionados del desplazamiento sobre dos ruedas.

Sí es cierto que la inmediatez, a priori, no permite profundizar en las percepciones, pero también lo es que al buen observador la privación de una mirada exhaustiva le apremia a sintetizar, a atrapar los escenarios sobre la marcha. En cuanto a lo de la contemplación confinada al frente y el vistazo estrecho como método de captura; tiene sus ventajas, pues el que poco abarca mucho aprieta a la hora de entender el pormenor.

Al mismo tiempo, ejercitarse en tomar notas al vuelo es una praxis higiénica para la salud mental, y sobre todo preventiva en cuanto a estrategia para ahuyentar el fantasma del atolondramiento, que por causa de la edad suele hacer acto de presencia en las cabezas con recipiente de los individuos de nuestra quinta. Por consiguiente, el observador exprés, quien al igual que la olla, o sea, rápidamente y a presión, ha de cocinar la información proporcionada por un entorno restringido, jamás viaja sin ver, sino que viaja interpretando realidades a paso ligero, a su modo.

Al final, no tener ni tiempo ni espacio para profundizar termina por convertirse en una especie de atributo del viajero motorizado, viéndose trasmudado por necesidad en técnico superior en retratar fragmentos, y si a base de ver únicamente árboles consigue, a la postre, distinguir un bosque medianamente frondoso, será porque llevar la cabeza embutida entumece solo a medias y a la media cabeza no entumecida no le queda más alternativa que procesar lo suyo más lo que la otra media no consigue dada la adversidad inducida por el artefacto.

Así que hoy, nuestra media cabeza espabilada metida dentro de su recipiente tiene por misión esclarecer lo que pretendemos ver, a retales o, si su confinada capacidad se lo permite, a paño completo. El plan de viaje incluye dos localidades: Mañeru y Marañón. Son de la Navarra Media Occidental, pertenecientes a la Merindad de Estella. Mañeru ubicada en un extremo, en vecindad con la Merindad de Pamplona y Marañón en el contrario, lindando con Álava.

Rumbo a Mañeru arrancamos con un panorama grisáceo y amenazando lluvia y a nuestro transitar por la antigua carretera de Estella-Pamplona se dejan ver, por un lado, esos viajeros con prisa que circulan por la autovía A-12, camino de no se sabe dónde, por el otro, una procesión de peregrinos sin prisa, bien enterados de su destino, avanzando hacia Santiago con la flema de quien se sabe viajero hacia lo interminable, con una meta a casi treinta días vista.

Esos peregrinos acaban de atravesar Mañeru, lugar siempre dispuesto a socorrer a todo exhausto caminante tras las penurias de cuatro kilómetros subiendo desde Puente la Reina. Mañeru es un bonito lugar de unos 420 habitantes, al que un día no demasiado lejano la autovía A-12 despojó de la impetuosidad del tráfico; sin embargo, esta vía rápida ha conseguido atraer nuevos vecinos y sus correspondientes urbanizaciones, porque los 26 kilómetros que lo separan de Pamplona son cosa de pocos minutos.

A vista de pájaro Mañeru es un desorganizado conjunto de calles laberínticas articuladas en torno a pequeñas plazoletas. Su urbanística delata su origen medieval, sin orden ni concierto, sin embargo, esto es lo que le confiere un manifiesto sabor a rusticidad. Sobre este caserío anárquico despunta la parroquia de San Pedro Apóstol, una construcción de estilo neoclásico de finales del siglo XVIII, que vino a sustituir a un edificio anterior de los siglos XVI y XVII. Calles como la de la Luna o la del Sol se encuentran flanqueadas de poderosos caserones a dos o tres alturas, de piedra desnuda o blanco inmaculado en sus fachadas. A sus entresijos se accede a través de recios portalones, guardianes celosos de miradas indiscretas. Sobre ellos, encaramados por encima de dinteles o dovelas, expectantes, se exhiben imponentes blasones pétreos. Son vestigios de ilustres pasados, ahora sólo ornamento.

Mañeru es tierra de vino. Hasta que la filoxera hizo de las suyas, la vid era prácticamente un monocultivo en su término. A día de hoy la extensión ocupada por los viñedos se ha reducido, pero mantiene unos caldos de calidad que se han hecho con varios galardones. Pero como la moto y el vino son malos compañeros de viaje, nos vamos del pueblo sin visitar la bodega ni los bares, por templanza, aunque probablemente también sea porque a horas tan tempranas todo está cerrado.

Casi 60 kilómetros nos separan de Marañón, así que volvemos sobre nuestros pasos hasta Estella y desde aquí, por el corredor del Ega, ponemos proa al nuevo destino. Esta localidad se enclava en una lengua de tierra navarra incrustada en Álava, en un rincón del Alto Ega, donde la vertiente norte de la Peña de Lapoblación ha perdido ya su desnivel. Nuestra llegada se ha visto acompañada por una lluvia indolente empeñada en teñir de gris el paisaje. Como complemento, la neblina se aferra a los tejados disputando con el humo de las chimeneas sobre quien pinta el cielo más blanco.

El río Ega pretende protagonismo mientras discurre sosegadamente por un estirado Marañón al que divide en dos, contenido entre muretes de piedra, no vaya a ser que se desmadre, cosa que no va a pasar hoy a la vista de su estado famélico. Ante una mañana húmeda y fresca pocos son los vecinos atrevidos con la intemperie y lo de pocos es exagerando. Dicen que aquí viven 52 almas y así será si lo dicen, pero hoy no están por la labor de mostrarse. Nosotros, sabiendo que no hay mejor sitio donde encontrar almas que en la iglesia, y sabiendo también la obstinación de todo templo por encaramarse, mirando hacia arriba hemos visto su impresionante mole en las alturas. Para llegar allí hay que trepar un poco por callejas ensortijadas y empinadas, hasta alcanzar una pequeña plaza donde se yergue chuleando de iglesia-fortaleza. De no ser por los tiempos que corren, su empaque asustaría a los feligreses. Dicen que alberga un retablo hispano-flamenco de lo mejorcito de Navarra, pero como está cerrada a cal y canto nos quedamos con las ganas.
Y puestos a entrar en calor por aquello de las humedades, nos damos a caminar por las callejuelas de Marañón, que bien lo merecen, descubriendo en sus recovecos algún que otro caserón con zaguán destartalado, y entramados y  voladizos de porte vetusto, y hasta un palacete del siglo XIX un poco fuera de lugar, y nos enteramos que perteneció al escritor Ramiro de Maeztu, el de la Generación del 98.  Entonces, como la mañana se va acabando, la humedad sigue campando a sus anchas, aquí no hay donde echar un bocado, hemos de irnos con la música a otra parte, que en este caso es ruido de escape, buscando un lugar donde templar nuestra desazón de apetentes.














miércoles, 4 de septiembre de 2019

Luzaide/Valcarlos

Andanza CVIII: Luzaide/Valcarlos

Día: 30/12/2018

Seguramente es sólo sugestión a la vista de lo que se avecina, pero medio en sueños nos ha parecido oír el olifante de Roldán pidiendo auxilio. El tañedor era el Roldán medieval, el Par de Francia, y no el de aquí, el mangante contemporáneo, porque ése nunca ha sabido tocar ningún instrumento. Dicen las crónicas que el Roldán medieval la palmó subido en un peñasco en el alto de Ibañeta, soplando el olifante, que es una trompeta rústica hecha de cuerno de cabra. Dicen que sopló tarde y mal, por orgulloso. No quiso avisar a su tío, que estaba tan tranquilo en Valcarlos, echando una partida de ajedrez. Por no pedir socorro a tiempo, entre moros y vascones le comieron la tostada, a él, al arzobispo Turpin, a Oliveros y a la flor y nata de la caballería francesa. Y cuando su tío Carlomagno, que andaba a la caza del alfil de su contrincante, oyó a lo lejos el bramar del olifante, se dijo: ¡Ay, Dios, ya me han jodido los moros la retaguardia!

Efectivamente, los moros y esos otros que no eran moros sino montañeses de por allí, algunos parientes lejanos de los moros, le dieron matarile a Roldan y a los suyos según volvían a casa, en venganza por echar abajo las murallas de Pamplona. Carlomagno no llegó a tiempo y el infortunado Roldán pagó los platos rotos, por ir el último y también un poco por macarra. Más le hubiera valido pedir auxilio antes, pero no, -pa chulo yo, que puedo con todos- pensó, y así le lució el pelo.

A la vista está que cruzar los Pirineos en aquellos tiempos tenía sus riesgos y Roldán lo experimentó en sus propias carnes. A nosotros hoy nos toca ir para esas tierras y de ahí que nos hayamos levantado sugestionados con el ruido del olifante avisador de peligros. Pero, bien pensado, no era lo mismo transitar por los Pirineos en el siglo VIII que hacerlo en la actualidad. Ahora no hay moros ni vascones cabreados al acecho en los desfiladeros, que se sepa. Ni nosotros hemos destruido las murallas de Pamplona; es más, ni siquiera teníamos intención de pasar por la capital, por si acaso.

Entonces, no hay miedo. Al contrario, cuando toca visita al Pirineo aceptamos el destino cual bendición del cielo y cumplimos la misión sin vacilaciones y con poca prisa, deleitándonos, a sabiendas de que tras la consumación de esta Andanza siempre nos quedará un regusto amable, saturado de verde, de azul, de horizontes cerrados por montañas y de horizontes abiertos por valles. Y como la providencia tutelada que nos mueve dice que debemos ir a Valcarlos, asegurados están semejantes gozos.

El pobre Roldán no llegó a Valcarlos porque no lo dejaron, ni en su trance debió disfrutar mucho del Pirineo. Una pena lo de ese señor. Nosotros sí vamos dispuestos a hacerlo y engrosar sensaciones y para ello, como aperitivo, nada mejor que aproximarnos rodando por la NA-1720, atravesando el valle de Arce de Sur a Norte, a contracorriente del río Urrobi. Son paisajes para ir abriendo boca. El Urrobi es un río humilde que sólo mantiene ese nombre durante 32 kilómetros, hasta desvanecerse en el embalse de Itoiz. Aunque de vida efímera es bravío, de aguas cristalinas, siempre empecinadas en erosionar el roquedo con un constante martilleo. Y así, con el rumor de sus ímpetus, nos acompaña hasta un camping que le ha cogido prestado el nombre al río, situado a la vera de la N-135, serpenteando las quebraduras de un terreno en continuo ascenso.

Luego viene una llanura y, un poco más allá dirección Francia, asoma Burguete, que es un pueblo-calle pirenaico, cuya arquitectura es fiel reflejo de la extrema climatología de la zona, y de cuyas bondades ya dimos cuenta en la Andanza XX, allá por junio de 2014, así que quien quiera refrescarse la memoria ya sabe dónde. En seguida y antes de empezar a trepar por Ibañeta está Roncesvalles, pero también pasamos de largo porque todavía no toca visita a este lugar, sin embargo aquí ya se nota la huella de Roldán. Hay una estatua suya reciente junto a la Colegiata, en la que se le representa agonizando al lado de su caballo después de que los moros, o los vascones, o quien fuera le dieran pal pelo. El olifante se le ha caído entre las piernas, en un sitio que da pie a que las mentes sucias vean a Roldán como un superdotado, y no precisamente por tener un coeficiente intelectual elevado.

Continuamos rodando un poco cuesta arriba, hasta encaramarnos en Ibañeta. Donde culmina la carretera está la ermita de san Salvador y un poco a la izquierda otro monumento en recuerdo de Roldan. Es un monolito expoliado recientemente. Algún coleccionista de recuerdos se ha llevado la espada y las mazas que lo adornaban. Desde aquí la carretera se deja caer hasta Luzaide/Valcarlos -ese es el nombre oficial de nuestro destino- por una pendiente estrecha y vertiginosa, aunque de fascinante panorámica, adornada hoy con jirones de niebla  enredados entre su espeso arbolado.

Luzaide/Valcarlos es un pueblo de barrios diseminados y montaraces, situado a 2 kilómetros de la frontera, a unos 64 de Pamplona y 12 de Saint Jean Pied de Port, ya en territorio francés, en la muga con la Baja Navarra, en lo que fue la Tierra de Ultrapuertos, perteneciente al antiguo Reino de Navarra. Por esa proximidad los vínculos entre las gentes de ambos lados de la frontera son muy intensos, al margen de cualquier división administrativa.

Valcarlos se dispone en un valle angosto y abrupto, asediado por bosques plagados de innumerables regatas que se precipitan en caída libre. Tiene algo menos de 400 habitantes cobijados en esos barrios de los que hablábamos, desparramados, esquivos y díscolos. Son los barrios de Aitzurre, Azoleta, Bixcar, Elizaldea (núcleo principal donde se concentran los servicios), Gaindola, Gainekoleta, Pekotxeta y Ventas o Pertole. Este último, como su nombre indica, está enteramente entregado al comercio, al cual los vecinos franceses acuden a surtirse de aquellos productos que en su país son un pelo más caros.

No sólo de leyendas carolingias vive Valcarlos. Es la puerta española del Camino de Santiago, lugar de pausa y acopio de ánimo de todos aquellos peregrinos decididos a acometer la subida a Ibañeta, para después dejarse caer hasta Roncesvalles, punto de parada histórica. Un monumento evoca la tradición jacobea de Valcarlos. De la mano de Jorge Oteiza surgieron seis estelas antropomorfas con las que el autor simbolizó el milagro del peregrino muerto en los puertos de Cize que es llevado a Santiago por el propio Apóstol. Se encuentra frente a la iglesia, en el barrio de Elizaldea.

Ya es media mañana y un jirón de niebla desgajado de las alturas se ha empeñado en arropar una parte de Valcarlos. Encima de su caserío está enzarzado en una lucha a brazo partido con el sol. En este rifirrafe parece que tiene las de ganar el sol, sobre todo porque a estas horas ya se ha hecho fuerte y tiene el suficiente poder para disipar con sus casi 18 grados a la niebla timorata. Nosotros observamos la pelea desde la terraza de la Venta Ardandegia, con un plato de calamares y vino para acompañar, discurriendo sobre qué lugar es el más idóneo para comer hoy. Se nos ha ocurrido que ese sitio es Nagore, viejo conocido, desandando lo andado por el valle de Arce y donde el río Urrobi pierde su nombre. Que así sea. 


miércoles, 24 de abril de 2019

Lumbier - Lúquin

Andanza CVII: Lumbier - Lúquin

Día: 23/12/2018

Amanece otro día de hambre y sed. Hambre y sed de ir por esos mundos, cual viajeros empedernidos, aunque sea en torno a nuestro ombligo. Porque, como no nos cansamos de repetir, estas Andanzas son de vecindad, y, en consecuencia, somos presa de la envidia ante aquellos que emprendieron grandes viajes. Por ejemplo, los de la Antigüedad, cuando insignes aventureros debían hacer frente a todo tipo de vicisitudes, enfrentándose a finales impredecibles. Y es que, comparativamente, viajar hoy en día tiene escaso mérito; pues, ya sea yéndose a las antípodas, ya sea yéndose a la Luna, todo está planificado y bajo control.

Y habiendo traído a colación los grandes viajes y viajeros de la Antigüedad y puestos a ser envidiosos, nos da mucha pelusa el viaje realizado por el patriarca Abraham en unión de sus familiares, entre ellos su sobrino Lot, del cual el Génesis da cumplido relato. Abraham y la cuadrilla se fueron desde Ur, en Mesopotamia, hasta las tierras de Canaán, en Palestina, y los muy valientes se fueron sin mapa. Cierto es que no fue idea suya, sino por mandato divino, alentados con la promesa de medrar. Aún así, eso sí es una andanza para culos inquietos y no las nuestras. Más de 1500 kilómetros a pinrel en búsqueda de la Tierra Prometida, en una travesía plagada de peripecias.

Para empezar, ocurre, y es lo malo de un viaje tan largo y al que se apunta tanta gente, que siempre hay fricciones en la convivencia. Unos quieren ir por aquí, otros quieren ir por allá, algunos quieren visitar esto, otros quieren ver aquello, que si los gastos a medias, que si con el dinero de todos tu vas a vinos y yo voy a agua, etc, etc. Y eso le pasó a Abraham, quien terminó riñendo con su sobrino Lot, y riñó por una nimiedad, por cosa de ovejas. Se ve que cada uno llevaba su propio rebaño para ir sacrificando en honor a Jehová y de paso para el sustento del día a día, y parece ser que las ovejas más espabiladas siempre se comían los mejores pastos. Como las ovejas más espabiladas eran del mismo, antes de que llegara la sangre al río, decidieron separarse y cada uno tiró por su lado.

Abraham dejó elegir a Lot y éste optó por irse al valle del Jordán, porque era de regadío; entonces, Abraham determinó quedarse en Hebrón. Probablemente, Lot, muy astuto, ya sabía que en el valle del Jordán, además de ser de regadío, era donde se ubicaban Sodoma y Gomorra, dos ciudades de gran renombre por su ambiente. Por consiguiente, Lot, junto con su familia, se fue a vivir a Sodoma y... ¡a disfrutar, que son dos días!

Pero Lot no debía saber a ciencia cierta de qué pie cojeaban en Sodoma y tampoco que Jehová llevaba tiempo un poco mosqueado con este ambiente tan liberal. Para colmo, sus habitantes eran muy ruidosos, así que Jehová, enfadado, no sólo por sus aficiones, sino, sobre todo, por el ruido que metían cuando las ponían en práctica, decidió que aquello no podía continuar así. El pobre Lot ya había conseguido casa en Sodoma, no se sabe si en propiedad o en alquiler, cuando recibió un soplo divino comunicándole que dos ángeles vendrían a destruir la ciudad. Lot salió a recibirlos al anochecer a la puerta de la muralla, porque no se fiaba un pelo de las intenciones de los lugareños, todos muy cariñosos hacia los forasteros. A hurtadillas y a oscuras se los llevó a su casa para evitar muestras de afecto hacia sus personas, sin embargo, los del pueblo, barruntando la presencia de los recién llegados, se presentaron en la casa de Lot con la intención de darles mimos. Lot salió a la puerta y les dijo que eran sus invitados y que si querían entretenerse les dejaba a sus hijas, pero los de Sodoma porfiaron para que salieran los dos mancebos, de lo contrario el propio Lot se convertiría en objeto del deseo.

Cuando, desde detrás de la puerta, los ángeles se percataron de las pretensiones de los de Sodoma, cogieron a Lot del pescuezo y lo metieron para dentro, y en uso de sus poderes cegaron a los sodomitas. Estos, desconcertados, comenzaron a darse cabezazos contra la pared de la casa, insistiendo en encontrar la puerta, obstinados en echarle la zarpa a los ángeles, quienes, muy ofendidos con el apasionamiento de los vecinos, comunicaron a Lot que debía hacer las maletas y marcharse de Sodoma junto con su familia a la mañana siguiente, porque visto el mucho vicio que había allí, iban a arrasar el pueblo hasta los cimientos.

El pobre Lot, después del largo trayecto recorrido para llegar a Sodoma y cuando pensaba que ya había alcanzado la tranquilidad de la Tierra Prometida, se vio de nuevo desarraigado, y otra vez de viaje, pateando caminos; además, el valle del Jordán pasó de ser de regadío a convertirse en un secarral, porque los ángeles se dedicaron toda esa mañana a echar azufre ardiendo, no sólo en Sodoma, sino también en Gomorra y otros pueblos de alrededor, no fuera a ser que las costumbres de los de Sodoma fueran contagiosas, y así, muerto el perro, se acabó la rabia, o al menos eso pensaron los ángeles.

Lot, finalmente, terminó acomodándose en una cueva en el monte junto a sus dos hijas, dado que su mujer, por cotilla, acabó convertida en estatua de sal a poco de abandonar Sodoma, y en esa cueva también pasaron otras cosas dignas de ser contadas, por intermediación del vino, pero que dejaremos para otro día, dado que aún hemos de narrar nuestro viaje, ése de andar por casa, sin tantos avatares como el de Lot, y, sobre todo, porque es para lo que estamos aquí. Por consiguiente, después de marear la perdiz, nos consolaremos con la sencilla Andanza que tenemos por delante, y porque el placer de la moto, de la que no disfrutaron ni Abraham ni Lot, suple otras carencias.

Ya centrados en nuestro peregrinaje particular, vamos a seguir los dictados de una providencia amañada, y ésta nos encamina en la jornada de hoy hacia Lumbier y Lúquin. La dichosa providencia, a fin de darle emoción a la hazaña, ha hecho que, a poco de salir camino de Lumbier, se haya apuntado al viaje una obstinada niebla, empeñada en envolvernos a ratos con su húmedo abrazo. De nada sirve hacerle saber que no nos es grata su compañía. Es dura de oído. Así que, en camaradería con las tinieblas blancas hemos curveado por los altos de Lerga y Aíbar, desde donde el mundo se deja ver como un mar de nubes, pues la bruma se ha apoderado del fondo de los valles. Por suerte, a las puertas de Lumbier nos da un respiro, y es que el calor irradiado por el pueblo la ha disipado un poco, y así nos permite comprobar fehacientemente que hemos acertado a llegar a nuestro primer destino.

Lumbier está situado al pie de la estribación Oeste de la Sierra de Leire, y se acomoda a la vera de un tramo meandriforme del río Salazar, muy cerca de su confluencia con el río Irati, a 39 kilómetros al Este de Pamplona y bien enlazado por la autovía del Pirineo. Aquí ya se barruntan sus montañas, cuyos relieves van dejándose ver en lontananza. Lumbier es una villa asentada a dos niveles: lo más viejo sobre un altozano y lo más nuevo a sus pies. Y como el día no acompaña, sus pocos más de 1300 habitantes no se prodigan por las calles, ni en las de arriba ni en las de abajo. Son escasos los que se atreven con la niebla. Nosotros sí porque estamos obligados. Entonces, como lo más interesante está arriba, subimos a lo viejo para husmear entre sus callejuelas, que las tiene, y muchas, siendo como es un pueblo de traza medieval. A la vista de que lo más práctico en Lumbier es caminar, la moto se queda aparcada en la Plaza Mayor y a pinrel, imitando a Abraham y Lot, pateamos los alrededores de la iglesia de la Asunción y la calle Mayor, que bien merece una peregrinación, jalonada de caserones con recias portaladas ennoblecidas. Deambulamos también, medio perdidos, por algún que otro pasaje de su enmarañado laberinto urbano, hasta llegar a la calle de Las Cruces, que sirve de balcón con vistas al río Salazar. Y dado que el andar da hambre de almorzar, hemos descubierto durante nuestro caminar que para dar socorro al hambriento de media mañana, en la calle Mayor y sus contornos hay más de un sitio y más de dos. A discreción.

Almorzados y ahuyentado el temor a la niebla, es hora de volver sobre nuestros pasos, camino de Tierra Estella, a Lúquin, de donde nos separan casi 90 kilómetros, ahora acompañados de un sol timorato, pero sol al fin y al cabo. Lúquin ha crecido en el piedemonte suroeste de Montejurra, entre Urbiola y Arróniz, a 10 kilómetros de Estella, a desmano de la agitación urbana pero muy a mano en distancia, porque tiene la autovía A-12 a tiro de piedra. No llegan a 150 los vecinos que se deleitan con vistas a Montejurra y Monjardín y con vivir en un pueblo diáfano y sereno, cargado de casas blasonadas de los siglos XVI, XVII y XVIII. Los feligreses de Lúquin también gozan de dos iglesias, entre las que han de repartir su devoción: la de San Martín Obispo, de origen medieval muy modificada, a la que se le ha añadido una impresionante portada barroca, donde se ha subido el señor obispo para pasar lista a ver quien falta a misa, y la basílica de los Remedios, ésa toda barroca, en cuya portada también se ha encaramado la Virgen, pero ésta, más condescendiente, no pasa lista, que se sepa.


Por Lúquin atraviesa una variante del Camino de Santiago muy bien venida para ambientar el pueblo. Todo peregrino que reniega de pasar por Villamayor de Monjardín transita por aquí camino de tierras gallegas, sólo le faltan unos 700 kilómetros. A nosotros algo menos. Nuestra peregrinación de hoy termina en Lúquin, a 12 kilómetros de casa y a tiempo para tomar el vermut. Bien pensado, ya no nos dan tanta envidia las andanzas de Abraham y Lot, en aquellos tiempos no había ni motos ni vermut, y sí unos ángeles con malas pulgas echando azufre ardiendo por un quítame allá esas pajas.