Andanza
CIX: Mañeru - Marañón
Día:
13/01/2019
Al
neófito podría parecerle que viajar en moto es viajar y no ver nada, por
aquello de la velocidad del artefacto y porque quien se sube encima se ve en la
obligación de llevar la cabeza metida dentro de un recipiente. Este recipiente,
además, confina la visión, delimitando la mirada sólo hacia delante, cual burro
con anteojeras. Para alguno esto pudiera ser extravío de los sentidos pero no
para nosotros y no porque nos consideremos menos asnales que otros apasionados
del desplazamiento sobre dos ruedas.
Sí es
cierto que la inmediatez, a priori, no permite profundizar en las percepciones,
pero también lo es que al buen observador la privación de una mirada exhaustiva
le apremia a sintetizar, a atrapar los escenarios sobre la marcha. En cuanto a
lo de la contemplación confinada al frente y el vistazo estrecho como método de
captura; tiene sus ventajas, pues el que poco abarca mucho aprieta a la hora de
entender el pormenor.
Al
mismo tiempo, ejercitarse en tomar notas al vuelo es una praxis higiénica para
la salud mental, y sobre todo preventiva en cuanto a estrategia para ahuyentar
el fantasma del atolondramiento, que por causa de la edad suele hacer acto de
presencia en las cabezas con recipiente de los individuos de nuestra quinta.
Por consiguiente, el observador exprés, quien al igual que la olla, o sea,
rápidamente y a presión, ha de cocinar la información proporcionada por un
entorno restringido, jamás viaja sin ver, sino que viaja interpretando
realidades a paso ligero, a su modo.
Al
final, no tener ni tiempo ni espacio para profundizar termina por convertirse
en una especie de atributo del viajero motorizado, viéndose trasmudado por
necesidad en técnico superior en retratar fragmentos, y si a base de ver
únicamente árboles consigue, a la postre, distinguir un bosque medianamente
frondoso, será porque llevar la cabeza embutida entumece solo a medias y a la
media cabeza no entumecida no le queda más alternativa que procesar lo suyo más
lo que la otra media no consigue dada la adversidad inducida por el artefacto.
Así
que hoy, nuestra media cabeza espabilada metida dentro de su recipiente tiene
por misión esclarecer lo que pretendemos ver, a retales o, si su confinada capacidad
se lo permite, a paño completo. El plan de viaje incluye dos localidades:
Mañeru y Marañón. Son de la Navarra Media Occidental, pertenecientes a la
Merindad de Estella. Mañeru ubicada en un extremo, en vecindad con la Merindad
de Pamplona y Marañón en el contrario, lindando con Álava.
Rumbo
a Mañeru arrancamos con un panorama grisáceo y amenazando lluvia y a nuestro
transitar por la antigua carretera de Estella-Pamplona se dejan ver, por un
lado, esos viajeros con prisa que circulan por la autovía A-12, camino de no se
sabe dónde, por el otro, una procesión de peregrinos sin prisa, bien enterados
de su destino, avanzando hacia Santiago con la flema de quien se sabe viajero
hacia lo interminable, con una meta a casi treinta días vista.
Esos
peregrinos acaban de atravesar Mañeru, lugar siempre dispuesto a socorrer a
todo exhausto caminante tras las penurias de cuatro kilómetros subiendo desde
Puente la Reina. Mañeru es un bonito lugar de unos 420 habitantes, al que un
día no demasiado lejano la autovía A-12 despojó de la impetuosidad del tráfico;
sin embargo, esta vía rápida ha conseguido atraer nuevos vecinos y sus
correspondientes urbanizaciones, porque los 26 kilómetros que lo
separan de Pamplona son cosa de pocos minutos.
A
vista de pájaro Mañeru es un desorganizado conjunto de calles laberínticas
articuladas en torno a pequeñas plazoletas. Su urbanística delata su origen
medieval, sin orden ni concierto, sin embargo, esto es lo que le confiere un
manifiesto sabor a rusticidad. Sobre este caserío anárquico despunta la
parroquia de San Pedro Apóstol, una construcción de estilo neoclásico de
finales del siglo XVIII, que vino a sustituir a un edificio anterior de los
siglos XVI y XVII. Calles como la de la Luna o la del Sol se encuentran
flanqueadas de poderosos caserones a dos o tres alturas, de piedra desnuda o
blanco inmaculado en sus fachadas. A sus entresijos se accede a través de
recios portalones, guardianes celosos de miradas indiscretas. Sobre ellos,
encaramados por encima de dinteles o dovelas, expectantes, se exhiben
imponentes blasones pétreos. Son vestigios de ilustres pasados, ahora sólo
ornamento.
Mañeru
es tierra de vino. Hasta que la filoxera hizo de las suyas, la vid era
prácticamente un monocultivo en su término. A día de hoy la extensión ocupada
por los viñedos se ha reducido, pero mantiene unos caldos de calidad que se han
hecho con varios galardones. Pero como la moto y el vino son malos compañeros
de viaje, nos vamos del pueblo sin visitar la bodega ni los bares, por
templanza, aunque probablemente también sea porque a horas tan tempranas todo
está cerrado.
Casi 60 kilómetros nos
separan de Marañón, así que volvemos sobre nuestros pasos hasta Estella y desde
aquí, por el corredor del Ega, ponemos proa al nuevo destino. Esta localidad se
enclava en una lengua de tierra navarra incrustada en Álava, en un rincón del
Alto Ega, donde la vertiente norte de la Peña de Lapoblación ha perdido ya su
desnivel. Nuestra llegada se ha visto acompañada por una lluvia indolente
empeñada en teñir de gris el paisaje. Como complemento, la neblina se aferra a
los tejados disputando con el humo de las chimeneas sobre quien pinta el cielo
más blanco.
El
río Ega pretende protagonismo mientras discurre sosegadamente por un estirado
Marañón al que divide en dos, contenido entre muretes de piedra, no vaya a ser
que se desmadre, cosa que no va a pasar hoy a la vista de su estado famélico.
Ante una mañana húmeda y fresca pocos son los vecinos atrevidos con la
intemperie y lo de pocos es exagerando. Dicen que aquí viven 52 almas y así
será si lo dicen, pero hoy no están por la labor de mostrarse. Nosotros,
sabiendo que no hay mejor sitio donde encontrar almas que en la iglesia, y
sabiendo también la obstinación de todo templo por encaramarse, mirando hacia
arriba hemos visto su impresionante mole en las alturas. Para llegar allí hay
que trepar un poco por callejas ensortijadas y empinadas, hasta alcanzar una
pequeña plaza donde se yergue chuleando de iglesia-fortaleza. De no ser por los
tiempos que corren, su empaque asustaría a los feligreses. Dicen que alberga un
retablo hispano-flamenco de lo mejorcito de Navarra, pero como está cerrada a
cal y canto nos quedamos con las ganas.
Y puestos a entrar en calor por aquello de las
humedades, nos damos a caminar por las callejuelas de Marañón, que bien lo
merecen, descubriendo en sus recovecos algún que otro caserón con zaguán
destartalado, y entramados y voladizos
de porte vetusto, y hasta un palacete del siglo XIX un poco fuera de lugar, y
nos enteramos que perteneció al escritor Ramiro de Maeztu, el de la Generación
del 98. Entonces, como la mañana se va
acabando, la humedad sigue campando a sus anchas, aquí no hay donde echar un
bocado, hemos de irnos con la música a otra parte, que en este caso es ruido de
escape, buscando un lugar donde templar nuestra desazón de apetentes.