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miércoles, 28 de junio de 2017

Valle de Izagaondoa

Andanza LXXXVI: Izagaondoa, Valle de

Día: 17/04/2017

¡La verdadera Arcadia! Sí señor, sospechamos, así, a ojo de buen cubero, que nos hemos topado con la verdadera Arcadia, la de la exaltación del mundo rural, aunque sea por esa predisposición nuestra tan notoria -que ya nos conocemos-, y sabiendo que compartirá este honor en breve, tan pronto como descubramos la siguiente, que será seguramente no tardando mucho. Pero lo cierto es que ésta de hoy nos ha parecido la buena, la Arcadia Feliz, la cantada por los poetas alejandrinos, por Virgilio, por Ovidio, por Sannazaro, por Sidney, por tantos otros. Y, además, aquí al lado.

Es verdad que la Arcadia elucubrada por todos éstos es un cuento chino, porque la real, allá en el Peloponeso asilvestrado, era en la Antigüedad como muy cutre, un secarral vamos, llena de rústicos bestiajos, y de describirla tal cual ya se encargó en su día Polibio, que era de la tierra, historiador formado en Roma y más objetivo y menos poético que la panda de golfos anteriores (bueno, no todos, pero alguno mucho. ¡Qué pájaro el Ovidio ése!). Pero es que nosotros somos mucho de cuentos y nos los creemos, por lo menos los domingos, a la hora de poner en ejecución nuestras Andanzas por la Navarra bucólico-pastoril y qué bonita es.

Hoy, el valle de Izagaondoa, es la Arcadia fascinante, es tierra que se nos antoja utópica y perdida, en la que hasta nos imaginamos pastores por sus agrestes paisajes, disfrutando de su quehacer ovejero mientras cantan, tocan la flauta y disfrutan de sus amoríos a la sombra de una arboleda, junto a un arroyo que fluye. Que sí, que ya sabemos que es mucho imaginar, pero…

El caso es que el valle de Izagaondoa, en plan sosia de la Arcadia mítica y soñada, admite comparación, con pastores o sin ellos. Es un valle prepirenaico, situado a 29 kilómetros al sureste de Pamplona, encajado entre la carretera NA-150 (Pamplona-Lumbier) al norte y la autovía del Pirineo al sur. Poco frecuentado, en su mayor parte arrinconado y gran desconocido, es muy de colmar sensibilidades exigentes por su avalancha de naturaleza, sereno y dulce. Sus pueblos se recogen, al abrigo de crudezas, en la hondonada que forman la sierra de Gongolaz por el norte y este y la Peña Izaga por el sur. Son nueve pequeños lugares habitados los que articulan el municipio, entre todos suman menos de 180 almas, privilegiadas eso sí, y repartidas entre Idoate, Lizarraga, Zuazu, Reta, Ardánaz, Iriso, Urbicáin, Turrillas e Induráin, y eso sin contar los despoblados de Beróiz, Guerguitiáin, Izanoz y Mendinueta, porque lo de visitar despoblados lo dejaremos para cuando cambiemos las ruedas de carretera por las de tacos.

En un excelente día primaveral, nuestra visita ha comenzado por el extremo occidental del valle, el más expedito y visible, donde se asientan Idoate y Lizarraga de Izagaondoa, pueblos que en la lejanía representan la paz propia del ideal campestre y en la proximidad también, pues acercarse a ellos es palpar la armonía que emana de la naturaleza, es sentir la libertad que regala la vida lejos de los problemas de la gran urbe, sobre todo para quienes escapan de ella durante el fin de semana y vacaciones, que por aquí son muchedumbre. En un entorno así, hasta nos daba vergüenza hacer enmudecer, con el bramar de la moto, ese suave suspiro del aire empecinado en hacer batir las hojas en aleteo rítmico, ante el que los pájaros, envidiosos, respondían con su agitado trinar. Una pena no ser pastores para únicamente hacer ruido tocando la flauta, que es lo que aquí pega, pero nos debemos a nuestra misión motorizada y estrepitosa.

Y seguimos, penetrando ahora hacía el Izagaondoa más recóndito, el que se cobija a ambos lados de la carretera NA-2400 y a la sombra septentrional de la Peña Izaga, por cuyas faldas se dejan caer arroyadas labrando cauces y barrancos, cual enormes zarpas desgarrando su piedemonte. Los pueblos han aprovechado la depresión para asentarse, pero algunos han osado auparse en atalayas. Zuazu nos recibe desde la elevación de su loma, expectante ante quienes se aventuran a internarse en el valle por sus dominios. Nosotros hemos sido bien recibidos, hasta hemos encontrado un vecino motero con quien departir un rato. A renglón seguido está Reta, también es pueblo centinela de altura, después, poco a poco, el resto de lugares van dejándose ver entre prados y arboledas. Muestran celosos sus tesoros, sus iglesias, la mayoría de origen románico, sus fuentes, sus palacios rústicos, sus caserones vetustos… Finalmente, el pequeño lugar de Induráin cierra el valle por el este, pequeño pero de nombre sonoro. Nos despide, dominante y un tanto aislada sobre su montículo, la iglesia del pueblo. Sabe que es objeto de nostalgia, retrato de nuestro sueño de armonía y ruralidad.

Concluimos ya saciados de bucolismo, pero sin haber encontrado a ningún ovejero, ni cabrero, ni vaquero, ni siquiera porquero, que tan estupendamente hubiera encajado en este valle, hemos añorado aquellos lejanos tiempos idílicos, reflejados en figuras como la del ladino Iñigo López de Mendoza, poeta de pluma (de escribir) y espada, quien pululaba por su Arcadia particular ataviado con pelliza de pastor, allá por la Liébana cántabra, seduciendo serranas entre florestas y arroyos, y es que no es de extrañar porque el señor marqués tenía un pico de oro y componía que ya, ya...

Moçuela de Bores
allá do la Lama
púsom'en amores...

Señora, pastor
seré si queredes:
mandarme podedes,
como á servidor:
mayores dulçores
será á mí la brama
que oyr ruyseñores.

Asy concluymos
el nuestro proçesso
sin facer exçesso,
é nos avenimos.

É fueron las flores
de cabe Espinama
los encobridores.

Hasta nosotros, como Don Quijote, estamos por hacernos pastores. ¡Omar, pásanos el manual!


















miércoles, 21 de junio de 2017

Iturmendi

Andanza LXXXV: Iturmendi

Día: 19/03/2017

Allá por la noche de los tiempos, hubo una época en que se debía cumplir con un deber inexcusable, unos pocos lo hacían voluntariamente o de buena gana, otros muchos con indiferencia, algunos a rastras y otros, sencillamente, hacían mutis por el foro. Era ese deber exclusivo de varones, que sólo recuerdan quienes peinan canas y si no las peinan es porque se las tiñen o, también puede ser y es lo más probable, que ya no peinen nada. Resulta que, para hacer efectivo el cumplimiento de este deber se te llevaban de tu casa, para hacerte un hombre decían, te uniformaban de un determinado color, te metían en unos barracones y te enseñaban jerarquía y las industrias de la milicia, y después de mucho bregar por esos montes de Dios (los más pringados), cuando te devolvían a tus padres, te despachaban con una cartilla en la que, entre otras cosas,  evaluaban tus destrezas en el ejercicio castrense.

“La Blanca” le decían al librillo de marras, y en él, en el apartado de “valor”, solía dársele al calificado el beneficio de la duda con un “se le supone”, más que nada porque desde el 39 muy pocos se vieron en la tesitura de ir a pegar tiros de verdad por ahí y demostrar valor o salir por patas. Si para los varones éste era por aquel entonces un criterio de valor, se nos ha ocurrido aquí una forma de diagnosticar este atributo respecto algunas mujeres, las mujeres moteras; no las que pilotan motos, que haberlas haylas, sino de las que se suben sin susto en la parte de atrás de ese engendro mecánico que es una moto, donde todas las incomodidades tienen su asiento y los riesgos rondan. A ellas el valor no se les supone, lo derrochan a raudales.

Como el tiempo todo lo cura y si no lo cura lo encallece, resulta que las moteras experimentadas han logrado ahuyentar estos miedos, o por lo menos apaciguarlos, depositando una confianza ciega en el insensato que conduce. Eso lo hace la costumbre y es nuestro caso, porque el roce hace el cariño y la moto es vehículo de contacto, así que al final, tras tantos y tantos años sobre la moto y miles y miles de kilómetros recorridos, quien ocupa el asiento trasero de la Perla Negra ha terminado por fiarse de cierto energúmeno. Eso es tener fe y mucha.

Pero hay casos de valentía extraordinarios y hoy hemos tenido la ocasión de comprobarlo. El otro día una amiga, inexperta en esto de la moto, alrededor de unos refrescos y unas cervezas, tuvo noticia de nuestra siguiente salida, que sería a Iturmendi, o sea, la de hoy, y que en esta ocasión no iríamos solos sino acompañados por otro amigo común motero, y va la chica, sin pensárselo dos veces, y se apunta a la ruta. Eso es tener arrojo y mucho, porque desconocía las habilidades del piloto y porque la moto para la que reservó billete se trataba de una RR, una Kawasaki Ninja, es decir, una de esas casi de carreras, en las que no hay donde agarrarse a no ser al propio piloto como una lapa, y en la que se va subido en un minúsculo y duro asiento sobreelevado, como en un andamio, en postura fetal; vamos, lo ideal para, a la primera experiencia, cogerle odio eterno a las motos.

Para más escarnio, la ruta a realizar es de las de armas tomar: puerto de Lizarraga para bajar hasta la Barranca y puerto de Urbasa para el retorno por las Améscoas. Un trayecto no apto para gente con vértigo. Aún así, nuestra amiga, llegado el momento, no ha dudado en subirse a la máquina de tormento con ánimo estoico. Algo terrorífico barruntaba pero la esencia femenina no se achanta ante nada. Bien es cierto que el espléndido día y las vistas  contribuían a templar la angustia que produce en una neófita comprobar cómo la moto se inclina más y más en las curvas. ¡Qué se cae!, ¡qué se cae!, y al final no se cae. Pero los sustos ahí quedan, uno detrás de otro.

En fin, que mientras alguna sufría, otros, algo más curtidos en lides moteras, disfrutamos de una ruta espectacular deslizándonos carretera abajo desde el alto de Lizarraga, porque Iturmendi está situado en el valle de la Burunda, dentro del llamado corredor de la Barranca, por el que discurre apaciblemente el río Araquil, a unos 45 kilómetros de Pamplona. Su término municipal limita al norte con Ataún (Guipúzcoa), al este con Bacáicoa, al sur con la Sierra de Urbasa y al oeste con el municipio de Urdiáin. Allí nos hemos plantado a la hora de misa y nuestra amiga ha podido dar gracias al Altísimo por llegar con bien al pueblo, desde la puerta, eso sí, más que nada por no molestar a los feligreses que ya estaban dentro del templo.

Los casi 400 habitantes de Iturmendi se cobijan en un lugar de apariencia apacible a la sombra de la mole de San Donato y del verde manto de la vertiente norte de la sierra de Urbasa. Tampoco aquí parece haber prisas y menos un domingo. Sólo la tienen quienes transitan por la cercana autovía A-10. Allá ellos. Nosotros, tras comprobar la recia estampa y solidez de los caserones de Iturmendi y haber hecho hambre, determinamos que nuestra amiga aún era capaz de seguir sobrellevando su martirio particular, así que, puerto de Urbasa para arriba hasta Eulate, a almorzar, que con la panza llena cualquier mal es menor.
De postre, una ración de curvas a buen ritmo hacia Estella, para santificar allí la fiesta con el vermouth y aplaudir, alabar y remojar el coraje demostrado por nuestra buena amiga, quien ha sufrido más que disfrutado de su experiencia en moto, pero aguantó la tempestad como una jabata y ni siquiera llegó a insinuar lo de volverse a casa en taxi. 








lunes, 12 de junio de 2017

Ituren


Andanza LXXXIV: Ituren

Día: 12/03/2017

Hoy nos hemos acordado de un fulano de nombre Gilgamesh y no para bien. Hemos evocado de mal talante a todos sus deudos, la madre incluida y también a sus muertos más frescos. A quienes tengan actualizados los estudios de historia seguramente les suena este señor, para aquellos otros a los que el nombre no les dice ni fu ni fa, vamos a hacer una breve semblanza de su epopeya. Es cierto que está feo eso de matar al mensajero, pero normalmente es quien se tiene más a mano a la hora de reaccionar con vehemencia cuando te putean, y Gilgamesh hizo de eso, de mensajero. El susodicho vivió en Mesopotamia a poco de que se inventara el mundo y dicen los arqueólogos que protagonizó una epopeya que lleva su nombre, en la que se narra con pelos y señales el Diluvio Universal y por eso la hemos tomado con él, por inventar aguaceros.


También podíamos habernos ensañado con Noé y con el Génesis, donde se cuentan las peripecias de éste con el arca llena de bichos, pero resulta que lo que se dice en el Génesis está inspirado en el texto de Gilgamesh, muy anterior en el tiempo, así que a cada uno sus méritos. Nosotros nos hemos mosqueado con don Gilgamesh por el parecido entre lo que nos ha ocurrido hoy y lo que se explica en su narración. Se dice en el cuento de este señor que había por aquel entonces un dios que se llamaba Enlil, que era muy suspicaz y tenía muy malas pulgas, y por un quítame allá esas pajas se enfadó con la humanidad porque decía que los paisanos eran muy ruidosos y molestos, y como castigo decidió destruirlos. Podía habérsele ocurrido que con cerrar las tabernas ya se hubiese amortiguado mucho el escándalo, pero no, va el tío y maquina un diluvio universal para acallar a los alborotadores.

En la epopeya de Gilgamesh se menciona un Noé mesopotámico, que no se llamaba Noé sino que tenía un nombre muy raro, algo así como Utnapishtim, quien construyó la correspondiente arca, la llenó de bichos y, patatín, patatán, todo igual a lo dicho en la Biblia, todo menos lo de la paloma y la rama de olivo, que en este caso fue un cuervo por aquello de que se le ve mejor la silueta con el cielo de fondo. El caso es que estuvo lloviendo hasta hartar y se ahogaron todos los escandalosos. El furibundo dios se cargó hasta los mudos porque decía que gesticulaban mucho y eso también le molestaba. Sólo se salvaron unos cuantos bichos, Utnapishtim y los cuatro enchufados que se dedicaban a reírle las gracias al déspota de Enlil.

Si la culpa de lo que nos ha pasado hoy la tiene o no Gilgamesh es lo de menos, pero el colega nos sirve de chivo expiatorio por el disgusto, porque nos ha caído la del pulpo. Muy felices nos las prometíamos, sabiendo lo que pronosticaba el tío del tiempo, y más teniendo en cuenta que hoy tocaba visita a Ituren, allá en la Navarra montañosa, por donde se abren camino todas las borrascas que vienen del Atlántico, pero viendo que a la puerta de casa no llovía, sólo amenazaba, pues tira.

Pero ¡ay!, en cuanto nos acercamos a Basaburua, sea porque el ruido que hacíamos a lomos de la Perla Negra volvió a soliviantar al cascarrabias de Enlil, o porque el tío del tiempo había acertado, ese dios malicioso, la climatología o la madre que parió a los dos, no han dudado en regalarnos un moderno diluvio, y sin tener a mano un arca donde guarecernos, y, además, va y nos pilla circulando por la ruta más apropiada para esta tempestad, y quien conozca la bajada desde Saldías por la carretera NA-4029 sabe a qué nos referimos. ¡Dios, qué susto! Bueno, la cosa es que a trancas y barrancas, navegando más que rodando por la carretera del miedo y después por la NA-170, a un pelo de sucumbir en la tempestad, finalmente conseguimos llegar a Ituren.

Tiene esta villa 477 habitantes, pero debían estar todos a buen recaudo ante la que estaba cayendo, y se ubica en lo que fue el valle de Santesteban de Lerín (nada que ver con el Lerín de la Merindad de Estella), actualmente el valle de Malerreka, en la Navarra Húmeda del Noroeste y lo de húmeda damos fe de ello. El caserío de Ituren se distribuye en tres núcleos: el barrio principal y centro neurálgico, donde se encuentran los edificios más representativos y de servicios, como el ayuntamiento y el palacio Sagardía, del siglo XVII, y los barrios de Aurtiz  y Lasaga. Rematan el municipio una miríada de bordas y caseríos diseminados por todo su término, especialmente por el monte Ameztia. Muchas de sus casonas son las típicas de la montaña, algunas viviendas tienen su origen en el siglo XVI, lucen soberbios arcos de medio punto en la fachada y todavía exhiben vestigios góticos en algunos casos. Tampoco faltan casas con entramados y balconadas de madera en las plantas superiores.

Un pueblo bonito, sí señor; sin embargo, con la cortina de agua que teníamos delante de los ojos no vimos nada de nada, ni pudimos llevar a cabo la exploración del lugar como mandan los cánones de nuestra misión. Es más, ni siquiera llegamos a hacer las fotos necesarias, porque cada vez que intentábamos sacar la cámara corría el riesgo de morir ahogada, así que no hemos tenido más remedio que recurrir a material fotográfico ajeno para ilustrar la Andanza, tomado prestado a través de Internet.

Pero si hay algo por lo que Ituren es célebre, es por su carnaval rural, que celebra la última semana de enero junto al vecino pueblo de Zubieta, anticipándose a las fechas oficiales. Sus protagonistas son los joaldunak, personajes que desfilan vestidos con enaguas de puntillas, pellizas de oveja, pañuelos de colores al cuello, gorros cónicos con cintas, y portando un hisopo de crines de caballo para fustigar a los malos espíritus. Se acompañan de dos grandes cencerros sujetos a la espalda, a la altura de los riñones, y que hacen sonar con gran estruendo según avanzan. La fiesta está declarada de interés turístico, por lo que atrae gran cantidad de público, pero este año los lugareños están un poco mosqueados con la polémica que se ha creado en las redes sociales, donde les han puesto un poco a parir, todo porque unos espontáneos: un señor entrado en carnes y en calzoncillos dando espectáculo, unos niños arrastrando despojos de animales salvajes y algún que otro asilvestrado, en plan primitivo, pretendían ir más allá en la ruralidad, una ruralidad exacerbada en el carnaval paralelo.

En el Herriko Ostatua todavía se cuchicheaba al respecto, para bien y para mal, y nosotros, poniendo la oreja, captamos opiniones encontradas mientras templábamos el cuerpo después de tanta humedad, a la vez que tratábamos de mentalizarnos sobre lo que nos esperaba aún, hasta volver a casa, porque ahí fuera las cataratas del cielo continuaban abiertas, y tenía pinta de que habrían de cumplirse los cuarenta días y cuarenta noches.










lunes, 5 de junio de 2017

Isaba/Izaba

Andanza LXXXIII: Isaba/Izaba

Día: 19/02/2017

Hay quien suspira por llevar una vida sin el peso de las cosas. No sabemos si ésta es una actitud reprobable, o irresponsable, o como de avestruz, que ante un peligro acechante esconde la cabeza para no verlo, pero sospechamos que debe ser un proceder de lo más cómodo, aunque ciertamente ilusorio, porque llevarlo a la práctica escapa del propio deseo. Hay factores externos que se empeñan en chafar esta pretensión y son muchos, sin embargo, otros ayudan a lograrlo, aunque sea sólo en parte. De entre ellos el paisajístico, cuando se presta a echar un capote, es de los que contribuye a suspender el juicio en un estado de despreocupación temporal.

Y nosotros, predispuestos a obnubilarnos sabedores de buena tinta que hoy el paisaje correspondiente va a socorrernos con el susodicho capote, más contentos que unas pascuas arrancamos tempranito a bordo de la Perla Negra en singladura terrestre hacia la montaña oriental de Navarra. No es ningún secreto nuestra debilidad por las tierras pirenaicas, ya hemos dado la vara aquí al respecto más de una vez y más de dos, y aunque fracasemos de continuo en el intento de pintarlas con palabras, a base de insistir, puede que algún día las consigamos retratar en toda su intensidad, convencer de que merecen ser vividas, porque allí no hay nada inexpresivo ni vulgar. Aunque bien es cierto que el interés que nos mueve no es únicamente el paisajístico. Está ese otro del goce de las carreteras que surcan el Pirineo, tan espectaculares y tan de moto. Y es que, a semejante conjunción de sensualidad, ¿quién puede resistirse?

A veces nos preguntamos por el porqué de esta atracción. La sugestión del paisaje geográfico está clara, pero también existe la seducción tocante al paisaje social. Son los posos de tiempos pasados, las huellas dejadas por los condicionantes físicos en el hábitat y en los habitantes de la montaña. Porque Isaba, blanco de nuestra curiosidad en este día, es de esos lugares de improntas muy marcadas, ni más ni menos que las propias del valle del Roncal, donde las restricciones de sus recias cumbres forjaron una identidad propia y un modo de vida acomodado al medio.

Estas gentes, tan supeditadas a la montaña, en el pasado hubieron de apañarse con sus precarios recursos y una muy exigua aportación externa. Ello dio lugar a singularidades, que hoy resultan tan atractivas y tan bien se venden a quien busca entre cumbres espacios de recreo y ocio, ámbitos naturales virginales o anhela encontrar determinados arquetipos de sus ensoñaciones. Isaba cumple con las expectativas de todos ellos, es de esos sitios donde se encarnan autenticidades y mitos.

Es el pueblo perteneciente al valle del Roncal situado más al norte. Aupado a una altura por encima de los 800 metros sobre el nivel del mar, se encuentra a 94 kilómetros de Pamplona y  tiene frontera con Francia por el Bearne y Zuberoa, al sureste limita con el valle de Ansó (Huesca) y al oeste con el valle de Salazar. Isaba es un lugar confinado por las alturas que lo rodean, e intentando escapar de estrecheces se encarama en una ladera. Por sus alrededores confluyen las aguas de ríos Uztárroz, Belagua y Belabarce quienes, en comunión, a partir de ahí dan carta de naturaleza al Esca, cuyo caudal, aguas abajo, lo convirtieron en otros tiempos en río almadiero por excelencia.

Isaba es un pueblo que desprende una profunda simpatía. Un pueblo de callejuelas que suben y que bajan, empedradas y empinadas, laberínticas, maestras en jugar al engaño con el viajero que osa adentrarse en ellas. Un pueblo de casas de montaña, bravías en su pelea con el clima áspero de estas tierras. De vertiginosos tejados rojos, de mil formas y maneras, de muros de piedra gris y parda, que tapan sus vergüenzas ante miradas indiscretas enmarcando sus huecos con cálidas maderas.

En Isaba reina la armonía, comulgan naturaleza y hombre en respeto mutuo. Es un lugar pequeño de vida intensa, avispado, que ha sabido acogerse a un sistema de vida basado en la atracción de esa creciente demanda de espacios naturales del hombre urbano, la de espacios de esparcimiento en ámbitos rurales, sobre todo de montaña. En consecuencia, la corriente turística se satisface e Isaba sobrevive muy dignamente allá en las alturas.


Pero, en Isaba hay a quien le envuelve una inquietante sensación, la de sentirse observado. Porque, reinando en sus tejados, recias chimeneas escudriñan el espectáculo que se ofrece a sus pies. Chimeneas audaces, desvergonzadas, altaneras sabiéndose hijas legítimas del Roncal, miran muy por encima de las cosas humanas. Viejas y engreídas, jóvenes a imagen y semejanza de sus mayores, escondidas en un rincón o desafiantes en medio de vetustos tejados, con su enorme presencia recortan silueta sobre cielos nítidos y ven desfilar, impertérritas, bandadas de nubes bogando sobre un límpido azul. Aquí abajo, sentimos nostalgia de ellas, sentimos envidia de su poder.