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jueves, 8 de noviembre de 2018

Valle de Lónguida

Andanza CVI: Lónguida, Valle de

Día: 21/10/2018

“La memoria no es fidedigna”, al menos eso es lo que dicen los neurocientíficos, sin embargo, en ocasiones, a nosotros se nos antoja que además de no ser fidedigna es también ciertamente ingrata. Lo decimos por propia experiencia, la que nos proporciona el abrir los ojos en la consumación de este quehacer motero, cuando, de tanto en tanto, vemos cicatrices, vemos lo que un día fue y ya ha dejado de ser, y son, casi siempre, cicatrices olvidadas, son las que va dejando sobre la tierra el trajín pausado de la despoblación.

La naturaleza no olvida y tarde o temprano termina por recuperar lo que un día fue suyo, pero mientras culmina su proceso de regeneración, permanecen veladas las marcas que el hombre imprime en su piel: los pueblos deshabitados. Y Navarra es tierra generosa en despoblados. Unos le vienen de antiguo, de muy antiguo, otros son bagaje reciente, de mediados del siglo pasado, producto de una amalgama de precariedades y carencias que empujó a sus últimos habitantes a abandonar el lugar que les vio nacer.

Un pueblo abandonado es la encarnación de la nostalgia. Para nostalgias hay poetas y nadie como José Antonio Labordeta para evocar lo yermo de un pueblo sin vida:





Al aire van los recuerdos
y a los ríos las nostalgias
A los barrancos hirientes
van las piedras de tus casas
¿Quién te cerrará los ojos
tierra, cuando estés callada?

Lenta agonía, hasta el minuto en que la última chimenea dejó de humear, hasta el día en que alguien cerró la última puerta y se fue la vida y se vino el silencio y el olvido, y se acomodó la ruina. Allí quedaron calles, quedaron casas postradas de desamor, de desmemoria. Quedaron piedras ávidas de lágrimas, anhelantes del llanto del recuerdo. Todo ocaso tiene un tiempo para mirar atrás y, por fin, otro de indiferencia. Cuando éste se alcanza, nuevos ojos, ojos ajenos, sólo consiguen ver paraísos perdidos, y es que son miopes a la desventura.

Nuestro ver es ése de ojos extraños, ignorante de desesperanzas, tamizado por un romanticismo para el que cualquier tiempo pasado fue mejor. Quizá sea preferible así, quizá por insolidarios, por militar en el hedonismo. Y con esta mirada conscientemente ingenua nos contentamos, porque éste no es lugar para ir más allá. Así que, más acá, por donde tan conformados hemos de peregrinar hoy, se nos han de mostrar muchas de esas cicatrices del ayer perdido.

Lónguida es tierra de cicatrices. La despoblación se enojó con este valle e hizo de las suyas. A día de hoy el valle de Lónguida tiene cinco concejos: Aós (su capital), Artajo, Ekay de Lónguida, Murillo de Lónguida y Villaveta; y veinte lugares, entre habitados, semidespoblados, despoblados del todo o desaparecidos: Acotáin, Ayanz, Erdozáin, Ezcay, Górriz, Itoiz, Javerri, Larrángoz, Liberri, Meoz, Mugueta, Olaberri, Oleta, Orbaiz, Rala, Uli Bajo, Villanueva de Lónguida, Zariquieta, Zuasti de Lónguida y Zuza. Su término pertenece a la Merindad de Sangüesa, se encuentra a 36 kilómetros al Este de Pamplona y en su centro, a modo de isla, se halla la localidad de Aoiz, municipio independiente. La población del valle supera por poco los 300 habitantes.

Nuestra auscultación la iniciamos accediendo al valle desde Urroz Villa, por la NA-150, así que el primer lugar con que nos encontramos es Liberri, a mitad de camino entre Urroz y Villaveta. Allí, al fondo, a la derecha, en la falda norte de la sierra de Gongolaz, el paraje tiene buena pinta, con una torre almenada que se vislumbra en la lejanía, pero la primera en la frente, es una finca particular a la que se prohíbe el paso, entonces, seguimos por la NA-150 hasta Villaveta, pueblo encrucijada, donde lo más destacable es su iglesia del siglo XII, dedicada a la Purificación.

En Villaveta decidimos enmarañar el viaje, porque desde ahí, a la izquierda, arranca una pista de grava con algún amago de algo que en su día fue asfalto, y por esos andurriales, acompañados de una neblina que no quiere desvanecerse, nos vamos encontrando con lugares sometidos al ostracismo. El primero es Oleta, una pequeña propiedad particular; seguidamente está Acotáin, poco más que una finca con ermita, donde unos obstinados perros mastines se empeñan en correr y ladrar junto a la moto haciéndonos ver que somos poco gratos en sus dominios.

Seguimos hasta Erdozáin y para llegar hemos de apartar unos troncos colocados en medio del camino por algún vecino poco hospitalario con los visitantes. En Erdozáin hay civilización o por lo menos llega el asfalto, pero es también un lugar semiabandonado, lleno de esas cicatrices de las que hablábamos, poblado de casas fantasmales con fachadas huérfanas y descarnadas, en equilibrios imposibles, atravesadas por ventanas y puertas que únicamente dan paso a la nada.

Dirección norte continuamos avanzando hasta Olaverri, un bonito sitio con cuatro edificios y una iglesia ruinosa, sin embargo, alguna vivienda ha recuperado el aliento recientemente, salvada in extremis de la decrepitud. Como Olaverri está a la vera de la NA-1720, toda una autopista a nuestro entender después de venir haciendo enduro, tomamos esta carretera hacia el sur para dirigirnos a Ekay de Lónguida. Hemos de atravesar Aoiz, sin hacerle mucho caso porque ya se lo hicimos en su día, cuando tocó visita, allá por el 16 de febrero de 2014 (ver Andanza X), hace casi cinco años.

Ekay es un pueblo con vida, ya sea por su proximidad a Aoiz o gracias al hotel ubicado allí, lugar de parada y fonda para muchos viajeros. El lugar es una mezcolanza entre rusticidad y modernidad, con casas de sabor rural y otras unifamiliares de reciente construcción. Pero si de ver ruinas se trata, basta con acercarse hasta el sobrecogedor barrio del antiguo aserradero, al lado del río Irati. Hay para hartarse.

De nuevo enfilamos la NA-150 hasta Aós, capital del valle. Este concejo es el segundo en número de habitantes (alrededor de 60 almas lo pueblan), por detrás de Ekay, y se encarama en una pequeña elevación del terreno, desde donde puede contemplarse una vega por la que el río Irati discurre serpenteando plácidamente en dirección sureste, a los pies de la sierra de Gongolaz. En paralelo también avanza la NA-150, que seguimos hasta descubrir a su derecha otra atrayente silueta de torre medieval almenada despuntando sobre el horizonte. Es Ayanz,  hacia donde nos dirigimos ansiosos, pero… otra maldita cadena corta el camino de acceso.

Esta vez nada de resignación y nos aventuramos, andando eso sí, por un camino de tierra orientado hacia el lugar que tanto promete en apariencia. Y no nos equivocamos, porque Ayanz es un paraje de encanto inusitado, un antiguo señorío en el que se yergue un palacio Cabo de Armería fortificado. Además, la amable casera encargada de cuidar la propiedad junto con su marido, nos amenizó la visita, permitiéndonos recorrer libremente el recinto del palacio, restaurado lo justo y necesario para que no se venga abajo, pero dejado de la mano de Dios en su mayor parte. Aún así es sitio que desprende fantasía con tanto rincón romántico peleándose a brazo partido con una pertinaz vegetación empeñada en recuperar el terreno perdido. Y como no hay castillo sin fantasma, Ayanz debe tener el suyo particular, al parecer afincado en los bajos de la torre y no demasiado malintencionado, porque sólo se deja ver de soslayo, no obstante, siendo un ser de ultratumba como es, cualquier alarde suyo, por mínimo que sea, hace poner pies en polvorosa a pusilánimes como nosotros.

Huyendo del fantasma y para reponernos del susto llegamos a Murillo de Lónguida, ubicado a tiro de piedra. Lo más destacable de Murillo es la Casa del Indiano, o del Americano, una curiosa edificación modernista de ladrillo rojo construida en la segunda mitad del siglo XIX, restaurada no hace mucho como hotel y que ahora parece cerrado. A poco de dejar atrás Murillo, arranca un desvío a la izquierda que encamina a Villanueva de Lónguida y Meoz.

Villanueva está encumbrada en un altillo. Hubo un tiempo en que la iglesia de San Andrés dominaba el cotarro, pero hoy lucha a la desesperada contra una espesura inmisericorde y comprometida en hacerla desparecer. Por ahora, lo sagrado va perdiendo la batalla. En el pueblo dominan las casas de obra moderna, aunque entre ellas sobrevive un caserón del siglo XVI muy modificado, que conserva una portalada de arco ligeramente apuntado y sobre él una ventana conopial con parteluz.

Alcanzar Meoz requiere algo más de esfuerzo, dado que es lugar encaramado. Para acceder hay que ascender y culebrear. Poco antes de llegar al pueblo, a la izquierda de la carretera, se deja ver la ermita de Santa Colomba, románica y bucólica. Meoz es alargado y estrecho. En él conviven en comunión lo nuevo y lo viejo, lo puro y lo ecléctico, como una curiosa casa frente a la iglesia construida en un revoltijo de estilos que resulta de lo más sugerente y llamativa.

Toca volver atrás hasta retomar la NA-150 con dirección Lumbier y enseguida vemos el cartel indicador de Larrángoz, aunque no hay pueblo alguno. No lo hay porque Larrángoz es un despoblado comido por la naturaleza al otro lado del río Irati y para llegar a él hay que cruzar una pasarela cimbreante, no apta para moto y lo justo para personas. Se ve que han dejado el cartel de la carretera como testimonio.

Un poco más adelante sí que hay vida, en Artajo. Aquí damos por finalizada la visita. Es un pueblo despejado y espacioso que se aparta un tanto de la carretera. En su plaza se deja ver un recio caserón, ahora destartalado, anhelante de otros tiempos en que se titulaba de palacio y envidioso de otras casas vecinas con mejor vejez. Languidece pero no en soledad. Tendrá una agonía menos triste que la de esos despoblados dejados atrás. Esperando el sueño eterno quedan Górriz, Javerri, Larrángoz, Mugueta, Uli Bajo y alguno más. También Itoiz, pero éste ya duerme para siempre a la sombra del pantano.



































martes, 23 de octubre de 2018

Lodosa

Andanza CV: Lodosa

Día: 15/07/2018

No hay como tener amigos críticos, de los que te dan pie a elucubrar sobre sus aseveraciones. En esta ocasión, nuestro agradecimiento al aguafiestas que anda empeñado en recordarnos de vez en cuando lo ilusorio de estas Andanzas, porque dice que sólo contamos medias verdades, porque sólo nos aplicamos en ver lo estupendo de los sitios, y nos apuntilla, además, asegurándonos que el criterio seguido sobre lo estupendo es muy subjetivo. Nosotros, ofendidos, le respondemos con un refrán: Alábate, cesto, que venderte quiero.

Si el propio creador no ensalza a su criatura, pues apaga y vámonos. Evidentemente, estos relatos nuestros contienen su correspondiente valor ideológico al referirse a unas realidades en las que no somos imparciales, faltaría más, y lo venimos advirtiendo desde un principio, en cuanto a lo de ver sólo lo que queremos ver. Que flirteamos con lo aparente, pues sí, pero siempre con una premisa: que la credibilidad no deje de parecer. La temática tratada nos viene dada por la naturaleza de la misión que nos hemos encomendado y la ordenamos de acuerdo al plan establecido y la dirigimos a un fin que todos ya conocemos, y todo esto manteniendo la ilusión de aventura, en un intento de provocar sugestión.

Nos hemos convertido en defensores del espíritu de lo rural, de la tradición por estética, en una suerte de mimesis entre lo contemplado y su interpretación. Y para darle enjundia, lo de utilizar repetidamente juicios de sabios interlocutores hasta desembocar en nuestros propios amaños es argucia declarada y lo hacemos prescindiendo del sentimiento de los invocados, más que nada aprovechándonos de su indefensión, o sea, por encontrarse fallecidos. Todo es porque nos gusta jugar con lo aparentemente acontecido. 

La refutabilidad de lo dicho es el elemento activo de nuestra trama. Especulamos para persuadir, también para encarar apreciaciones, de cara a influir sobre el lector, que es quien, finalmente, debe quedar convencido de lo que lee y de lo que ve. Sabemos que está feo eso de entregarse a orientar criterios para que la víctima se vea iluminada “de manera espontánea” por la idea final, pero de buen samaritano es hacer nuevos descubridores de lo ya descubierto.

Sirva lo dicho como alegato para impugnar las afirmaciones del amigo aguafiestas, aunque, en realidad, no le falte su parte de razón; sin embargo, como lo nuestro es el erre que erre, vamos a hacer una vez más oídos sordos a la crítica, de buena voluntad, eso sí, y seguiremos viendo al libre albedrío. Y puestos a ver a conveniencia, hoy nos vamos de visita no demasiado lejos. No cambiamos ni de Merindad, nos quedamos en la de Estella, hacia el Sur, hacia la Ribera.

Nuestro objetivo es Lodosa, uno de esos sitios que aguarda al viajero plagado de signos de identidad. Hoy no castigaremos los lomos de nuestra montura con una de esas interminables rutas de montaña rebosantes de curvas, hoy nos hemos de conformar con un transitar apacible por la NA-666 hasta Sesma, para enlazar con la NA-129, que nos deja caer pendiente abajo en Lodosa.

Lodosa es villa inquieta, vivaz e industriosa, de Ribera del Ebro. Hija mimada del río, sus aguas la han dotado de una excelente vega hortofrutícola, aunque también la han constreñido, entre su propio discurrir y un farallón rocoso, estrechándola, obligándola a estirarse de Este a Oeste. Pero sus algo más de 4700 habitantes están agradecidos al padre Ebro, pues éste, su  progenitor, es quien les consiente presumir de entorno.

No es Lodosa sitio monumental, a excepción de la iglesia de San Miguel, ubicada en el centro de la localidad, al resguardo de la peña, de recia figura y plagada de retablos. Su caserío es sencillo y ordenado, apenas guarda entre sus edificios vestigios del pasado, ni su distribución recuerda anarquías medievales. En esto es villa olvidadiza. No lo es en cuanto a conciencia de su identidad, porque ésta es de renombre. Y aunque no sólo de pimientos y toros vive Lodosa, pimientos y toros la han hecho famosa.

Aquí se cultiva el Pimiento del Piquillo de Lodosa, un producto encumbrado al Olimpo de los vegetales por su calidad superior y sabor característico, que le diferencia de otros pimientos. Está considerado como el oro rojo de Navarra, goza de reconocimiento a nivel nacional y en los últimos años se ha convertido en una de las principales conservas de la industria agroalimentaria navarra y en producto estrella de su gastronomía.

El otro icono de Lodosa es el Toro con Soga. La localidad celebra la fiesta del Toro con Soga durante el mes septiembre, coincidiendo con las fiestas en honor a la Virgen de las Angustias. Al bicho lo sueltan una vez por la mañana y otra por la tarde, y no es un bicho cualquiera, es un morlaco de media tonelada que recorre las calles del pueblo sujeto con una soga atada a sus cuernos, y en el otro extremo, varios mozos intentando contenerlo para que no embista a diestro y siniestro.

El Toro  Ensogado de Lodosa es característico y privativo, porque es el único municipio de Navarra donde se permite. Este tipo de festejo se celebra en otras localidades de España, pero en recintos más o menos cerrados, en cambio, en Lodosa corre sin rumbo fijo y sin restricciones de vallado, iniciando su andadura en la plaza situada frente al Ayuntamiento, con duración aproximada de una hora. Hoy no hay toro con soga, pero viendo la estatua a tamaño real que se le ha erigido al bicho en Lodosa, nosotros nos vamos yendo por donde habíamos venido, por si acaso.








jueves, 7 de junio de 2018

Lizoáin-Arriasgoiti

Andanza CIV: Lizoáin-Arriasgoiti, Valle de

Día: 20/05/2018

Para dar a luz esta matraca hoy nos ha venido a socorrer un moro, aunque, pensándolo mejor, más bien cabría decir que se trata de un árabe; sin embargo, ya puestos a afinar, lo suyo es que debía ser vascón, al menos al 75 por ciento, aunque no ejerciera como tal, pero es que la sangre es la sangre. Este comadrón nuestro fue un señor hombretón bien parecido, de ojos azules y piel blancuzca, rubio tirando a pelirrojo y dicen las alcahuetas que se teñía la barba de negro para parecer árabe con pedigrí. También dicen que le gustaba darle al jarrillo, cosa tan en detrimento del Islam.

Una de sus abuelas fue hija de Fortún Garcés, rey de Pamplona de la dinastía Íñiga, y su madre una esclava, también vascona, integrante del harén de su padre, ése sí, moro, moro. Así que, aunque no quisiera, era más vascón que otra cosa, y seguro que por vía de ese ADN le vino la afición al jarrillo. Abderramán III, que así se conoce a nuestro colaborador del día, reinó cincuenta años, siete meses y tres días, entre emir y califa, y llevó a la Córdoba califal a sus más altas cotas de esplendor y poder.

Pero como no es oro todo lo que reluce, cuentan los cronistas que cuando Abderramán se fue de este mundo para rendirle cuentas a Alá y los cotillas de turno se pusieron a revolver en su despacho con la escusa de dejárselo apañado al siguiente califa, encontraron entre los papeles íntimos del finado una lista redactada de su puño y letra, donde había anotado los días felices disfrutados durante toda su vida. Echando cuentas le salían únicamente catorce, y no había dos seguidos. Si esos días de felicidad eran todos los que le salían a un señor califa, pues seguro que la alegría de un moro de a pie no daba ni para media hora, y ya ni hablar de la de los cristianos, que por aquellas fechas estaban un pelo más embrutecidos.

No vamos a elucubrar ahora sobre si la balanza de la felicidad se inclinaba más en el siglo X hacia el lado moro o hacia el lado cristiano, porque no hemos mentado a Abderramán para eso. Lo hemos sacado de la Yanna por el asunto de sus días de goce. Estamos seguros que uno de aquellos escasos días transcurrió en tierras navarras, a donde el señor califa gustaba de subir de vez en cuando, en plan aceifa, para revolucionar el chiringuito y de paso saludar a sus parientes.

El caso es que hemos traído aquí a colación a Abderramán porque, en una de esas excursiones que hacía para ver si arrasaba un poco las tierras de sus primos vascones, se debió quedar prendado del Valle de Lizoáin y por ahí le vino el disfrute del día bueno. Aunque él era muy discreto y no entró en detalles al respecto, lo sabemos por el rastro que dejó y para probarlo está la conocida como Fuente del Moro, situada en Yelz, un concejo del valle, testimonio de que el califa estuvo allí, seguramente embelesado por el entorno. Palabrita del Niño Jesús y conste que nosotros no nos inventamos nada, sólo atamos cabos.

Por eso nos vamos al Valle de Lizoáin-Arriasgoiti, a dar fe de las bondades que entusiasmaron a Abderramán, que deben ser muchas, porque un califa no se impresiona por cualquier cosa. Situémonos: el valle se localiza en la Merindad de Sangüesa, pero sólo a 19 kilómetros al Este de Pamplona. Una parte de sus pueblos se ha asentado a ambos lados de la carretera NA-150 (Pamplona-Aoiz-Lumbier) y el resto ha hecho lo mismo a izquierda y derecha de la NA-2330 (Urroz-Erro). Sus aproximadamente 300 habitantes se reparten entre los concejos de Lérruz, Yelz, Uroz, Mendióroz, Redín, Lizoáin (la capital), Beortegui, Janáriz, Oscáriz, Laboa, Leyún, Zalba, Zunzarren y Urricelqui (por orden de visita). También pertenecen al valle otros lugares despoblados o casi, como son el Señorío de Aguinaga, Galdúroz, Iloz y Zaldaiz, sitios sólo accesibles por caminos sin asfaltar.

Como nosotros venimos desde Tiebas, empezamos visitando en primer lugar los pueblos situados a la vera de la NA-150 y nos estrenamos con Lérruz. Para llegar hasta allí hay que recorrer unos dos kilómetros por una angosta carreterita local. En Lérruz hay una mixtura entre casas con rancia historia y otras sin enranciar pero de aire histórico y hechura reciente, por eso no es un pueblo adormecido, sino más bien dinámico. Entre las de historia de verdad destaca un palacio torreado, restaurado y reconvertido en una magnífica casa rural, cuyo escudo ya aparecía en el Libro de Armería del Reino de Navarra. Tiene otro caserón con torre, ahora desmochada, y un poco desangelado por cosas de la edad.

Seguimos. Para plantarnos en Yelz también es necesario tomar otro desvío desde la NA-150 que nos llevará hasta un diminuto concejo encumbrado en una suave ladera. Cuesta encontrar su Iglesia, oculta tras una casa y la espesa vegetación. Por el aspecto del templo, se intuye que los fieles han dejado de serlo y se dedican a adorar otras cosas más materiales. Yelz es generoso en fuentes, entre ellas está esa del Moro, la que nos puso sobre la pista del día feliz de Abderramán. Hasta el nombre del pueblo suena a moruno y las comadres más viejas del lugar dicen que sus abuelas aseguraban que a Yelz le viene el nombre del de una princesa árabe llamada Hielzamina. Vaya usted a saber qué anduvo haciendo Abderraman por estas tierras.

Continuamos y nos pasamos al otro lado de la carretera NA-150 para auscultar los atributos de los cuatro pueblos asentados en esos andurriales. Empezamos por Mendióroz, donde aún se conserva algún que otro caserón de esos engreídos, pero son mayoría las casas de moderna factura. Después viene Uroz, con su iglesia un tanto ecléctica, con apaños varios, de piedra, ladrillo y hormigón, un poco chapuceros. Tiene su crucero y todo, y hasta un hórreo caprichoso, dentro de una finca particular.

Para llegar a Redín hay que trepar un poco, aunque el esfuerzo no es agotador. Se jactan aquí de Palacio Cabo de Armería, origen de un linaje tan notable que hasta estuvieron en Lepanto dándose de ostias con el turco. En la parte más elevada del pueblo está la iglesia de san Andrés, de traza gótica. Bonita estampa romántica la de la iglesia, tan sola, en plena senectud. Un poco más abajo se encuentra Lizoáin, un lugar disperso que no tiene problemas de espacio. Disfruta de un tupido y fresco soto a la vera del río Erro. También alardea de puente medieval, cuyos ojos vigilan el río, y de no sé cuantas esculturas que algún generoso ha repartido por todos los rincones del pueblo.

Nos vamos ahora dirección norte por la NA-2330. A la derecha, antes de que comience la parte selvática del valle, se dejan ver Beortegui, Janáriz y Oscáriz, los tres subidos en sus respectivos altozanos. Beortegui es lugar estirado (en extensión) dominado por su iglesia. Janáriz no es casi nada, para ser más exactos son dos casas y tres ruinas, entre ellas las de su iglesia, y Oscáriz, sí es algo, gracias, sobre todo, al bello conjunto conformado por la iglesia de san Pedro y lo que parece la casa parroquial, con patio interior y pozo.

Mientras el Erro baja, nosotros subimos y nos vamos adentrando en la umbría. Laboa es un caserío al que se llega por una carretera cochambrosa pero bien bonita; de seguido, penetrando todavía un poco más en la espesura por esa misma carretera cochambrosa está Leyún. Leyún es un lugar como de cuento: encerrado en una frondosa hondonada, regado por un riachuelo, poseedor además de una iglesia digna de la Señorita Pepis. Por el pueblo pululan, a su libre albedrío, animales de todas las calañas en comunión y hemos tenido el honor de departir un rato sobre cosas intrascendentes, que son las mejores cosas sobre las que se puede departir, con el único habitante que de continuo tiene Leyún.

Para llegar a Zalba desandamos lo andado por esa carretera mordisqueada por años de abandono. En la lejanía, Zalba ofrece una estampa de postal, aflorando sus tejados sobre un mar de verdes. Destacan las torres del Palacio Cabo de Armería y de la iglesia, despuntando sobre el resto, marcando preeminencia, la del palacio en el ámbito de lo terrenal, la de la iglesia en el de lo divino. Zalba es un lugar agradable, como lo es hacer un alto en el camino a la sombra de su crucero para reponer el cuerpo y el espíritu.

Vamos acabando. Unos tres kilómetros y medio carretera arriba, apartado a la derecha y un tanto erguido en la ladera, Zunzarren ha plantado sus reales. El pueblo es una única calle que se alarga en cuesta, en la parte alta se yergue la iglesia, para dar a entender quien mandaba. Pero lo más llamativo es su palacio, de buen sillar, musculoso, macizo, beligerante, con torres y saeteras. ¿Qué secretos no guardará?

El plan dice que la Andanza toca a su fin en Urricelqui, el pueblo más septentrional del valle. Desde el cruce que, cuatrocientos metros a la izquierda, nos lleva hasta la localidad, puede verse lo que la exuberante vegetación de esta primavera no ha logrado ocultar a la vista. Nuestra arribada a la plazoleta del lugar alborota la paz, de apariencia eterna, especialmente la emanada por el talante de la iglesia de san Martín, acogiendo un florido cementerio en su regazo. Un lugareño de edad considerable, bostezando en su ventana, nos interpela sobre nuestra vida y milagros, sólo para matar el tedio, ¡en otra se ha visto con la llegada de dos forasteros! De paso, como nos sobra un rato que aprovecharemos para alargar la visita, le preguntamos por dónde se va a Zaldaiz, un despoblado próximo donde curiosear si el camino lo permite. El señor nos asegura que sí, que es poco menos que una autopista.


Confiados, tiramos monte arriba, primero por un camino cementado que a poco se convierte en una pista de tierra y no tardando mucho en un pedregal, a tramos en pésimas condiciones para una moto tan pesada. Para colmo, una valla prohíbe el paso en un sitio sin la suficiente anchura para dar la vuelta. Atendiendo a su edad, nos contenemos de mentar para mal a los ancestros del señor de Urricelqui, pero ganas no nos faltan.  En fin, como el que no se consuela es porque no quiere, desde allí arriba, contemplado la belleza del valle, damos por buena la excursión y alcanzamos a comprender el porqué de la felicidad del califa.