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sábado, 25 de junio de 2016

Garde

Andanza LXVIII: Garde

Día: 17/04/2016

Es de sobra conocido, para nosotros los entusiastas, que el hecho de ir por esos mundos de Dios en moto regala una porción de aventura superior a la que aporta cualquier otro vehículo a motor y por ello tal trajín es campo abonado para engrosar el anecdotario de peripecias diversas, gracias a su mayor y más próximo contacto con el medio natural. Y si además, como es nuestro caso, sistemáticamente se elige viajar por rutas alejadas de urbes multitudinarias buscando el entorno asilvestrado, el episodio curioso cae cual fruta madura.


Se cuentan ya por miles los kilómetros recorridos a lo largo de todas estas andanzas moteras e incontable el tiempo que a ellas hemos dedicado. Tal perseverancia viajera nos ha venido surtiendo habitualmente de la correspondiente porción de anécdotas con las que nutrir nuestras crónicas, cual cuerno de la cabra Amaltea, facilitándonos el esfuerzo pseudo literario en que nos hemos enzarzado voluntariamente para mortificarnos de buen grado; pero, sin embargo, de vez en cuando no deja de asaltarnos cierto “horror vacui”, horror al vacío de una página en blanco, a la que nos vemos abocados por falta de estímulos sobre el terreno o de inspiración, porque las tornadizas musas no están por la labor de sugestionarnos la sesera.


Ciertamente, es verdad que determinados derroteros se presentan más atractivos y floridos, allanándonos la tarea de elucubrar nuestros desvaríos, o que hay localidades que ofrecen y se prestan más que otras a descripciones seductoras, cuando no a chanzas, chistes o historietas surtidas, reduciendo las demandas mentales necesarias para vestir páginas desnudas. Pues bien, hoy, gracias al Cielo, en unos de esos días en los que andamos como un poco turbios, toca visita a un sitio de los que facilitan la faena de ilustrar el papel, aunque sea virtual. Toca otra vez Pirineo, toca de nuevo valle, toca el idílico lugar de Garde.


Además, resulta que la ruta que nos conduce hasta allí es de las de disfrutar plenamente de la moto, y por la que no nos cansamos de circular aún siendo muchas las veces que la hemos recorrido. Curvas para dar y tomar, en un continuo sube y baja, con buen asfalto y mejores paisajes, que, finalmente nos llevan, tras descender el técnico puerto de Las Coronas, hasta las puertas del valle del Roncal.


Hablábamos aquí mismo, no hace mucho, del endemismo de algunos lugares de Navarra, y el Roncal se nos antoja uno de ellos. Decíamos no sé qué de particularismos inconcretos y herederos de un pretérito aislamiento geográfico, que es mucho decir, pero se palpan en el ambiente singularidades propias del retraimiento ancestral de estos pueblos. Es como una especie de marca al agua persistente en las cosas y casi hasta en las personas, es la terquedad del hombre por perpetuarse atávicamente.


El Roncal deleita al viajero con su demora en el tiempo, pero en reflejo rejuvenecido y hermoseado. Es este valle un pequeño y fecundo universo, articulado por el río Esca de norte a sur, a cuyas orillas se suceden pueblos, bosques y prados. Hasta los osos se han decantado por  este rincón del pirineo para plantar sus reales. Los siete pueblos que integran el valle tienen el privilegio de ostentar el título de villa y poseer ayuntamiento propio; entre ellos nuestro objetivo: Garde.


Garde, huidizo, se desmarca de los márgenes del Esca y marca frontera por la derecha con Huesca, enclavado a la vera de la regata Gardalar, cuyas cristalinas aguas fluyen mansamente en vecindad a un conjunto urbano que ha sabido conservar ese tipismo arquitectónico característico del valle. El caserío, presidido en altura por la recia iglesia de Santiago Apóstol, se descuelga por una ladera hasta el arroyo, entretenido durante siglos en la esforzada labor de erosionar un pasillo entre montañas. Las calles de la villa cobijan un tumulto de caserones en confusa ordenación, en los que la piedra y la madera se exhiben en las fachadas. También hacen ostentación de escudos nobiliarios, recordatorio orgulloso de la hidalguía de estas gentes. Sin embargo, tan vigorosas moradas se empequeñecen bajo la adusta mirada de las cumbres pirenaicas que las envuelven y advierten sobre la insignificancia de la obra del hombre.


Garde, en su humildad, ha sido patria de ilustres personajes. Como muestra un botón: Pedro Navarro, conde de Oliveto, a quien la villa tiene erigida una estatua. Fue éste un militar aventurero y hasta corsario en sus ratos libres, cuyas hazañas darían para muchas películas de Hollywood. Quien quiera pasar un rato entretenido no tiene más que echar un vistazo a alguna de las biografías que de él existen en Internet.


Garde tuvo además un precursor centro de salud, de salud mental, atendido desde el ámbito de lo sagrado. Y es que Nuestra Señora de Zuberoa, aposentada en su ermita del monte Calveira, ejerció de sanadora de endemoniados hasta fechas no muy lejanas, hasta el día en que el pobre Satanás perdió sus poderes por la incredulidad de las gentes. Antes de que el escepticismo se adueñara de la sociedad, eran legión los poseídos que acudían en peregrinación a solicitar los servicios paliativos de la Virgen.


Nosotros, como siempre, terminamos requiriendo los servicios, no de la Virgen pues el demonio parece que últimamente ha decaído en eso de poseer a nadie, sino del tabernero del bar del camping de Garde, quien, muy solícito, nos recomendó catar un embutido de aspecto parecido al chorizo, típico de la zona, cuyo nombre se nos ha olvidado, y de contenido no apto para estómagos melindrosos. En fin, con un buen vino todos los gatos son pardos.










martes, 14 de junio de 2016

Garaioa

Andanza LXVII: Garaioa

Día: 03/04/2016

De vez en cuando, pero cada vez más a menudo, nos dejamos arrastrar por la credulidad, más que nada por soslayar esfuerzos analíticos, por holganza mental; porque, como dicen por ahí: la razón profunda de la credulidad natural es la pereza. Y ésta nos lleva a la ausencia de crítica, que es un estado mental placentero, como el de aquel limbo de los niños, desgraciadamente desaparecido por decreto canónico, en el que reposaban cándidamente los inocentes fenecidos, esperando no se sabe bien qué.

Así que hoy, al abrigo de los Pirineos, que tan buenamente nutren esa candidez perezosa que nos predispone a exaltar las excelencias de sus atractivos pueblos si no son escandalosamente inverosímiles (que no lo son), las aceptaremos, las defenderemos, las pregonaremos, y en caso preciso, las aderezaremos lo justo y necesario.

Vamos a ello y volvemos a la carga a lomos de nuestra tenaz e incansable GS, fiel aliada, internándonos por el quebrado manto verde donde se asienta el valle de Aézkoa, tierra madre de Garaioa, objeto de nuestra curiosidad y una de las nueve villas que en tiempo inmemorial decidieron plantar sus reales en estos parajes, en sabia elección o por azar del destino.

Es Aézkoa dominio pirenaico, ya lo advertíamos, de orografía áspera, pero con montañas por debajo de los 1.500 metros, porque aquí el Pirineo ha comenzado a ceder ya en enojo y sus escabrosidades se han suavizado. Por ello, selvas majestuosas de robles, hayas y abetos otorgan al horizonte aezcoano su cautivador embrujo, en amigable alianza con las aguas vivas, prestas a horadar cicatrices en arroyadas vertiginosas, para después amansarse pausadamente.

La villa de Garaioa es la hija agraciada de una madre engalanada por naturaleza. Un pueblo pequeño, articulado por la carretera que lo atraviesa de parte a parte, de postal, que seduce por contexto y contorno. Ingenuo y abierto, pero a la vez constreñido por montañas. De arquitectura popular, de típicos caseríos pirenaicos de piedra o encalados, de tejados con vertientes aptas para la escalada, de sillares rosas, de tejas rojas, de flores multicolores. De puentes y hórreos. Garaioa tiene el suyo propio, el de Maisterra, uno de los 15 que se concentran en Aézcoa, tierra que, escasa de cereal, se dotó de estas construcciones para defender sus menguadas existencias de las humedades y roedores.

Abundó la ganadería antaño, de vacuno y, sobre todo, de ovino, que en grandes rebaños recorrían las cañadas hacia la Ribera de Navarra anticipándose al invierno, antes de que sus rigores hicieran acto de presencia, y quedan secuelas hogaño en esos reducidos tropeles de ovejas, menos peregrinas, cuya leche es la selecta materia prima de unos espectaculares y solicitados quesos tradicionales.

Tiene también esta comarca un dialecto local, un habla propia que a duras penas se mantiene viva. Atesorado en precario, lo que queda del euskera aezcoano es un acontecimiento oral, remoto, que ha deparado una huella de orden psicológico difícil de desentrañar, al contrario de lo que ocurre con los acontecimientos que dejan impronta material, y que permiten con ello establecer razonamientos encadenados entre el suceso y su vestigio.

Nosotros, en una mañana apacible, hemos deambulado sin prisa por sus calles y damos fe de que su huella inmediata produce efectos en el ánimo; no sabemos si como resultado de las dichosas cuestiones materiales, o acaso de las inmateriales, aunque sospechamos que tal vez pudiera ser cosa de las ánimas, las de ciertas señoras brujas que en tiempos remotos y según el Santo Oficio, por aquí campaban a sus anchas. Camparon hasta que la Inquisición tomó cartas en el asunto, llevándose a seis de ellas a Logroño a purgar sus culpas. Y bien que las purgaron, pues cuatro, hechiceras o no, mudaron de estado por el disgusto, de este mundo al otro.

En fin, sin atrevernos a afirmar si la sugestión que nos atenaza es cosa de la credulidad, de la pereza mental o del hechizo, porque ciertamente da igual, pues ahora la que apremia es otra bien material, ésa que fluye a determinadas horas, las del sustento, nos vemos en la tesitura de buscar donde satisfacerla, y como por estos lares las gentes muestran gran pericia en el buen yantar, siguiendo el instinto básico concupiscente rápidamente hacemos acto de presencia en cierta taberna de nombre Ibarra Etxea donde, en ambiente casi familiar, la patrona del local consigue aplacar esa gula terca e ingobernable que periódicamente nos asalta a traición.