Translate

lunes, 15 de mayo de 2017

Irañeta - Irurtzun

Andanza LXXXII: Irañeta - Irurtzun

Día: 29/01/2017

¡Eaaaa! Como aquél que fue a santiguarse y se sacó un ojo, así de alocados andamos hoy. Porque hoy es otro de esos días en que nos hemos levantado con ganas de moto, metafísicos, tan metafísicos como lo estaba Rocinante en uno de aquellos famosos sonetos que prologan el Quijote, cuando el rocín de tan ilustre hidalgo platicaba placenteramente con Babieca sobre una cuestión trascendental como es el comer o no. El hambre llevaba al primero de los rocines del mundo a la abstracción y a nosotros la metafísica también nos da hambre, hambre de moto.

Qué cosa tan extraña es esto de la adición a la moto. Hasta hemos intentado darle marco filosófico a nuestro vicio, y nos lo puso fácil el bueno de Epicuro, de cuyo pensamiento ya hemos tirado en alguna que otra Andanza anterior, como cuando nos subimos al carro de su hedonismo moderado a la hora de satisfacer nuestro deseo natural y necesario. Y es que... ¿quién va a discutirnos que el montar en moto no es un deseo natural y necesario? ¿Y quién va a cuestionar que el placer que proporciona no es acaso una gratificación sensual? Pues nadie en su sano juicio, faltaría más.

Así que dispuestos a disfrutar jubilosamente de un goce tan terrenal, tan terrenal, que rueda sobre el asfalto, y a satisfacer el instante sobre un devenir que nunca se sabe como devendrá, con el depósito lleno y el horizonte perdido -es un decir, porque perdido, lo que se dice perdido no está-, arrancamos el motor de nuestra Perla Negra deseoso de rugir tras una semana adormecido en su rincón del garaje. Suena con un bramido recogido, de quien conoce su cometido y que ha de cumplirlo; porque las motos, a pesar de ser artilugios mecánicos, tienen alma, la que le insuflan sus dueños. La nuestra ya barrunta su misión, pues aún siendo joven es astuta y se lo huele. Sabe, porque fue advertida, que ahí afuera habrá de esforzarse, que los caminos a los que se debe son intrincados, que su existencia será azarosa y que en esto se encuentra la recompensa, porque el goce no está en alcanzar la meta sino en la propia peregrinación.

Hoy seremos romeros hacia Irañeta e Irurtzun, atravesando una vez más las cumbres borrascosas del alto de Lizarraga, aunque el día augura que no serán tan borrascosas como las de la novela de Emily Bronte, ni siquiera la mitad. Y el augurio es cierto. Arriba, en el alto, la borrasca de días pasados había hecho mutis por el foro, pero dejando huella en un discontinuo manto blanco que adorna las umbrías. Entonces..., despacito, extremando precauciones, descendemos el puerto con la mirada puesta en lo húmedo de la carretera, obviando el espectacular paisaje que desde lo alto ofrece el valle del río Arakil, para otro día quedará su contemplación porque por aquí pasamos más que por el pasillo de nuestra casa.

Con la nieve a las espaldas atravesamos un placentero Ergoyena que no acaba de desperezarse y bostezar ante el ronroneo intempestivo de nuestra máquina. ¡Malditos moteros!, mascullan siempre los perros al paso de la GS. Pero pronto los dejamos volver de nuevo a la somnolencia de los justos buscando las orillas del Arakil. Es éste un río caprichoso, culebrea que se las pela a la falda de la sierra de Aralar, y asomado a uno de sus meandros, allí está Irañeta, al pairo de todo. Sus aproximadamente 180 habitantes viven en una especie de limbo, a la espera de no sé qué. Envueltos en tranquilidad, ni siquiera la proximidad de la autovía de la Sakana parece inmutarlos. Allí, en su pueblo, sólo se oye el rumor del río y el trinar de las aves, por lo menos a la hora que nosotros hemos llegado. La iglesia, cosa extraordinaria, gusta de jugar al escondite y para localizarla hemos tenido que pedir ayuda a un lugareño que por allí andaba en atenta vigilancia a las andanzas en bicicleta de su hijo pequeño. La muy cuca estaba escondida entre una arboleda al final del pueblo, para despistar a los feligreses parece. Se ve que esta iglesia no se ha enterado todavía de la crisis de fe y de la fuga de creyentes. Cómo para andar escondiéndose está la cosa cristiana.

Y una vez visto lo que había que ver, y ante la indiferencia de nadie, nos vamos por donde habíamos venido, acompañando al Arakil rumbo a Irurztun, a pesar de que se empeña en continuar serpenteando, por ese carácter dual que tiene, en el que te otorga su amistad o te abandona con absoluta impasibilidad. Caprichoso que es el río, pero allá él, que de su pan se lo come, además, como no quiere saber nada de regar las huertas de Irurtzun, antes de llegar al pueblo se larga dirección sur dejándonos con un palmo de narices a Irurtzun y a nosotros. Será desagradecido el tío.

Así que, abandonados a nuestra suerte a las puertas de Irurtzun, hacemos entrada en la localidad sintiéndonos un poco desamparados; pero como este sitio es de los bulliciosos pronto se nos olvida, porque esta villa desertó de la ruralidad allá por los años 60 debido a su desarrollo industrial y, en consecuencia, también desertó del Valle de Arakil, no geográficamente, que no puede por razones de fuerza mayor, sino administrativamente, haciéndose municipio independiente en 1996. Hoy es difícil localizar algún rincón que deje entrever lo que un lejano día fue, pues tiene aspecto de ciudad, pequeña pero ciudad. Ya, a principios del pasado siglo, su condición de nudo de comunicaciones, tanto por carretera como por ferrocarril, convirtió a esta localidad en un pequeño hervidero. En la memoria de sus parroquianos de mayor edad aún ocupa unas megas el recuerdo de su animado mercado ganadero de los martes, al que acudían tratantes de diversas regiones y autobuses cargados de gentes dispuestas a pasar un buen día de fiesta. Hay quien todavía se acuerda del agradable olorico del que se disfrutaba en los autobuses que repartían su habitáculo mitad para los humanos, mitad para los gorrines que alegremente viajaban hasta Irurtzun dispuestos a ser vendidos al mejor postor.


Y como esto se acaba, encubiertos entre quienes hoy dan lugar a la agitación mañanera de este domingo a la hora del vermouth, y que el único olor a gorrín que conocen es el que desprende cuando sale del horno recién doradito, también nosotros hemos decidido que nos tomaremos el aperitivo en una de sus terrazas, aunque sea a la fresca de enero.