Andanza CIV:
Lizoáin-Arriasgoiti, Valle de
Día:
20/05/2018
Para dar a luz
esta matraca hoy nos ha venido a socorrer un moro, aunque, pensándolo mejor,
más bien cabría decir que se trata de un árabe; sin embargo, ya puestos a
afinar, lo suyo es que debía ser vascón, al menos al 75 por ciento, aunque no
ejerciera como tal, pero es que la sangre es la sangre. Este comadrón nuestro
fue un señor hombretón bien parecido, de ojos azules y piel blancuzca, rubio
tirando a pelirrojo y dicen las alcahuetas que se teñía la barba de negro para
parecer árabe con pedigrí. También dicen que le gustaba darle al jarrillo, cosa
tan en detrimento del Islam.
Una de sus
abuelas fue hija de Fortún Garcés, rey de Pamplona de la dinastía Íñiga, y su
madre una esclava, también vascona, integrante del harén de su padre, ése sí,
moro, moro. Así que, aunque no quisiera, era más vascón que otra cosa, y seguro
que por vía de ese ADN le vino la afición al jarrillo. Abderramán III, que así
se conoce a nuestro colaborador del día, reinó cincuenta años, siete meses y
tres días, entre emir y califa, y llevó a la Córdoba califal a sus más altas
cotas de esplendor y poder.
Pero como no
es oro todo lo que reluce, cuentan los cronistas que cuando Abderramán se fue
de este mundo para rendirle cuentas a Alá y los cotillas de turno se pusieron a
revolver en su despacho con la escusa de dejárselo apañado al siguiente califa,
encontraron entre los papeles íntimos del finado una lista redactada de su puño
y letra, donde había anotado los días felices disfrutados durante toda su vida.
Echando cuentas le salían únicamente catorce, y no había dos seguidos. Si esos
días de felicidad eran todos los que le salían a un señor califa, pues seguro
que la alegría de un moro de a pie no daba ni para media hora, y ya ni hablar
de la de los cristianos, que por aquellas fechas estaban un pelo más
embrutecidos.
No vamos a
elucubrar ahora sobre si la balanza de la felicidad se inclinaba más en el
siglo X hacia el lado moro o hacia el lado cristiano, porque no hemos mentado a
Abderramán para eso. Lo hemos sacado de la Yanna por el asunto de sus días de
goce. Estamos seguros que uno de aquellos escasos días transcurrió en tierras
navarras, a donde el señor califa gustaba de subir de vez en cuando, en plan
aceifa, para revolucionar el chiringuito y de paso saludar a sus parientes.
El caso es que
hemos traído aquí a colación a Abderramán porque, en una de esas excursiones
que hacía para ver si arrasaba un poco las tierras de sus primos vascones, se
debió quedar prendado del Valle de Lizoáin y por ahí le vino el disfrute del
día bueno. Aunque él era muy discreto y no entró en detalles al respecto, lo
sabemos por el rastro que dejó y para probarlo está la conocida como Fuente del
Moro, situada en Yelz, un concejo del valle, testimonio de que el califa estuvo
allí, seguramente embelesado por el entorno. Palabrita del Niño Jesús y conste
que nosotros no nos inventamos nada, sólo atamos cabos.
Por eso nos
vamos al Valle de Lizoáin-Arriasgoiti, a dar fe de las bondades que
entusiasmaron a Abderramán, que deben ser muchas, porque un califa no se impresiona
por cualquier cosa. Situémonos: el valle se localiza en la Merindad de
Sangüesa, pero sólo a 19 kilómetros al Este de Pamplona. Una parte de sus
pueblos se ha asentado a ambos lados de la carretera NA-150
(Pamplona-Aoiz-Lumbier) y el resto ha hecho lo mismo a izquierda y derecha de
la NA-2330 (Urroz-Erro). Sus aproximadamente 300 habitantes se reparten entre
los concejos de Lérruz, Yelz, Uroz, Mendióroz, Redín, Lizoáin (la capital),
Beortegui, Janáriz, Oscáriz, Laboa, Leyún, Zalba, Zunzarren y Urricelqui (por
orden de visita). También pertenecen al valle otros lugares despoblados o casi,
como son el Señorío de Aguinaga, Galdúroz, Iloz y Zaldaiz, sitios sólo
accesibles por caminos sin asfaltar.
Como nosotros
venimos desde Tiebas, empezamos visitando en primer lugar los pueblos situados
a la vera de la NA-150 y nos estrenamos con Lérruz. Para llegar hasta allí hay
que recorrer unos dos kilómetros por una angosta carreterita local. En Lérruz
hay una mixtura entre casas con rancia historia y otras sin enranciar pero de
aire histórico y hechura reciente, por eso no es un pueblo adormecido, sino más
bien dinámico. Entre las de historia de verdad destaca un palacio torreado,
restaurado y reconvertido en una magnífica casa rural, cuyo escudo ya aparecía
en el Libro de Armería del Reino de Navarra. Tiene otro caserón con torre,
ahora desmochada, y un poco desangelado por cosas de la edad.
Seguimos. Para
plantarnos en Yelz también es necesario tomar otro desvío desde la NA-150 que
nos llevará hasta un diminuto concejo encumbrado en una suave ladera. Cuesta
encontrar su Iglesia, oculta tras una casa y la espesa vegetación. Por el
aspecto del templo, se intuye que los fieles han dejado de serlo y se dedican a
adorar otras cosas más materiales. Yelz es generoso en fuentes, entre ellas
está esa del Moro, la que nos puso sobre la pista del día feliz de Abderramán.
Hasta el nombre del pueblo suena a moruno y las comadres más viejas del lugar
dicen que sus abuelas aseguraban que a Yelz le viene el nombre del de una princesa
árabe llamada Hielzamina. Vaya usted a saber qué anduvo haciendo Abderraman por
estas tierras.
Continuamos y
nos pasamos al otro lado de la carretera NA-150 para auscultar los atributos de
los cuatro pueblos asentados en esos andurriales. Empezamos por Mendióroz,
donde aún se conserva algún que otro caserón de esos engreídos, pero son
mayoría las casas de moderna factura. Después viene Uroz, con su iglesia un
tanto ecléctica, con apaños varios, de piedra, ladrillo y hormigón, un poco
chapuceros. Tiene su crucero y todo, y hasta un hórreo caprichoso, dentro de
una finca particular.
Para llegar a
Redín hay que trepar un poco, aunque el esfuerzo no es agotador. Se jactan aquí
de Palacio Cabo de Armería, origen de un linaje tan notable que hasta
estuvieron en Lepanto dándose de ostias con el turco. En la parte más elevada del
pueblo está la iglesia de san Andrés, de traza gótica. Bonita estampa romántica
la de la iglesia, tan sola, en plena senectud. Un poco más abajo se encuentra
Lizoáin, un lugar disperso que no tiene problemas de espacio. Disfruta de un
tupido y fresco soto a la vera del río Erro. También alardea de puente
medieval, cuyos ojos vigilan el río, y de no sé cuantas esculturas que algún
generoso ha repartido por todos los rincones del pueblo.
Nos vamos
ahora dirección norte por la NA-2330. A la derecha, antes de que comience la
parte selvática del valle, se dejan ver Beortegui, Janáriz y Oscáriz, los tres
subidos en sus respectivos altozanos. Beortegui es lugar estirado (en
extensión) dominado por su iglesia. Janáriz no es casi nada, para ser más
exactos son dos casas y tres ruinas, entre ellas las de su iglesia, y Oscáriz,
sí es algo, gracias, sobre todo, al bello conjunto conformado por la iglesia de
san Pedro y lo que parece la casa parroquial, con patio interior y pozo.
Mientras el
Erro baja, nosotros subimos y nos vamos adentrando en la umbría. Laboa es un
caserío al que se llega por una carretera cochambrosa pero bien bonita; de
seguido, penetrando todavía un poco más en la espesura por esa misma carretera
cochambrosa está Leyún. Leyún es un lugar como de cuento: encerrado en una
frondosa hondonada, regado por un riachuelo, poseedor además de una iglesia
digna de la Señorita Pepis. Por el pueblo pululan, a su libre albedrío,
animales de todas las calañas en comunión y hemos tenido el honor de departir
un rato sobre cosas intrascendentes, que son las mejores cosas sobre las que se
puede departir, con el único habitante que de continuo tiene Leyún.
Para llegar a
Zalba desandamos lo andado por esa carretera mordisqueada por años de abandono.
En la lejanía, Zalba ofrece una estampa de postal, aflorando sus tejados sobre
un mar de verdes. Destacan las torres del Palacio Cabo de Armería y de la
iglesia, despuntando sobre el resto, marcando preeminencia, la del palacio en
el ámbito de lo terrenal, la de la iglesia en el de lo divino. Zalba es un
lugar agradable, como lo es hacer un alto en el camino a la sombra de su
crucero para reponer el cuerpo y el espíritu.
Vamos
acabando. Unos tres kilómetros y medio carretera arriba, apartado a la derecha
y un tanto erguido en la ladera, Zunzarren ha plantado sus reales. El pueblo es
una única calle que se alarga en cuesta, en la parte alta se yergue la iglesia,
para dar a entender quien mandaba. Pero lo más llamativo es su palacio, de buen
sillar, musculoso, macizo, beligerante, con torres y saeteras. ¿Qué secretos no
guardará?
El plan dice
que la Andanza toca a su fin en Urricelqui, el pueblo más septentrional del
valle. Desde el cruce que, cuatrocientos metros a la izquierda, nos lleva hasta
la localidad, puede verse lo que la exuberante vegetación de esta primavera no
ha logrado ocultar a la vista. Nuestra arribada a la plazoleta del lugar
alborota la paz, de apariencia eterna, especialmente la emanada por el talante
de la iglesia de san Martín, acogiendo un florido cementerio en su regazo. Un
lugareño de edad considerable, bostezando en su ventana, nos interpela sobre
nuestra vida y milagros, sólo para matar el tedio, ¡en otra se ha visto con la
llegada de dos forasteros! De paso, como nos sobra un rato que aprovecharemos
para alargar la visita, le preguntamos por dónde se va a Zaldaiz, un despoblado
próximo donde curiosear si el camino lo permite. El señor nos asegura que sí,
que es poco menos que una autopista.
Confiados,
tiramos monte arriba, primero por un camino cementado que a poco se convierte
en una pista de tierra y no tardando mucho en un pedregal, a tramos en pésimas
condiciones para una moto tan pesada. Para colmo, una valla prohíbe el paso en
un sitio sin la suficiente anchura para dar la vuelta. Atendiendo a su edad,
nos contenemos de mentar para mal a los ancestros del señor de Urricelqui, pero
ganas no nos faltan. En fin, como el que
no se consuela es porque no quiere, desde allí arriba, contemplado la belleza
del valle, damos por buena la excursión y alcanzamos a comprender el porqué de
la felicidad del califa.