Andanza XCIII:
Lapoblación-Meano
Día:
03/09/2017
¡Rediós! Esta
pasada noche se nos ha infiltrado un lemur en el dormitorio para rascarnos los
pies, con la intención de recordarnos que son ya muchas las semanas de abandono
de la sagrada tarea que es Navarra de la A a la Z. Y qué razón tiene el lemur.
Alguno se preguntará cómo se ha podido colar un lemur en nuestro dormitorio, si
esos bichitos tan simpáticos son originarios de Madagascar y de alguna película
de Disney. Pues no, resulta que los lemures ancestrales son invento de los
romanos y de su pragmática religión. Los romanos idearon una serie de genios o
espíritus de los muertos que volvían de ultratumba para fastidiar a los vivos
irresponsables con apariciones nocturnas, como ha hecho nuestro lemur, que es
eso, un espíritu tocapelotas que ha venido a echarnos en cara nuestra desidia.
Verdaderamente
le agradecemos al lemur metomentodo el habernos puesto en canción, así que
haciéndole caso vamos a ponernos manos a la obra, bueno, más bien manos al
manillar de la moto, para encaminarla con toda nuestra humanidad encima hacia
la Navarra media, hacía el Oeste, hacia las tierras fronterizas del Valle de
Aguilar, porque la visita de hoy nos lleva a Lapoblación, un municipio
desdoblado en dos localidades: la propia Lapoblación, que es la que cede el
nombre, y Meano, donde se ubica el ayuntamiento.
Como fieles
cumplidores de la religión del motero y de su cuarto mandamiento, el que dice
que honrarás a las curvas como a tu propio padre, hemos elegido las carreteras
adecuadas por las que alabar más y mejor a esa línea que varía de dirección
continuamente. Así que haciéndole ascos a la autovía A-12, enfilamos la vieja
N-111 camino de Viana, con el buen sabor de boca que deja el serpenteante tramo
entre Sansol y Viana, conocido mundialmente como “Mataburros”, y es que de
casta le viene al galgo. A partir de Viana toca apartarse de la civilización,
para adentrarse en la serranía y la ruralidad trepando por la sinuosa NA-7230.
Aquí sí que se cumple a rajatabla con el mandamiento de marras, curva tras
curva, sin atisbo de rectas, asfalto entre malo y peor, carretera encogida, de
las que absorben todos los sentidos porque no hay margen de error, pero qué
divertida es la condenada.
Tras atravesar
las angosturas de Aras, dejamos atrás esta población camino de Aguilar de
Codés, un nido de águilas, continuando la ascensión hasta tomar la NA-7211 en
un cruce a la izquierda que ya nos emboca hacia nuestro destino. Lapoblación es
un lugar situado en un paso natural abierto en las cresterías de la Sierra de
Cantabria, entre las cumbres de la Peña del Castillo y el León Dormido, en el
límite entre Navarra y Álava.
Es un pueblo-calle de ladera, con poco más de
treinta habitantes, dominado al norte por la mole del León Dormido, y al igual
que este felino de piedra, Lapoblación se ha quedado traspuesto en su atalaya,
sobre todo hoy, al calor de un tibio sol que hasta parece hacer ronronear al
león de la montaña. También nuestra máquina ronronea por el placer que da rodar
en estos entresijos, y nosotros la acompañamos en sus goces, aunque sea
curioseando entre recovecos de un pueblecito tranquilo, a casi 1000 metros
sobre el nivel del mar y muy por encima de las cosas humanas, que decía cierto
filósofo. La iglesia de Nuestra Señora de la Ascensión copa las miradas, es
centro de atención y la plazoleta presidida por el templo es centro de
congregación de parroquianos. Aquí hemos dado inicio y damos fin a esta parte
de la visita, dejándonos caer carretera abajo en búsqueda de Meano.
Meano fue en
otros tiempos un arrabal de Lapoblación y ahora se ha apoderado de la
capitalidad, haciéndose con el ayuntamiento y la mayor parte de los habitantes.
También le ha sustraído protagonismo, sobre todo el gastronómico gracias a su
pan, de renombrado prestigio por la zona, y especialmente por sus afamados “bollos
preñaos”, que son unos chuscos cocidos con su correspondiente chorizo dentro,
todo bien hermanado en el mismo pack.
Nosotros, al
igual que le ocurrió a Ulises con el cántico de las sirenas, sucumbimos a las
excelencias del bollo preñao que, aunque no sabe cantar, da el cante en boca.
Pero como suele ser habitual, el éxito consume, y por eso nuestro gozo ha
terminado en un pozo. La fraternal unión de pan y chorizo se había acabado. Así
que, como las circunstancias obligan, finalmente, hemos tenido que comprobar
que un pan de Meano y un chorizo vecino del pueblo también, aunque sea por
separado, tampoco congenian mal, y si además se acompañan de un vinito de la
Rioja alavesa, que está a tiro de piedra, mejor que mejor.