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jueves, 21 de diciembre de 2017

Lapoblación - Meano

Andanza XCIII: Lapoblación-Meano

Día: 03/09/2017

¡Rediós! Esta pasada noche se nos ha infiltrado un lemur en el dormitorio para rascarnos los pies, con la intención de recordarnos que son ya muchas las semanas de abandono de la sagrada tarea que es Navarra de la A a la Z. Y qué razón tiene el lemur. Alguno se preguntará cómo se ha podido colar un lemur en nuestro dormitorio, si esos bichitos tan simpáticos son originarios de Madagascar y de alguna película de Disney. Pues no, resulta que los lemures ancestrales son invento de los romanos y de su pragmática religión. Los romanos idearon una serie de genios o espíritus de los muertos que volvían de ultratumba para fastidiar a los vivos irresponsables con apariciones nocturnas, como ha hecho nuestro lemur, que es eso, un espíritu tocapelotas que ha venido a echarnos en cara nuestra desidia.

Verdaderamente le agradecemos al lemur metomentodo el habernos puesto en canción, así que haciéndole caso vamos a ponernos manos a la obra, bueno, más bien manos al manillar de la moto, para encaminarla con toda nuestra humanidad encima hacia la Navarra media, hacía el Oeste, hacia las tierras fronterizas del Valle de Aguilar, porque la visita de hoy nos lleva a Lapoblación, un municipio desdoblado en dos localidades: la propia Lapoblación, que es la que cede el nombre, y Meano, donde se ubica el ayuntamiento.

Como fieles cumplidores de la religión del motero y de su cuarto mandamiento, el que dice que honrarás a las curvas como a tu propio padre, hemos elegido las carreteras adecuadas por las que alabar más y mejor a esa línea que varía de dirección continuamente. Así que haciéndole ascos a la autovía A-12, enfilamos la vieja N-111 camino de Viana, con el buen sabor de boca que deja el serpenteante tramo entre Sansol y Viana, conocido mundialmente como “Mataburros”, y es que de casta le viene al galgo. A partir de Viana toca apartarse de la civilización, para adentrarse en la serranía y la ruralidad trepando por la sinuosa NA-7230. Aquí sí que se cumple a rajatabla con el mandamiento de marras, curva tras curva, sin atisbo de rectas, asfalto entre malo y peor, carretera encogida, de las que absorben todos los sentidos porque no hay margen de error, pero qué divertida es la condenada.

Tras atravesar las angosturas de Aras, dejamos atrás esta población camino de Aguilar de Codés, un nido de águilas, continuando la ascensión hasta tomar la NA-7211 en un cruce a la izquierda que ya nos emboca hacia nuestro destino. Lapoblación es un lugar situado en un paso natural abierto en las cresterías de la Sierra de Cantabria, entre las cumbres de la Peña del Castillo y el León Dormido, en el límite entre Navarra y Álava. 


Es un pueblo-calle de ladera, con poco más de treinta habitantes, dominado al norte por la mole del León Dormido, y al igual que este felino de piedra, Lapoblación se ha quedado traspuesto en su atalaya, sobre todo hoy, al calor de un tibio sol que hasta parece hacer ronronear al león de la montaña. También nuestra máquina ronronea por el placer que da rodar en estos entresijos, y nosotros la acompañamos en sus goces, aunque sea curioseando entre recovecos de un pueblecito tranquilo, a casi 1000 metros sobre el nivel del mar y muy por encima de las cosas humanas, que decía cierto filósofo. La iglesia de Nuestra Señora de la Ascensión copa las miradas, es centro de atención y la plazoleta presidida por el templo es centro de congregación de parroquianos. Aquí hemos dado inicio y damos fin a esta parte de la visita, dejándonos caer carretera abajo en búsqueda de Meano.

Meano fue en otros tiempos un arrabal de Lapoblación y ahora se ha apoderado de la capitalidad, haciéndose con el ayuntamiento y la mayor parte de los habitantes. También le ha sustraído protagonismo, sobre todo el gastronómico gracias a su pan, de renombrado prestigio por la zona, y especialmente por sus afamados “bollos preñaos”, que son unos chuscos cocidos con su correspondiente chorizo dentro, todo bien hermanado en el mismo pack.


Nosotros, al igual que le ocurrió a Ulises con el cántico de las sirenas, sucumbimos a las excelencias del bollo preñao que, aunque no sabe cantar, da el cante en boca. Pero como suele ser habitual, el éxito consume, y por eso nuestro gozo ha terminado en un pozo. La fraternal unión de pan y chorizo se había acabado. Así que, como las circunstancias obligan, finalmente, hemos tenido que comprobar que un pan de Meano y un chorizo vecino del pueblo también, aunque sea por separado, tampoco congenian mal, y si además se acompañan de un vinito de la Rioja alavesa, que está a tiro de piedra, mejor que mejor.







martes, 12 de septiembre de 2017

Lantz

Andanza XCII: Lantz

Día: 27/08/2017

Así de pasada, de refilón, por mera casualidad, en nuestra anterior Andanza sacamos a colación al santo Job, un dechado de probidad. Este señor ha quedado como la personificación de la paciencia, virtud que se ganó a pulso, porque tela marinera el puteo que le prepararon entre Dios y el diablo. Su historia la relata de primera mano el Antiguo Testamento, en el Libro de Job, y es verdad de Perogrullo. Sus males le vinieron por bueno, era tan bueno tan bueno que daba asco, al menos eso decía el diablo, que se ensañó con él, por eso siempre es mejor tener algún defectillo, ser un poco libertino o un tanto crápula, más que nada por no despertar recelos, porque de envidiosos está el mundo lleno.
El caso es que el señor Job era un pedazo de pan y muy cumplidor con sus deberes religiosos: iba a misa todos los días, rezaba el rosario por la mañana y por la tarde y los sábados inmolaba un corderico para tener contento a Yahvé, y lo tenía, vaya que si lo tenía. Además Job era inmensamente rico, poseía 7000 ovejas, 3000 camellos, 500 pares de bueyes, 500 asnos y numerosos obreros a su servicio, tenía también una bella mujer muy hacendosa que sólo iba a la peluquería una vez al año y 10 hijos súper fashion de los que no piden la paga.
Pero un día el diablo, aburrido, se subió al Cielo en plan tocapelotas, y para picar a Dios le dijo que no presumiera tanto de tener un siervo como Job, porque siendo rico era muy fácil ser bueno, cumplidor con los preceptos religiosos y amar a Dios, lo complicado era hacerlo cuando uno no tiene dónde caerse muerto. Como Dios se quedó un poco mosca con los argumentos de Satán, le dio permiso para putear a Job todo lo que quisiera, siempre que no lo matara, para ver si después de jodido ponía la cama, o sea, si mantenía su férreo amor a Dios.
El diablo bajó del Cielo frotándose las manos, "ésta es la mía", se decía, "te vas a cagar Job" murmuraba entre dientes. Y con las mismas, el tío se empleó a fondo, de un plumazo liquidó a todos los bichos de Job, se cargó a sus obreros, incendió su casa y lo arruinó. Como a pesar de aquellas calamidades el bueno de Job seguía en sus trece respecto a lo de amar a Dios, el jodido diablo convenció con artimañas a los hijos del santo para que un día se reunieran todos en la misma casa, que tenía las vigas del techo infestadas de carcoma africana, así que cuando estaban los hermanos juntos en el cuarto de estar, preguntándose por el motivo del encuentro, el diablo pateó el tejado de la casa, hundiéndose sobre los presentes, que la espicharon todos.
Para más INRI, para darle noticia de cada desgracia ocurrida enviaba mensajeros a Job, éstos se iban relevando, cuando salía por la puerta el que le había contado que sus animales habían muerto entraba el que le iba a explicar que sus hijos la habían palmado, y así sucesivamente, todo para tenerlo al borde del infarto. No contento con esto se cebó con el propio Job, le pegó la sarna y se le llenó el cuerpo de furúnculos, sus amigos no querían acercarse a él al verlo todo tiñoso y su mujer salió por patas también. El pobre Job tuvo que irse a vivir a un basurero y rascarse los picores con una teja rota que encontró por la escombrera.
Un poco mosca ya de tanto disgusto, un día inquirió a Dios por los motivos del trato que le estaba dando, si siempre había contado con su fidelidad incondicional. Dios, que no esperaba de Job ningún reproche, le contestó que él era Dios y hacía lo que le venía en gana, sin dar explicaciones a nadie. Job se achantó y siguió amando a Dios como si no hubiera pasado nada. Y ésta es la historia de la famosa paciencia del santo Job, que viene a cuento porque es la misma que tienen con nosotros nuestros lectores, aguantando lo que les echemos, y sirva el cuento de Job como homenaje y agradecimiento a todos ellos, sobre todo teniendo en cuenta que les va hacer falta todavía una poquita más, pues aún quedan chanzas y andanzas para rato.
En la de hoy nosotros no hemos tenido que echar mano de la paciencia, ni hacer ningún sacrificio, porque se trata de una Andanza sugestiva, tan sugestiva como que toca visita a Lantz. Esta villa está situada en la comarca de Ultzamaldea, a 25 kilómetros al norte de Pamplona, subiendo por la carretera N-121-A y cogiendo el desvío a la derecha por la NA-2523. Pero como le hemos hecho la "damnatio memoriae" a la N-121-A, no por nada en particular, sino por antipatía que no sabemos de dónde nos viene, pues nos embarcamos con mucho gusto en una ruta alternativa vía Astrain, Irurtzun, Latasa, Jauntsarats, Ilarregui, Auza, Larraintzar, Alkotz, Arraitz, y de ahí a Lantz, circulando un tramo por la N-121-A porque no queda otra.
Seremos pesados de solemnidad por reiterar aquí las bondades de los paisajes de Basaburúa y la Ulzama, con esas carreteras tan de moto que no nos cansamos de recorrer, aunque, como es el caso hoy, tengamos que dar un rodeo de tropecientos mil kilómetros para llegar al destino, pero de verdad que merece la pena gastar goma por esos vericuetos. Y como todos los caminos llevan a Lantz, finalmente allí hemos aparecido. Lantz es una localidad pequeña, característica de la montaña navarra, con poco más de 150 habitantes, aunque ha logrado frenar la caída en su demografía e incluso aumentarla en los últimos años. Es un pueblo-calle, que en un tiempo era atravesado de parte a parte por la carretera de Pamplona a Behobia (ésa que ahora se llama N-121-A). Pero lo que antes fue travesía, ahora es tranquilidad pura, jalonada a ambos lados por inmensos caserones, algunos bien cuidados y floridos, otros no tanto, los hay un pelín lúgubres y hasta dan miedo con esos descomunales tejados que parece que van a precipitarse sobre el incauto paseante.
Lantz es famoso por su pintoresco carnaval rural, celebrado como tal incluso en la época de prohibición gracias a los desvelos de los hermanos Caro Baroja por recuperar la tradición. Su personaje principal es Miel Otxin, un bandido contumaz que es perseguido, capturado y paseado por el pueblo el lunes de carnaval, y el martes, tras un nuevo paseo, se le da matarile y es quemado en la hoguera, mientras los sádicos vecinos bailan alrededor del fuego.
En la contienda interviene Ziripot, un gordo vestido con sacos rellenos de hierba o helecho, encargado de capturar a Miel Otxin, mientras que el Zaldiko (el caballo de Miel Otxin) arremete contra el gordinflón para defender a su amo. También están los herreros, que con las herramientas de su oficio en ristre se dedican a poner las herraduras a Zaldiko cuando lo trincan. Otros personajes son los Txatxus, personificación de los vecinos que capturan al bandido. Se disfrazan con ropas de gran colorido y pieles y llevan extraños gorros. Escoba en mano, chillan, corren y brincan mientras reparten escobazos a diestro y siniestro.
Para refugiarse de semejante guirigay, en Lantz hay una posada la mar de tranquila, en los bajos de uno de esos caserones vetustos. Allí hemos repuesto fuerzas y ahora sí que nos hemos armado de paciencia para el regreso, por el mismo camino de la venida, que nos tiene hechizados. Y es que la paciencia tiene su premio. Por lo menos Job tuvo el suyo. Dios, después de todo, fue agradecido con él; le proporcionó por partida doble lo que el diablo le había quitado, además de otra mujer y multitud de nuevos hijos y le hizo vivir 140 años. Pero dicen las malas lenguas que, en el fondo, a Yavhé le seguía reconcomiendo el que Job le hubiese recriminado su proceder, por eso su segunda mujer fue de armas tomar, maestra de esgrima con el rodillo de amasar y sus flamantes hijos todos parásitos, de los que no los echas de casa ni a escobazos, y así durante 140 años.










jueves, 7 de septiembre de 2017

Lakuntza - Valle de Lana

Andanza XCI: Lakuntza - Lana, Valle de

Día: 20/08/2017
Desde que el mundo es mundo existen ciertos necios que por mantenerse callados habitualmente logran pasar por discretos, sin embargo, en cuanto se ven en la obligación de manifestarse pasan a ocupar automáticamente el puesto que les corresponde en la hermandad de los tontainas. Hay días que, como hoy, también nosotros nos levantamos poseídos por la espesura y el oscurantismo, y para no identificarnos como esos tontos secretos y en un intento de mantener nuestra reputación entre la de los juiciosos, dado que no podemos guardar silencio por necesidades del guión, nos vemos en la obligación de invocar cada poco a ilustres personajes para que con sus ocurrencias nos ayuden a correr un tupido velo que disimule nuestros vacíos. Para evitar altercados, siempre procuramos evocar a notables fenecidos, pues son menos propensos a indignarse ante interpretaciones vejatorias de sus idearios, a las que tan dados somos. Cierto es que algunos de los insignes aquí mentados tienen deudos y pudiera ser que nuestro reiterado proceder alimente su voluntad maldiciente, Dios no lo quiera, por eso apelamos a la caridad que se debe hacia los tontos acreditados en su tontería.
Pues lo dicho, puestos a invocar, invocamos hoy a don José Ortega y Gasset, notable filósofo hacedor de conceptos caracterizados por un alto grado de abstracción, muchos de los cuáles escapan a la lucidez de los cándidos. Pero no hay problema, pues para arruinar su verdadero sentido nos las pintamos solos, en beneficio propio, eso sí, y en perjuicio ajeno, eso también, aunque, teniendo en cuenta que estas licencias nos las tomamos sin mala intención, damos por hecho que su verdadero padre sabrá perdonarnos, allá donde esté.
Aseguraba el bueno de don José que él era él y su circunstancia. Que él era él estuvo claro desde el principio, pues con mirarse al espejo le bastaba para comprobarlo. Pero lo de la circunstancia dichosa se nos antoja como un concepto algo más nebuloso. Decía Ortega que la circunstancia es todo lo que a cada uno le viene impuesto por el destino y también lo que le acarrea el modo de conducirse en la vida. Por consiguiente, el quehacer del hombre consiste en afrontar buenamente los vaivenes de la circunstancia que le ha caído en suerte, porque vivir es tratar a diario con la circunstancia. Pero esta señora circunstancia es caprichosa en el trato… o te come a besos o te infla a ostias, según le dé. Y así, al igual que cada perro termina por parecerse a su dueño, cada circunstancia termina por adueñarse del prójimo al que envuelve, aportándole el carácter pertinente… o impertinente.
Por suerte, nuestra circunstancia es amable y nos toleramos bien (por ahora). Ella fue la que nos lanzó a esta empresa con la que tanto disfrutamos y que aquí intentamos compartir para regocijo general, y si no general, al menos el de unos pocos irreductibles que con nosotros hacen gala de más paciencia que el santo Job. Mas a la circunstancia hay que acariciarle el lomo, hay que mimarla y aún así, por su carácter gatuno de vez en cuando te suelta un zarpazo. Es lo que tiene la circunstancia.
¡Ay la dichosa circunstancia!, que no sólo se ceba con las personas, sino también con los sitios y de esto don José no dijo ni pío, es cosa nuestra. Porque a cada pueblo también se le sube a la chepa su circunstancia y a veces pesa como una losa, cuando está gorda la condenada, de lo histórico, de lo inmediato, de lo espiritual y de lo material, así que hoy nos vamos a indagar sobre los de Lakuntza y su circunstancia, sobre los del Valle de Lana y la suya, a alcahuetear por los entresijos respectivos, los impuestos y los adquiridos.
El camino ya lo conocemos, y bien, de tanto insistir hemos hecho surco. Puerto de Lizarraga para arriba, puerto de Lizarraga para abajo, presto a abocarte a La Barranca de manera vertiginosa por su vertiente norte. Allí, en el valle del Arakil está Lakuntza, a la vera del río, custodiado por la sierra de Andía y a la sombra de la poderosa mole de San Donato. Su caserío se extiende por una llanura de ribera, aunque el resto de su término municipal se retuerce un poco más. Moran en el lugar unos 1260 habitantes, entre el núcleo principal y los barrios vecinos. Los más viejos han visto mudar la circunstancia de su pueblo. Antaño era una circunstancia aldeana, de agricultura, de ganadería, de explotación forestal y hogaño se ha transmutado en urbana e industrial. Por su culpa ahora conviven caserones imperturbables, recios y adustos con frías naves industriales, más bien impersonales. Qué antojadizas son las circunstancias.
Un chascarrillo: nos hemos enterado por un pajarito que en Lakuntza le tienen una especial aversión a los calderos, o por lo menos a uno en concreto. Parece ser que si preguntas a uno de Lakuntza por el susodicho caldero le sienta peor que si le mientas las habilidades de su madre como meretriz, y responde con exabruptos y bufidos, o bien te suelta una andanada en toda la jeta. Algo gordo se debía cocer en el caldero de marras, porque la cosa es un tanto misteriosa, viene de antiguo y ya recogían esta fobia los folcloristas navarros del pasado siglo.
Cambiamos de escenario volviendo por donde habíamos venido, al menos hasta Estella. Desde aquí, circulando por la NA-132A con dirección Vitoria, poco antes de la muga con Álava se esconde un valle al que el aislamiento le ha proporcionado su circunstancia. Entre la intimidad y el recogimiento, de incógnito, con el farallón pétreo de la sierra de Lóquiz cerrándole el norte, el Valle de Lana se oculta de miradas indiscretas. Sus horizontes están limitados por escabrosidades, pero no importa, en su retiro está su esplendor.
El valle se estira de Este a Oeste y en su término se asientan cinco pequeños concejos: Galbarra, Gastiáin, Narcué, Ulíbarri y Viloria. Pocos son sus habitantes, entre todos no llegan a los 175 vecinos, pero disfrutan de lo añejo, de lo vetusto, porque así son sus pueblos. No destacan por poseer monumentos sobresalientes, ni iglesias colosales ni palacios ilustres, todo es modesto y es que en la sencillez está su virtud. Por eso Lana no es presuntuoso, es más bien un valle tímido, será por su clausura, por su apartamiento. Hasta se le ha llegado a conocer popularmente como la “Pequeña Rusia”.

En el valle se ha conservado un oficio ancestral, el de hacer carbón. El carbonero era un personaje habitual en diversas comarcas de Navarra hasta mediados del siglo pasado y hoy ya prácticamente ha desaparecido. En Viloria especialmente, la mayoría de sus vecinos se dedicaban a este quehacer y pasaban en el monte varios meses al año cociendo la madera. Por fortuna, aún quedan carboneros en el Valle de Lana como vestigio de un pasado que se empeña en persistir. Es de agradecer la testarudez de la circunstancia, que todavía nos permite contemplar cómo humea una carbonera tal como lo hacía siglos atrás.












martes, 22 de agosto de 2017

Valle de Juslapeña

Andanza XC: Juslapeña, Valle de

Día: 30/07/2017

Hay por ahí filósofos que no saben que lo son, son pensadores un poco de andar por casa, pero a los que de vez en cuando inspiran las musas. Estas señoras tan tornadizas se les aparecen sin avisar, de improviso, y les hacen saltar un chispazo de lucidez en el magín. Ése es el caso de un amigo nuestro, que el otro día, departiendo con él acerca del vicio que tenemos de viajar en moto, en concreto sobre las Andanzas por Navarra, nos vino a sugerir que tuviéramos cuidado porque “el hábito hace ciegos” y lo repetitivo entumece los sentidos. Entonces su aguda observación nos dejó un poco desconcertados ante la posibilidad de que de tanto mirar, estuviéramos dejando de ver, y que la espesura del bosque nos estuviera ocultando los árboles.

Pero no, después del susto que nos entró en el cuerpo y reflexionando, llegamos a convencernos de que el tedio aún no nos había poseído y que, a pesar del tiempo transcurrido desde que iniciamos esta misión (va para cuatro años), seguimos haciendo lo posible para que no haya mirada turbia que valga, pues cada día, al inicio de una nueva Andanza, nos quitamos las legañas de la rutina con curiosidad inquisitiva, ésa misma que según el dicho mató al gato.

Parece ser que el gato fenecido era anglosajón y cotilla, y de él dice Saramago que se fue al otro mundo contento porque lo que descubrió en su investigación valió la pena. Nosotros aspiramos a eso, pero sin terminar como el minino por causa de la curiosidad que nos mueve, que es una curiosidad moderada, más que nada de interacción con un entorno apacible, de aventura de proximidad, porque los contornos por los que nos movemos son los que son, los 10.391 kilómetros cuadrados de la Comunidad Foral.

Ciertamente, nuestro camino tiene momentos en el que se nos antoja eterno, de nunca acabar. Sabemos que no nos llevará a lugares exóticos, ni a encontrar paraísos perdidos, pero, aún tratándose de un viaje de vecindad, está a un abismo de convertirse en algo empaquetado. Es de un nuevo mirar, de actitud, de enriquecimiento, de huir de lo cotidiano, de rodar por disfrutar del camino, porque la meta es solamente una excusa. Nuestra terquedad nos ha hecho amigos del sol y del viento, también, a regañadientes, de la lluvia, y hasta hemos tenido tratos con la nieve. De vez en cuando nos sentimos pasajeros del tiempo, pero en el día a día abrazamos la contemporaneidad. A veces llegamos a figurarnos lejos de las cosas humanas y otras, y es lo común, muy próximos.

Y así es Juslapeña, un territorio próximo y lejano. El valle de Juslapeña, donde hoy encaminamos la curiosidad del gato, está próximo a la vorágine de Pamplona, en su Cuenca, a sólo 12 kilómetros, y también lejano, pues lejanos parecen sus rincones escondidos y selváticos. Juslapeña es un municipio donde plantan sus reales con derecho poco más de 560 vecinos, además de una multitud que se suma los fines de semana venida desde Pamplona a holgazanear su ocio. Se asienta al noroeste de la capital y lo integran trece lugares: Aristregui, Osinaga, Larráyoz, Nuin, Osácar, Beorburu, Garciriáin, Marcaláin (la capital), Navaz, Belzunce, Usi, Ollacarizqueta y Unzu, y en este orden los hemos abordado.

El día acompaña, en el cielo límpido, unas pocas nubes en rebeldía son el único tamiz a la luminosidad del sol. Como un poco avergonzadas, se deslizan bogando perezosamente, sin prisa, hasta perderse en la lejanía. Nosotros hemos irrumpido en el valle al descuido, por Arístregui. El camino se ondula y encrespa al paso ronroneante de nuestra montura. Qué agradable a la curiosidad insaciable es el momento en el que, al fondo de una estrecha carreterilla perdida, aparece recortada sobre el horizonte la silueta gallarda ofrecida al viajero por la torre de una iglesia. Juslapeña regala con generosidad instantes así. Sus pueblos son dueños de iglesias recias, robustas, cortadas por el mismo patrón, de torres achaparradas, de campanarios parejos. Un buen número de ellas todavía tañen de vez en cuando, cuando toca, pero otras han perdido su condición, como la de Beorburu, que dejó de serlo hace tiempo y ahora una ajada puerta encierra lo que le queda de sacralidad.

Algunos lugares se han encaramado en las laderas. Desde la altura, el pueblecito de Osácar es espectador privilegiado de un paisaje salpicado de pequeños relieves. Entre ellos, manchas de verde arbolado se disputan el terreno con otras de ocres y amarillos, huellas de campos cosechados, ahora atormentados por la sed. Por donde la naturaleza se lo ha puesto fácil, el hombre ha tejido una telaraña de caminos de asfalto y tierra para unir sus asentamientos, a lo lejos son surcos que cuartean el espacio, son arrugas en el rostro de la tierra.

Y disipados entre esta maraña que hemos de recorrer, diminutos a vista de pájaro, uno a uno van surgiendo esos lugares con sabor a descubrimiento cuyo detalle sería prolijo. Todos merecen mirada atenta y sentidos abiertos. Cuanta casona inmensa que atrae e intimida, cuanto portalón de medio punto dispuesto a engullir a quien ose traspasarlo. Sus fachadas se cubren del sol con inmensos aleros y se adornan con balcones corridos y se colorean de rojo y verde engalanadas por un sinnúmero de macetas. Algunos de estos caserones han caído en el olvido, abandonados, camino de la ruina, aún así mantienen su estampa arrogante. Luchan en una batalla perdida contra una maleza empeñada en fagocitarlos. Tempus fugit irreparabile.


Finalmente, nosotros, al igual que las nubes, nos perdemos en el horizonte del retorno a casa con la curiosidad saciada, con la seguridad de que el hábito sigue sin dejarnos ciegos, sabiendo que nuestro interminable viaje consiste en ver las cosas como si nunca las hubiéramos visto, en mirar los paisajes como si jamás hubiéramos estado allí, en extraer esencias, porque siempre somos otros los que vuelven de cada pequeño viaje.