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viernes, 29 de diciembre de 2023

Olóriz

Andanza CXXIV: Olóriz

Día: 21/02/2021

Hoy nos hemos levantado sintiéndonos víctimas. Víctimas de un síndrome. Un síndrome muy común y que afecta a muchas personas, a pesar de que su nombre es interminable y parece un trabalenguas. Se trata del síndrome denominado por los especialistas en el comportamiento humano como "Quebonitoescanadá-Mecagoenlosputosrrenos". Resulta que los que padecen este síndrome no suelen reconocer sus síntomas ni se sienten aquejados. Suele manifestase en personas que se enfrentan a una situación inédita, como puede ser ir a vivir a un nuevo lugar, empezar a desarrollar un trabajo diferente, echarse flamantes amigos o haber contraído recientemente matrimonio o encontrado nueva pareja de hecho. Estos son sólo algunos ejemplos, pero la casuística en la que se revela este síndrome en muchísimo más variada y compleja.

La señal inicial que presentan las víctimas de este mal es la euforia, que viene a encontrarse sintetizada en la primera parte del nombre del síndrome, es decir "Quebonitoescanadá". La actitud de los afectados cuando empiezan a interactuar ante un nuevo entorno, como puede ser el caso de alguno de esos que hemos referido, es ésa, de entusiasmo frente a la novedad. Todo es bonito, es agradable, está lleno de ventajas, es lo mejor del mundo. Su vecino es la persona más sociable en kilómetros a la redonda, amable, servicial, no hace ni un ruido, aunque viva en el piso de arriba, y le presta sal o cualquier otro condimento en caso de necesidad.

Si se trata de un nuevo jefe, éste es encantador, trabajan en hermandad, no es jefe sino compañero y piensa que el aumento de sueldo está al caer. De los nuevos amigos del aquejado, qué decir. Son como hermanos, mejor que hermanos, camaradas, está seguro que irían con él al fin del mundo y piensa que si les pide dinero no titubearían en ofrecérselo. En cuanto a la nueva pareja, es lo más de lo más, está cañón, tiene un físico impresionante, rebosa simpatía, cariño, le es totalmente fiel y sabe a ciencia cierta que envejecerán juntos. Y así, fascinado en estos escenarios, que vienen a ser como una especie de jardín de las delicias, pasa nuestro doliente algunos meses, e incluso puede que más de un año, más feliz que un gorrino en el lodo.

Pero la víctima no sabe que está enfermo y que su felicidad pronto se trocará en desazón, porque el síndrome es inmisericorde. De manera que, pasados esos meses de impresiones positivas, el mal comienza a alterar la percepción sensorial y entra en acción el proceso explicitado por la segunda parte del nombre del síndrome: "Mecagoenlosputosrrenos". Ahora el entorno ambiental experimenta una transfiguración negativa para el sufrido aquejado, quien achaca sus males a comportamientos ajenos y culpa a todos esos que anteriormente eran maravillosos a sus ojos: el vecino, el jefe, los amigos y hasta a su propio consorte.

Las antiguas excelencias de los entornos y de sus inquilinos vienen a mudarse en auténticas mierdas insoportables. El vecino es un cabronazo, hijo de su madre, tocapelotas, que arrastra muebles y baila zapateados por las noches. El jefe se ha convertido en un tirano explotador de la clase obrera, un ladrón capitalista que reparte migajas y no reconoce sus sobrados méritos. Los amigos le han mostrado su verdadera cara. Son egoístas e interesados. Todos se echan atrás a la hora de pagar la ronda cuando les toca. Sabe que le critican a sus espaldas y también que han organizado merendolas sin avisarle. En cuanto a su consorte, ya no es quien parecía ser. Ha engordado. No para de darle la brasa con lo de que tiene que ayudar más en casa. Le echa en cara que esperaba más de su persona, que se ha vuelto un inútil, que no gana lo suficiente. Además, abriga la ligera sospecha de que tiene un lío y de ahí las críticas de sus amigos, que andan endosándole una cornamenta de ciervo de diez puntas.

Pues ésta viene a ser la manera que tiene de atacar a sus víctimas el famoso síndrome. Decíamos al principio que nosotros somos damnificados, pero nosotros, al contrario que la gran mayoría, sí somos conscientes de estar afectados. Cuando comenzamos nuestras andanzas, allá por un lejano 2013, creíamos que esta empresa era relativamente factible. Pensábamos que recorrer Navarra pueblo a pueblo en moto era cosa de dos o tres años, que no íbamos a gastar ni tres ruedas, que a los lumbagos de la edad no les íbamos a dar tiempo para incordiarnos demasiado, o que mientras durara la aventura no nos iban a hacer falta gafas de lejos. Qué ilusos y qué mala visión de futuro.

Muchos años después el síndrome nos ha hecho ver las cosas de otra manera. Sin llegar al extremo de defecarnos en los renos, es cierto que la euforia se nos ha aplacado. Nos la ha aplacado (vamos a buscar culpables) el sinnúmero de ruedas dejadas en el asfalto, el que ciertas compañías petrolíferas se estén forrando a nuestra cuenta, el que a estas alturas todavía no somos capaces de atisbar cuando vamos a finalizar o el que, y terminamos ya de lamentarnos, visto cuanto se está alargando esto, nuestro seguro de los muertos no para de subir porque presume que pronto se le acabará el negocio.

Pero, en fin, afectados o no, no vamos a dejar que el síndrome nos coma toda la moral, sólo la parte correspondiente al desgaste de los años. Así que, en un día ventoso y de la mano del síndrome, para joder, arrancamos nuestro bóxer teutón con el objetivo de avanzar otro pasito en nuestro interminable peregrinar por Navarra. Hoy toca Olóriz, un municipio compuesto, integrado por los concejos de Echagüe, Mendívil, Olóriz y Solchaga, y también por los lugares habitados de Oricin, el caserío de Eristáin y los antiguos señoríos de Lepuzáin y Bariáin, de acceso privado. Todos los vecinos de estos lugares juntos no llenarían un cine grande, pues son alrededor de 200.

Olóriz pertenece a la merindad de Olite, se ubica en la Valdorba, a medio camino entre Pamplona y Tafalla, más o menos, a la izquierda de la N-121 o de la AP-15 según se baja. Nuestra visita comienza en Echagüe, un pequeño lugar al que se accede desde la N-121, siguiendo la NA-5010 y después la NA-5030. Al llegar al pueblo te recibe la pared del frontón y una casita de fachada blanca. La calle que se abre paso entre ambas edificaciones franquea el paso hasta un espacio diáfano que es el centro neurálgico del lugar, presidido, como suele ser habitual, por la iglesia, que en este caso tiene por inquilina a la Virgen de la Asunción. Es un edificio aparente, recio, con un pórtico de doble arco abierto a la inmensidad del valle.

En un salto nos plantamos en Oricin, que está un poco más al sur y tiene unos 14 vecinos y a san Andrés un poco descuidado. No tardando mucho se le va a caer la techumbre de su casa sobre la cocorota por falta de mantenimiento. No sabemos si es irreverencia de los vecinos hacia su persona o dejadez por parte del santo a la hora de retejar. Yéndonos todavía más abajo nos plantamos en Olóriz, el concejo que le da nombre al municipio. Aquí está el ayuntamiento, san Bartolomé, con una iglesia de lo más cuca y mejor cuidada, y un montón de arbolado por todos sus rincones, que le confiere al lugar un aspecto cuidado, atractivo e idílico. Conserva también los vestigios de lo que fue un antiguo palacio Cabo de Armería.

Siguiendo derroteros de obligado cumplimiento hacemos acto de presencia en Solchaga, que está en un despejado rodeado de campos de labor. Tiene buenas vistas Solchaga porque no hay obstáculos para el buen mirar, sólo horizontes lejanos. También es un pueblo cuidado, luminoso, con menos arbolado que Olóriz pero en él se erigen unos cuantos caserones con apresto del bueno, de esos que lucen con orgullo sus blasones y además mantienen una vejez altiva gracias a la cirugía estética que se les ha practicado, entre ellos al palacio del mismo nombre, que fue solar de señorío, hasta con jurisdicción criminal.

Y de señorío en señorío. Nos vamos al de Eristáin, un sitio interesante al final de una carreterita que muere allí mismo. Éste es un lugar por el que el bucolismo campa a sus anchas. Envuelta en rusticidad se encuentra la iglesia de Santa María, que parece datar de finales del siglo X o principios de XI. Tiene un pórtico añadido en el siglo XVI en el que a ras de suelo se encuentran las tumbas de unos señores que debieron ser muy principales y para que nos las pisotee la gente han puesto una cuerda cutre delante.

Para completar nuestra andanza hemos dejado Mendívil en último lugar, el más poblado y más urbanizado de todos. Hasta tiene alguna industria.  Está situado en un altillo a la vera de la N-121 y el trasiego de esta carretera anima el cotarro, aunque no se quiera. Su iglesia ha optado por apartarse de semejante algarabía, san Miguel ha buscado la tranquilidad rodeado de vegetación al otro lado de la carretera, pero no ha roto todos los puentes, ha mantenido una pasarela sobre la N-121 por si algún fiel decide ir a expurgar sus pecados. Y con esta perspectiva tan sugerente, finalmente, con la tranquilidad del deber cumplido, parece que la sintomatología del síndrome ha remitido y lo negro lo vemos gris. Sea como fuere, la ligera mejoría nos ha levantado los ánimos y nos da cuerda para afrontar unas cuantas andanzas más. Seguiremos ahorrando para ruedas, gasolina y para mantener vigente el seguro de los muertos el tiempo necesario.


























miércoles, 13 de diciembre de 2023

Olite/Erriberri




Andanza CXXIII: Olite/Erriberri

Día: 07/02/2021


A veces este espacio parece nuestro particular Muro de las Lamentaciones, y es que, como no nos cansamos de repetir, son muchos años ya los dedicados a sustanciar nuestro ir y venir motero, que se nos antoja interminable, sin embargo, la obligada persistencia en el compromiso adquirido, que nos lo hemos encomendado voluntariamente, nos va curtiendo en el oficio de enfrentarnos al relato de cada Andanza, con mayor o menor fortuna de acuerdo los estímulos y a la lucidez del momento. Aun así, hay ocasiones en las que el toro con el que tenemos que lidiar se nos presenta como un morlaco descomunal, de enorme potencial, al cual no sabemos por dónde entrarle, y hoy es uno de esos días.

Resulta que en esta ocasión hemos de encarar el desafío presentado por la ineludible evocación de las excelencias de la ciudad de turno, Olite, lugar donde se derrocha historia en cada uno de sus rincones, porque se encuentra preñada de monumentalidad y porque, en consecuencia, en esa evocación se ha de encomiar mucho arte y mucha vida, y es por eso que sentimos que nos flaquean las fuerzas, abrumados ante semejante tarea. Pero, por esa perseverancia obligada de la que hablábamos, de estas flaquezas intentaremos sacar fuerzas, aunque sean pocas, para lustrar el relato que viene.

Cierto es que Olite es pequeña, pero es ciudad, y dotada de grandeza, oficializada por el penúltimo de los Austrias allá por 1630. No se sabe bien que ancestros tuvieron la feliz idea de ubicarla en terreno llano, en la Navarra media, a poco más de 40 kilómetros al Sur de Pamplona, a unos 51 al Norte de Tudela, a otros 40 al Oeste de Sangüesa y alrededor de 46 al Este de Estella. Su vecina grande, Tafalla, está a tiro de piedra de un forzudo, a tan solo 7 kilómetros a septentrión. Otros ancestros, más recientes y conocidos, le otorgaron la capitalidad de la merindad de su mismo nombre, la última creada en la Navarra medieval. Pero ya no hay merinos ni merindades, al menos como entidades territoriales y administrativas, aunque se mantengan en el recuerdo.

Ni que decir tiene lo contentos que están los habitantes de Olite con su pueblo, y son alrededor de 4000. Saben que todo aquel que lo visita queda prendado y tal admiración la han puesto por escrito innumerables viajeros ilustres, hechizados por su embrujo. No vamos a tomar prestadas aquí las palabras de elogio de otros, aunque sean gente esclarecida, y tan bien nos hubiesen venido para dar lustre y esplendor a esta crónica, así que nos quedamos con nuestra humilde verborrea que, eso sí, se ha visto estimulada encima de la moto nada más aproximarnos al lugar desde Tafalla, en cuanto una silueta de campanarios y atalayas recortada sobre el horizonte nos ha advertido sobre lo que esconde una vez materializada en piedra.

Es cierto que poner excesivo entusiasmo a la hora de describir no propicia la objetividad que se debiera y por eso Olite nos complica el relato. Con monumentos a diestro y siniestro no se puede ser imparcial. Por otra parte, resulta que Olite es un matagigantes. A pesar de su tamaño, se ha peleado a brazo partido con ciudades como Granada, Córdoba o Toledo a la hora de hacerse con el galardón de albergar la primera maravilla medieval de España, y su castillo, según determinados jueces, se ha erigido en campeón, y probablemente esos señores tengan razón. Además, para engrosar sus virtudes, Olite viene a ser tierra de vinos y olivos, de suelos fértiles y clima áspero, pero sin rigores, al menos cuando el cierzo no campa a sus anchas.

Que el buque insignia de Olite es su castillo salta a la vista, un capricho de Carlos III el Noble. Muchos dineros le costaron a Carlos sus caprichos, pero bien amortizados están porque no paran de atraer visitantes. El despilfarro de un rey de los siglos XIV-XV le ha venido de perlas al Olite moderno. Al rey se le antojó un castillo que no resultó castillo sino palacio, pues poco había que defender y mucho de lo que disfrutar, al estilo francés, como el propio rey. Poco tiene que envidiar el castillo de Carlos a los de Walt Disney, porque, si de esplendor se trata, rezuma por los cuatro costados, aunque tenga alguno más. Se construyó para el deleite y no se escatimó en ornato. Tiene, sobre todo, un maravilloso desorden arquitectónico porque no se diseñó como una obra de conjunto. Tiene torres de lo más heterogéneas, de diferentes formas y alturas, con nombres propios: del Homenaje, de las Tres Coronas, de Fenero, Joyosa Guarda, Cuatro Vientos, del Aljibe... Tiene salones y habitaciones para dar y tomar, jardines, patios, fuentes, nevera, por tener tuvo hasta zoológico y tiene una morera blanca que es monumento natural.

Cierto es que en su restauración se les fue la mano a los arquitectos imaginando cosas, pero, visto el resultado, se les pueden perdonar los excesos. Probablemente, se dejaron llevar por la fantasía y el capricho. Debieron imaginar un entorno de justas y torneos, veían caballeros con sus armaduras, damas encopetadas, pajes y doncellas, gente de iglesia, trovadores, halconeros y hasta algún bufón. Por eso no nos vamos a quejar aquí si alguna torre es más de cosecha propia y carece de rigor arquitectónico con lo que en su día fue. Hay que reconocer que lo tenían difícil de partida, pues lo que quedaba del castillo cuando se inició la restauración, a principios del siglo XX, presentaba un estado lamentable.

En fin, si nos entretenemos más en glorificar al castillo se nos acaba el papel y no acabaríamos nunca, porque Olite conserva muchas más cosas. Pero no vamos a entrar en detalles del Olite moderno, del Olite extramuros, porque lo viejo, lo que hay de muros para dentro nos absorbe, de unos muros que ahora son recuerdo o pedazos reutilizados, pero de los que quedan algunos portales, como restos del cinturón que ceñía al antiguo Olite sobre sí mismo.

Ya los romanos comenzaron a enriquecer el lugar y de las murallas de su oppidum algo queda, algunos de sus lienzos se aprovecharon en la edificación del Palacio Viejo de los Teobaldos, edificio singular que no se puede dejar en el tintero, pues fue sede real y en la actualidad ejerce de Parador Nacional. Y si del ámbito de lo sagrado se trata, Olite va sobrado de iglesias: a destacar el románico de San Pedro, de sobria belleza, y el gótico exuberante de Santa María la Real, que tan bello conjunto forma con el Palacio Viejo, dando cara a la Plaza de los Teobaldos. Desde esta plaza, siguiendo las estrecheces de la rúa de San Francisco y tras atravesar la Torre del Chapitel por sus arcos apuntados, se llega al centro neurálgico de la ciudad, la plaza de Carlos III. A la izquierda el castillo, a la derecha el ayuntamiento, por todos lados tiendas, bares, terrazas y bullicio de visitantes y parroquianos.

Lo viejo no tiene calles, las calles quedan para el Olite moderno. Allá por 1982 el Olite viejo volvió a la Edad Media, al menos en la nomenclatura de su vial urbano, retomando la denominación de rúas, de origen francés, para sus calles, refiriéndose a ellas con los mismos nombres que debieron tener en el siglo XIII merced a la memoria de los Registros del Concejo. Recuperar nombres tan sonoros y peregrinos como de la Judería, de la Tesendería, del Pozo o de la Cantarería nos devuelve reminiscencias de su historia.

Pero cómo no evocar aquellos tiempos callejeando por su laberíntico entramado, por las estrecheces de sus rúas, descubriendo rincones con encanto, husmeando tras los portalones de casonas blasonadas  y terminar, como no pude ser de otra manera, tomando un buen vino de Olite acompañado de alguna vianda en la plaza, contemplando el castillo de Carlos y agradeciéndole el despilfarro gracias al cual Olite enamora.

























 

domingo, 20 de agosto de 2023

Olazti/Olazagutía - Olejua

Andanza CXXII: Olazti/Olazagutía - Olejua

Día: 27/12/2020

Un día más el horror vacui se nos ha subido a la chepa a hurtadillas y por eso lo vemos todo nevado. Muy, muy nevado, y debe ser porque son tantas las ocasiones en que nos enfrentamos a páginas en blanco antes de sustanciar esto que tanta blancura termina pasándonos factura: el agotamiento y la ofuscación al intentar llenar los vacíos que nos asaltan, cada vez más y más a menudo. Por eso hoy será, si un chispazo de inspiración no lo evita, otro día de palabras blanquecinas.

El caso es que, ante tal carestía, nos vemos en la obligación de agarrarnos de nuevo a un clavo ardiendo, el mismo al que ya nos habíamos asido hace tiempo: el de la especulación sobre las aventurillas. Porque lo nuestro son eso, “aventurillas”, aunque en determinados momentos las engordemos de manera pretenciosa. Pero más vale ser aventurero de aventurillas, sobre todo si son en moto, que dueño y señor de un sillón reclinable, con masaje y calefacción, pagado a plazos en Galería del Coleccionista.

Ahora bien, en calidad de damnificados en la parte que nos toca, sabemos que, a determinados señores apoltronados en esos sillones los aventureros que van en moto no les parecen gente respetable, ni sus hazañas merecedoras de consideración, sino que los consideran individuos sin sustancia, desequilibrados, sin arraigo a la estabilidad, y cuyos logros, tengan la dificultad que tengan, son de lo más ordinario y vulgar.

Pero nosotros siempre hemos creído que la curiosidad inherente a la aventura es una señal de salud mental y muy recomendable, en atención a la interacción que se produce con todo lo que la rodea, sin embargo, otros carecen de semejante credulidad, a pesar de que exista una gran diferencia entre mostrar indiferencia ante la aventura, no entenderla, o estigmatizarla por el mero hecho de su dinamismo, actitud esta última adoptada por muchos de los seducidos por el buen dormitar que produce la fusión con un sillón reclinable, acelerada en caso de conectar la calefacción.

Cierto es que para los que la practican, aunque sea a nivel de volver la esquina, la aventura tiene un valor incuestionable. Si empezamos por su propia etimología, que vendría a ser su sentido original, la palabra, que procede del latín, viene a significar “lo que tiene que suceder”, es decir, aquello que ha de ocurrir pero que no se sabe por anticipado si no se consulta un oráculo, o es uno propiamente adivino, y de los buenos, no de esos que preguntan ¿quién es? cuando llaman a su puerta. Y lo que tiene que suceder puede pasar tras la siguiente curva de la carretera (una vaca en medio no es aventura), en el pueblo próximo o donde menos se espera, que tranquilamente puede ser una buena tasca en la que almorzar en condiciones.

Pero como cada cuál es hijo de su madre, sabemos que el ideal de muchas gentes es alcanzar una vida descansada, tirando a indolente, a poder ser sin trabajar o, si esto no fuera posible, con un trabajo lejos de parecer tal cosa, y entendemos también que estas pretensiones no son nada malo y hasta pudieran ser muy beneficiosas para quienes descansan mientras suspiran por no hacer nada, pero…  cuando algunos de entre estas gentes no se conforman con el disfrute de sus apetitos de relajación y se dedican a denostar a los practicantes de la aventura, cualquiera que sea su categoría, más que nada por la ansiedad que les produce contemplar esfuerzos ajenos, se hacen merecedores de cierta irreverencia por nuestra parte. Estos, que solo ponen énfasis en que no haya sorpresas en su existencia y que son capaces de autocensurar sus sueños para evitar que en ellos aparezcan esfuerzos, están cumplidamente vacunados contra lo extraordinario y de ahí su malquerencia hacia la aventura y hacia quienes la practican. Es más, todos esos se esfuerzan en escapar de las innumerables posibilidades que ofrece la vida, que para ellos no es más que un libro cerrado, igual que huyen de la aventura como instrumento hacia el conocimiento y prefieren el abrazo de su sillón hasta fundirse en un único ser.

Pero para disgusto de los que reposan a perpetuidad la aventura tiene su propia lógica, que es la que ha venido ensanchado los horizontes del mundo desde que éste es tal, y de un tiempo a esta parte también ha ensanchado un pequeño espacio fuera del mundo, aunque poco si nos atenemos a la inmensidad que dicen que tiene lo que hay del mundo para arriba, así que nosotros, en eso de ensanchar horizontes mundiales seguimos poniendo aquí nuestro granito de arena que, por turno, esta vez pretendemos engrandecerlo con las visitas a Olazti/Olazagutía y Olejua.

Cuando decíamos al principio que lo veíamos todo blanco no era sólo por el papel falto de ideas, era porque veníamos barruntado lo que nos íbamos a encontrar en las alturas que nos toca superar. Y es que camino de Olazagutía hemos tenido que pelearnos con la sierra de Urbasa, donde la nieve hizo acto de presencia con contundencia un par de días atrás. Por suerte para nosotros la carretera luce de negro por obra y gracia de las máquinas quitanieves, y nos permite contemplar un paisaje en el que las hayas todavía soportan estoicamente la blancura que les ha venido del cielo.

La bajada del puerto de Urbasa hacia la Barranca, ya de por sí sombría y complicada, nos obliga a extremar la atención por si, al acecho del motero incauto, se esconde en alguna curva sombría ese hielo renegrido y traidor que odia a los aventureros motorizados de invierno más que los señores del sillón reclinable. Pero no, parece que al menos hoy los hielos artistas en caracterizarse de asfalto han hecho dejación de funciones, para alegría nuestra, y así encaramos hacia Olazagutía desde las alturas, cayendo por la falda de la sierra de Urbasa, sin otra novedad que los pies y las manos frías.

Y pasmados nos quedamos ante la primera cara que presenta Olazagutía cuando se accede al pueblo desde la NA-718: le están royendo las entrañas. Se las están royendo los de la cantera Aldoyar, que están comiéndose el horizonte con orden y concierto. Y es que, en vecindad al pueblo, la cantera extrae material y va devorando el monte en terrazas, dando forma a gigantescos peldaños de una escalera monstruosa. Verdaderamente, resulta un paisaje sobrecogedor, entre sorprendente y feo, pero un tanto curioso.

Ya dentro del pueblo la cosa cambia. Encajonado entre sierras, la de Urbasa al sur y la de Altzaina al norte, sus horizontes, dejando de lado la parte que se han comido las canteras, son de un verde refulgente, que disfrutan sus algo más de 1500 habitantes. A Olazagutía se le ha acomodado la autovía A-1 y Olazagutía se acomodó en su día al río Arakil. La autovía y el río se han empeñado en discurrir por la abertura del valle de la Burunda, la autovía casi en línea recta, el río entretenido en hacer meandros. Unos 53 kilómetros separan Olazagutía de la capital, un suspiro si se va por las vías rápidas que las unen: la A-1, la A-10 y la AP-15, aunque esta última es de las que exigen derrama a las puertas de Pamplona.

Además de las canteras, también otra empresa ha marcado una parte del paisaje de Olazagutía, y tampoco para realzarlo. Es la de Cementos Portland, teñida de gris y que desde 1903 cuenta con una fábrica en el pueblo que da de comer a unos cuantos de la comarca. El pueblo es una mezcla entre lo industrial y lo tradicional. Fue el ferrocarril, que llegó a Olazagutía en 1862, quien propició el comienzo de una industrialización creciente, pero también la pérdida de la identidad rural, aunque siga manteniendo un costumbrismo entreverado en algunas de sus calles jalonadas por caserones de otras épocas. Buena muestra de ello se ofrece desde la pequeña elevación en la que se ha plantado la parroquia de san Miguel, rodeada de casas con solera y de otras bisoñas, con el trasfondo blanco que ofrece estos días la sierra de Urbasa.

Este blanco nos volverá a acompañar en el retorno a Tierra Estella, porque regresaremos sobre nuestros pasos, atravesando otra vez esas alturas de manto níveo y por ello hoy muy concurridas por gentes que han tenido a bien subir hasta la sierra a pisotear nieve. Y mientras todos estos disfrutan con los pies fríos, nosotros preferimos calentarlos con un aperitivo en el hostal de Zudaire, una vez que hemos descendido de las alturas y antes de encarar la ruta hacia Olejua atravesando la Améscoa Baja camino del valle del Ega, en la Merindad de Estella.

Y es que Olejua es un pueblecito de Valdega, de poco más de 50 habitantes, encaramado en lo alto de una loma a unos 18 kilómetros de Estella, cuyo caserío se encuentra al borde de la carretera que une Allo y Ancín. En Olejua no hay tiendas, ni industria, ni alojamientos turísticos, ni servicios, excepto los pocos que presta el ayuntamiento y apenas existen referencias a su historia, aunque sí se localizan en su reducido casco urbano diversas viviendas de interés arquitectónico, algunas con fachadas de piedra de sillería, a las que se accede a través de un arco de medio punto de piedra labrada sobre el que aparece un blasón que reivindica pasadas glorias. A destacar la Parroquia de Santiago que, coronando una escalinata, preside el lugar. El edificio ha logrado conservar una parte de su fábrica original, de estilo románico rural de transición, aunque la torre se ha modernizado y luce otras galas renovadas.

Olejua es un lugar privilegiado para no perder detalle de cuanto ocurre en el valle del Ega. Desde aquí casi todos los pueblos vecinos permiten ser escudriñados. Y en la contemplación terminamos nosotros, mejor que la que permite un sillón reclinable, en la contemplación del horizonte ensanchado que nos ha proporcionado esta aventurilla, en cuyo fondo la sierra de Codés destaca de blanco inmaculado, un blanco con el que hemos alimentado un vacío más.