Día: 10/07/2016
Corren tiempos de fascinación
hacia mundos remotos, perdidos, olvidados..., puestos de moda por juegos de
rol, películas de fantasía o videojuegos, tan espectaculares que han conseguido
sugestionar a legiones de frikis y no tan frikis. El porqué de ese magnetismo,
de esa atracción hacia semejante mitología es algo difícil de definir. Tal vez
sea por el ansia de escapar de lo corriente, por el hastío hacia lo cotidiano,
por hartazgo de la rutina, o porque el cansancio por lo acostumbrado acomoda
placenteramente en una ficción evanescente.
Decía San Gregorio Magno que lo
que la lectura enseña al lector, las imágenes se lo enseñan a los iletrados.
Pero resulta que hoy por hoy iletrados hay pocos y la tecnología audiovisual ha
sido capaz de hacer palpables esos mundos a los que nos referimos mediante la
imagen, más descansada que la lectura, convirtiéndola en un arma irresistible,
tanto que hay quienes rendidos ante su poder de fascinación campan gustosamente
por las tierras paralelas como Pedro por su casa. Frikis o no frikis,
autoconvencidos de una realidad a medio camino entre lo virtual y lo material,
se sienten cómodos en la Tierra Media, en la República Galáctica de Star Wars o
en los Mundos de Yupi, porque uno es de donde pace no de donde nace.
Y... ¿a qué ha venido esto a
colación? Pues porque nosotros, en cierta medida, compartimos algo de ese
frikismo hacia los mundos remotos, no tanto perdidos aunque sí un poco
olvidados. Son nuestros mundos algo más terrenales pero no menos sugerentes que
los fantasiosos y precisamente en esta Andanza nos encaminamos hacia uno de
ellos. Así como otros se disfrazan de Darth Vader para colmar su fantasía,
nosotros también, con traje y casco y pilotando nuestra nave, en este caso de
dos ruedas y a ras de suelo, que igualmente nos permite proyectarnos hacía un mundo arrinconado pero de verdad.
Es nuestro objetivo el Valle de
Goñi, un lugar apartado, anacoreta de las alturas y un tanto retraído. Se ubica
entre las sierras de Andía y Urbasa, en la zona noroccidental de la Merindad de
Estella, a más de 1000 metros sobre el nivel del mar y muy por encima de las
cosas humanas, parafraseando a cierto filósofo. Como buen valle, es un
municipio compuesto, integrado por los concejos de Aizpún, donde se asienta la
capitalidad, Azanza, Goñi, el que le ha cedido el nombre, Munárriz y Urdánoz.
Hay quien opina que los mayores
esfuerzos regalan las mejores satisfacciones y ciertamente, llegar hasta él
requiere uno considerable, aunque tempranamente se ve recompensado por el
agradable rutear que otorga el tránsito por los apacibles valles de Yerri y
Guesálaz en un día luminoso y cristalino como hoy. Pero la verdadera contienda
se inicia con la subida al alto de Guembe, donde la peor parte se la lleva
nuestra sufrida moto, cargando sobre sus lomos con unos cuantos kilos de
humanidad. Tan buena es que ni se queja, trepa que te trepa, curva a curva,
transigiendo con el vigor de estas montañas sin inmutarse. Así que en
recompensa, tras coronar el alto, súbitamente se exhibe a quien ha osado trepar
hasta allí la serenidad del valle. El misterio se revela con todo lucimiento.
Escribió Nicolás Poussin, pintor
del clasicismo francés, que las cosas de perfección no hay que mirarlas con
prisa sino con tiempo, juicio y discernimiento, pues juzgarlas requiere el
mismo proceso que hacerlas..., y para eso hemos venido hasta aquí. Sabemos que
como jueces se nos escapa la objetividad por esa tendencia a ver la botella
siempre medio llena, pero esta conformidad alarga la vida, y vida larga es de
la que deben beneficiarse los moradores del valle en su disfrute diario de unos
lugares ricos en piedras cargadas de historia, en los que el tiempo se escapa
entre las manos como la arena del reloj. De historias y de leyendas, pues las
unas son complemento de la otras. ¡Cómo no iban a proliferar las leyendas en un
mundo olvidado como es éste!, tan ajeno a los trajines cotidianos.
Buscando rincones mágicos hemos
auscultado los recovecos de estos pueblos, que de ellos están sobrados. Algunos
son un tanto herméticos, encastillados en sus iglesias, desde las que puede uno
asomarse a un pasado remoto. Ahí está la vieja parroquia de San Ciriaco de
Goñi, sacada de un sueño, encumbrada en su promontorio, vetusta y arruinada
pero aún dominante y engreída. En sus musculosas paredes se abren las saeteras
que hablan de un pasado entre la cruz y la espada. Dentro también se escuchan
voces, voces de leyenda; esbozada en la piedra la de Teodosio de Goñi,
caballero penitente en Aralar cargado de cadenas para purgar un horrible
crimen.
Uno a uno, los cinco pueblos nos
han magnetizado, nos han permitido ejercitar algo que va más allá del ver: la
contemplación. Ante una mirada risueña, en pequeñas porciones, las escenas del
pasado han desfilado en secuencia infinita colmándonos de mito y de historia,
pero por desgracia no hay lugar aquí para tanta memoria como guarda el valle de
Goñi.
Aplacada nuestra capacidad de
admiración, es tiempo ahora de templar otro instinto más básico, ese desorden
espiritual que nos lleva a perder el control de nuestros propios actos, la
glotonería. Y que buen sitio hemos encontrado para ejercitarla: el hotel rural
Teodosio de Goñi, en Aizpún. En su acogedora terraza, con unas buenas cervezas,
hemos aquietado tan terrible pecado capital, ese vicio colérico que nos persigue
a diario y no comprendemos el porqué de su acoso. Nos han acompañado dos
convidados de piedra. Allí estaban don Quijote y Sancho en hábito de fiesteros
y, misteriosamente, un tanto alejados de su hábitat natural.