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jueves, 14 de julio de 2016

Garínoain -Garralda

Andanza LXIX: Garínoain - Garralda

Día: 05/06/2016

No hay mayor irreverencia que el atrevimiento del ignorante. Ése es nuestro caso, pues resulta que en más de una y más de dos ocasiones hemos osado enredar aquí con conceptos abstractos, hurtados a distinguidos pensadores, de esos que se nos escapan entre los dedos por no saber por dónde cogerlos, tanto, tanto, que finalmente nos vemos en la tesitura de prescindir de lo mejor de su sustancia para dejarlos a la altura de betún una vez amoldados a nuestros triviales intereses narrativos. Alguno dirá que esta sutileza no es nueva, que nos repetimos, que llueve sobre mojado; y está en lo cierto. En cierta manera, justificando lo injustificable nos autoconsolamos y confesando en público semejantes amaños hacemos un acto de contricción cual sacramento religioso, a la espera de recibir el perdón de Dios o de quien corresponda, ante esos pecados nuestros consistentes en profanar ideas ajenas.


Pero como en los tiempos que corren el arrepentimiento es flor de un día y resulta que el hábito de echar mano de lo pensado por otros lo estamos convirtiendo en tradición por cómodo y provechoso, volvemos a las andadas en un visto y no visto. Hoy, además, no se nos ocurre otra que retroalimentarnos de nuestras propias simplezas y de los muchos pensamientos que para adornar estas parrafadas hemos traído a colación, rescatamos aquél que allá por el mes de diciembre de 2015 (ver andanza LVIII) desollamos impunemente.


Hablábamos entonces de “el eterno retorno de lo idéntico”, una concepción filosófica del tiempo cuyo verdadero sentido ni se nos pasó por la sesera alcanzar. A nosotros nos bastaba jugar con la literalidad de la frase para acomodarla a nuestros tejemanejes geográficos. Pues bien, puestos a seguir sacándole partido a la frasecita de marras, en esta ocasión ha caído en nuestras garras el concepto que sobre la redundancia de lo único e irrepetible tenía cierto sociólogo alemán, cuyo nombre no mencionamos para no despertar las iras de sus deudos, por si se diera el caso, poco probable, de que un día alguno llegara a leer las blasfemias que siguen.


Decía el susodicho que lo único y lo irrepetible es graduable, o sea que el dichoso eterno retorno de lo idéntico, aunque cíclico y continuamente repetido es lentamente cambiante. Qué lucidez, qué penetrante idea que rápidamente adoptamos para nuestros exabruptos. Así es, y resulta que esta Navarra que ya hace bastante más de dos años venimos desgranando, rodando a lomos de nuestro artilugio y con atenta mirada, a pesar de su diversidad, cuenta con sus zonas geográficas de “unicidad”, pero en las que también se van transformando, perezosamente, los esquemas que le dan carácter y de repetición constante. Son variaciones de detalle dentro de un entorno superior que, a base de siglos, ha creado un espacio de equilibrio en el que el hombre ha sido constreñido por el medio geográfico y el clima. Y si nuestros desvaríos van de equilibrios repetidos y mansamente cambiantes, en esta jornada nos hemos de enfrenar a dos: el equilibrio de la tierra meridiana y el equilibrio pirenaico, la quietud de Garínoain y la serenidad de Garralda.


Garínoain se aposenta a 26 kilómetros al sur de Pamplona, en la Valdorba, en plena Merindad de Olite. El Cidacos más humilde, el navarro, fluye a su vera de norte a sur, y el cierzo, cuando sopla destemplado, que es siempre, hace tiritar al más pintado hasta en verano si se lo propone. Es un pueblo al estilo de la Navarra Media, como corresponde, bien parecido, cuidado, de los que han sabido conservar una porción de casonas del siglo XVI, de amplias portaladas, distinguidas, señoriales, cuyos linajes no echaron en el olvido marcar impronta en las claves de sus magníficos arcos de medio punto. Tiene hasta su palacio Cabo de Armería, de los de calidad, de los de asiento en Cortes; aunque venido a menos y desfigurado, todavía se yergue y aguanta el tipo desafiando el paso del tiempo.


A pesar de esas pasadas glorias Garínoain es de esos sitios que poco ha dado que hablar, bueno, algo sí, porque últimamente a sus exiguos 500 habitantes se les ha visto un poco sobresaltados por cierto asunto político que no viene a cuento y que ha llevado el nombre de la villa a las crónicas periodísticas. Pero parece que las aguas ya han vuelto a su cauce, y hoy, a las puertas de la iglesia mientras las campanas repican reclamando fieles en una mañana soleada y todavía tibia, los parroquianos ya entrados en años acuden a su llamada ensimismados y desinhibidos de cuestiones tan mundanas. El tiempo todo lo cura. Nosotros, cual convidados de piedra, los observamos en procesión, nos saludan con cortesía y se interrogan íntimamente sobre nuestra presencia en el lugar.


No hay tiempo de explicaciones, hemos de partir rumbo al Pirineo, de nuevo al valle de Aezkoa, al que tanto hemos acudido últimamente, pareciéndonos ya a ese amigo pelmazo, quien visita tras visita termina haciéndose tan insufrible como las moscas cojoneras. Pero no hay miedo, estas tierras son hospitalarias con el viajero y tampoco hay pereza en curvear lo que haga falta por carreteras tan de moto.


Garralda es el más occidental de los pueblos del valle. Nos recibe bajo una luminosidad resplandeciente y es que el día acompaña. Además, la villa es diáfana, despejada, de calles amplias, al contrario que sus pueblos hermanos, más concentrados e introvertidos. Su nitidez se refleja también en las casas, radiantes, casi huelen a nuevo, y a flores sin casi. Pero este desequilibrio con la “unicidad” del valle tiene explicación. Garralda ha sido mártir de sucesivos incendios y especialmente el sufrido en 1898 dejó arrasado todo el pueblo, por lo que fue reconstruido con mayores holguras.


En fin, no hay mal que por bien no venga, antiguas calamidades dieron paso a un pueblo abierto, en el que destacan como edificios más representativos su atractiva iglesia de reminiscencias neogóticas y el ayuntamiento, un edificio exento, solemne e imponente… y allí terminamos buscando refrigerio, pues en sus bajos se ubica una taberna, cuyo cantinero se empeñó en que debíamos probar cierto tocino de la casa y una cervecita, por aquello del calor. ¡Cómo íbamos a negarnos!