Andanza CVII: Lumbier - Lúquin
Día: 23/12/2018
Amanece otro día de hambre y sed.
Hambre y sed de ir por esos mundos, cual viajeros empedernidos, aunque sea en
torno a nuestro ombligo. Porque, como no nos cansamos de repetir, estas
Andanzas son de vecindad, y, en consecuencia, somos presa de la envidia ante
aquellos que emprendieron grandes viajes. Por ejemplo, los de la Antigüedad,
cuando insignes aventureros debían hacer frente a todo tipo de vicisitudes,
enfrentándose a finales impredecibles. Y es que, comparativamente, viajar hoy
en día tiene escaso mérito; pues, ya sea yéndose a las antípodas, ya sea
yéndose a la Luna, todo está planificado y bajo control.
Y habiendo traído a colación los
grandes viajes y viajeros de la Antigüedad y puestos a ser envidiosos, nos da
mucha pelusa el viaje realizado por el patriarca Abraham en unión de sus
familiares, entre ellos su sobrino Lot, del cual el Génesis da cumplido relato.
Abraham y la cuadrilla se fueron desde Ur, en Mesopotamia, hasta las tierras de
Canaán, en Palestina, y los muy valientes se fueron sin mapa. Cierto es que no
fue idea suya, sino por mandato divino, alentados con la promesa de medrar. Aún
así, eso sí es una andanza para culos inquietos y no las nuestras. Más de 1500
kilómetros a pinrel en búsqueda de la Tierra Prometida, en una travesía plagada
de peripecias.
Para empezar, ocurre, y es lo
malo de un viaje tan largo y al que se apunta tanta gente, que siempre hay
fricciones en la convivencia. Unos quieren ir por aquí, otros quieren ir por
allá, algunos quieren visitar esto, otros quieren ver aquello, que si los
gastos a medias, que si con el dinero de todos tu vas a vinos y yo voy a agua,
etc, etc. Y eso le pasó a Abraham, quien terminó riñendo con su sobrino Lot, y
riñó por una nimiedad, por cosa de ovejas. Se ve que cada uno llevaba su propio
rebaño para ir sacrificando en honor a Jehová y de paso para el sustento del
día a día, y parece ser que las ovejas más espabiladas siempre se comían los
mejores pastos. Como las ovejas más espabiladas eran del mismo, antes de que
llegara la sangre al río, decidieron separarse y cada uno tiró por su lado.
Abraham dejó elegir a Lot y éste
optó por irse al valle del Jordán, porque era de regadío; entonces, Abraham
determinó quedarse en Hebrón. Probablemente, Lot, muy astuto, ya sabía que en
el valle del Jordán, además de ser de regadío, era donde se ubicaban Sodoma y
Gomorra, dos ciudades de gran renombre por su ambiente. Por consiguiente, Lot,
junto con su familia, se fue a vivir a Sodoma y... ¡a disfrutar, que son dos
días!
Pero Lot no debía saber a ciencia
cierta de qué pie cojeaban en Sodoma y tampoco que Jehová llevaba tiempo un
poco mosqueado con este ambiente tan liberal. Para colmo, sus habitantes eran
muy ruidosos, así que Jehová, enfadado, no sólo por sus aficiones, sino, sobre
todo, por el ruido que metían cuando las ponían en práctica, decidió que
aquello no podía continuar así. El pobre Lot ya había conseguido casa en
Sodoma, no se sabe si en propiedad o en alquiler, cuando recibió un soplo
divino comunicándole que dos ángeles vendrían a destruir la ciudad. Lot salió a
recibirlos al anochecer a la puerta de la muralla, porque no se fiaba un pelo
de las intenciones de los lugareños, todos muy cariñosos hacia los forasteros.
A hurtadillas y a oscuras se los llevó a su casa para evitar muestras de afecto
hacia sus personas, sin embargo, los del pueblo, barruntando la presencia de
los recién llegados, se presentaron en la casa de Lot con la intención de
darles mimos. Lot salió a la puerta y les dijo que eran sus invitados y que si
querían entretenerse les dejaba a sus hijas, pero los de Sodoma porfiaron para
que salieran los dos mancebos, de lo contrario el propio Lot se convertiría en
objeto del deseo.
Cuando, desde detrás de la
puerta, los ángeles se percataron de las pretensiones de los de Sodoma, cogieron
a Lot del pescuezo y lo metieron para dentro, y en uso de sus poderes cegaron a
los sodomitas. Estos, desconcertados, comenzaron a darse cabezazos contra la
pared de la casa, insistiendo en encontrar la puerta, obstinados en echarle la
zarpa a los ángeles, quienes, muy ofendidos con el apasionamiento de los
vecinos, comunicaron a Lot que debía hacer las maletas y marcharse de Sodoma
junto con su familia a la mañana siguiente, porque visto el mucho vicio que
había allí, iban a arrasar el pueblo hasta los cimientos.
El pobre Lot, después del largo
trayecto recorrido para llegar a Sodoma y cuando pensaba que ya había alcanzado
la tranquilidad de la Tierra Prometida, se vio de nuevo desarraigado, y otra
vez de viaje, pateando caminos; además, el valle del Jordán pasó de ser de
regadío a convertirse en un secarral, porque los ángeles se dedicaron toda esa
mañana a echar azufre ardiendo, no sólo en Sodoma, sino también en Gomorra y
otros pueblos de alrededor, no fuera a ser que las costumbres de los de Sodoma fueran
contagiosas, y así, muerto el perro, se acabó la rabia, o al menos eso pensaron
los ángeles.
Lot, finalmente, terminó
acomodándose en una cueva en el monte junto a sus dos hijas, dado que su mujer,
por cotilla, acabó convertida en estatua de sal a poco de abandonar Sodoma, y
en esa cueva también pasaron otras cosas dignas de ser contadas, por
intermediación del vino, pero que dejaremos para otro día, dado que aún hemos
de narrar nuestro viaje, ése de andar por casa, sin tantos avatares como el de
Lot, y, sobre todo, porque es para lo que estamos aquí. Por consiguiente,
después de marear la perdiz, nos consolaremos con la sencilla Andanza que
tenemos por delante, y porque el placer de la moto, de la que no disfrutaron ni
Abraham ni Lot, suple otras carencias.
Ya centrados en nuestro peregrinaje particular, vamos a seguir los dictados de una providencia amañada,
y ésta nos encamina en la jornada de hoy hacia Lumbier y Lúquin. La dichosa
providencia, a fin de darle emoción a la hazaña, ha hecho que, a poco de salir
camino de Lumbier, se haya apuntado al viaje una obstinada niebla, empeñada en
envolvernos a ratos con su húmedo abrazo. De nada sirve hacerle saber que no
nos es grata su compañía. Es dura de oído. Así que, en camaradería con las
tinieblas blancas hemos curveado por los altos de Lerga y Aíbar, desde donde el
mundo se deja ver como un mar de nubes, pues la bruma se ha apoderado del fondo
de los valles. Por suerte, a las puertas de Lumbier nos da un respiro, y es que
el calor irradiado por el pueblo la ha disipado un poco, y así nos permite
comprobar fehacientemente que hemos acertado a llegar a nuestro primer destino.
Lumbier está situado al pie de la
estribación Oeste de la Sierra de Leire, y se acomoda a la vera de un tramo
meandriforme del río Salazar, muy cerca de su confluencia con el río Irati, a
39 kilómetros al Este de Pamplona y bien enlazado por la autovía del Pirineo.
Aquí ya se barruntan sus montañas, cuyos relieves van dejándose ver en
lontananza. Lumbier es una villa asentada a dos niveles: lo más viejo sobre un
altozano y lo más nuevo a sus pies. Y como el día no acompaña, sus pocos más de
1300 habitantes no se prodigan por las calles, ni en las de arriba ni en las de
abajo. Son escasos los que se atreven con la niebla. Nosotros sí porque estamos
obligados. Entonces, como lo más interesante está arriba, subimos a lo viejo
para husmear entre sus callejuelas, que las tiene, y muchas, siendo como es un
pueblo de traza medieval. A la vista de que lo más práctico en Lumbier es
caminar, la moto se queda aparcada en la Plaza Mayor y a pinrel, imitando a
Abraham y Lot, pateamos los alrededores de la iglesia de la Asunción y la calle
Mayor, que bien merece una peregrinación, jalonada de caserones con recias
portaladas ennoblecidas. Deambulamos también, medio perdidos, por algún que
otro pasaje de su enmarañado laberinto urbano, hasta llegar a la calle de Las
Cruces, que sirve de balcón con vistas al río Salazar. Y dado que el andar da
hambre de almorzar, hemos descubierto durante nuestro caminar que para dar
socorro al hambriento de media mañana, en la calle Mayor y sus contornos hay
más de un sitio y más de dos. A discreción.
Almorzados y ahuyentado el temor
a la niebla, es hora de volver sobre nuestros pasos, camino de Tierra Estella,
a Lúquin, de donde nos separan casi 90 kilómetros, ahora acompañados de un sol
timorato, pero sol al fin y al cabo. Lúquin ha crecido en el piedemonte
suroeste de Montejurra, entre Urbiola y Arróniz, a 10 kilómetros de Estella, a
desmano de la agitación urbana pero muy a mano en distancia, porque tiene la
autovía A-12 a tiro de piedra. No llegan a 150 los vecinos que se deleitan con
vistas a Montejurra y Monjardín y con vivir en un pueblo diáfano y sereno,
cargado de casas blasonadas de los siglos XVI, XVII y XVIII. Los feligreses de
Lúquin también gozan de dos iglesias, entre las que han de repartir su
devoción: la de San Martín Obispo, de origen medieval muy modificada, a la que
se le ha añadido una impresionante portada barroca, donde se ha subido el señor
obispo para pasar lista a ver quien falta a misa, y la basílica de los
Remedios, ésa toda barroca, en cuya portada también se ha encaramado la Virgen,
pero ésta, más condescendiente, no pasa lista, que se sepa.
Por Lúquin atraviesa una variante
del Camino de Santiago muy bien venida para ambientar el pueblo. Todo peregrino
que reniega de pasar por Villamayor de Monjardín transita por aquí camino de
tierras gallegas, sólo le faltan unos 700 kilómetros. A nosotros algo menos.
Nuestra peregrinación de hoy termina en Lúquin, a 12 kilómetros de casa y a
tiempo para tomar el vermut. Bien pensado, ya no nos dan tanta envidia las
andanzas de Abraham y Lot, en aquellos tiempos no había ni motos ni vermut, y
sí unos ángeles con malas pulgas echando azufre ardiendo por un quítame allá
esas pajas.