Andanza XCVII: Lazagurría - Leache
Día: 05/11/2017
No hay día, de ésos que dedicamos a
nuestras andanzas, en el que, ante una vetusta iglesia, un caserón destartalado
o las ruinas de un palacio, dejemos de preguntarnos por los secretos que
guardan. Retenidos entre sus muros, algunos de estos edificios atesoran unos
pocos mientras otros custodian
innumerables, pero todos esconden alguno. Si son más o si son menos, lo delatan
las cicatrices que el tiempo ha dejado en sus piedras, sin embargo, éstas no
hablan. ¿O sí?
Hay quien asegura que existe una
relación fija entre las cicatrices y sus causas, y debe ser cierto porque lo
decían unos señores muy versados, como eran Langlois y Seignobos, historiadores
positivistas franceses, lumbreras en eso de descifrar lo que dicen las piedras.
Y es que el hablar de las piedras es un hablar complejo, de ardua
interpretación, un proceso que se inicia en la observación material y pretende
finalizar con el conocimiento de los hechos. Sin embargo, un avispado profesor
como es Agustín Azkarate Garai-Olaun, se dio cuenta de que el pasado existe
únicamente en las cosas que decimos sobre el mismo.
A ver, a ver..., si las piedras hablan
pero no entendemos o no queremos entender lo que nos dicen, y entonces desentrañamos su discurso a
la buena de Dios, por acción u omisión, y si además le echamos un poco más de
fantasía para sustanciar el enredo, pues apaga y vámonos. Para bien o para mal,
resulta que ésa es nuestra filosofía. De historia-ficción de la buena nos gusta
tirar a nosotros aquí, más que nada por quitar seriedad y solazar a la vez.
Por ejemplo, cuando llegamos a lomos de
nuestro corcel mecánico a una aldea remota, olvidada en el tiempo, y en uno de
sus maravillosos rincones se nos aparecen las ruinas de una casa solariega por
las que trepa la hiedra en romántica estampa, digan lo que digan sus piedras,
como no las comprendemos, a nosotros se nos antoja que allí debió vivir una
apuesta moza heredera de un mayorazgo y que murió de amor porque su pretendido,
que era labrador, se marchó a hacer las Indias para enriquecerse e igualarse en
fortuna con su amada, pero según subía por el Amazonas lo trincaron los
jíbaros, se hicieron un llavero con su cabeza y el cuerpo se lo echaron a las
pirañas. Pero resulta que lo que las ruinas querían decir es que en los años
sesenta los dueños de la vivienda tuvieron que emigrar a Bilbao porque las
tierras no daban para subsistir y con la casa abandonada las termitas dijeron
“ésta es la nuestra” y se comieron las vigas del tejado y todo se fue al
carajo. Dónde va a parar lo nuestro con la realidad, por eso, cuando algo habla
y no se le entiende, pues se lo imagina uno.
A imaginar nos vamos en esta ocasión a
Lazagurría y Leache, pueblos de la Navarra Media muy diferentes, que seguro que
dan para fantasear mucho y bueno a diletantes como nosotros y para proferir
razonamientos encadenados a historiadores, porque sus piedras hablan a voces,
sobre todo las incontables que tiene el segundo, que son como cotorras.
En Lazagurría se presenta uno en un
abrir y cerrar de ojos por la autovía A-12, pero nosotros no. Mejor por la
vieja N-111 hasta Los Arcos y desde aquí por la NA-1120, y así disfrutar de
alguna que otra curva, aunque no muchas. Curiosamente, nos hemos cruzado en la
NA-1120 con cinco o seis Ferrari, de los que sólo se ven en las películas o en
Mónaco, y parece que venían del circuito de Los Arcos, con pilotos por un rato
disfrutando de unas máquinas al alcance de pocos bolsillos.
Lazagurría se encuentra en una
encrucijada, de carreteras y de ríos, que en realidad son más bien riachuelos,
como el Linares y el Odrón. Es una villa estirada de Este a Oeste, casi un
pueblo calle, aunque ha engordado un poco a lo ancho. El caserío se ha plantado
al sur de una suave ladera proyectada hacia la orilla del río Linares. Se
encuentra muy bien enlazado, a 21 kilómetros de Logroño y 67 de Pamplona por
la A-12, con salida propia.
A pesar de la autovía, el sosiego campa
a sus anchas en este lugar. Hoy, sus algo más de 200 habitantes han caído en la
indolencia, seguramente por ser domingo. Aunque el propio municipio rezuma
sabor añejo, en domingo y cualquier otro día también. Se le ve un poco mustio y
no sabemos bien por qué. La Iglesia, un tanto añosa, se alza a pie de calle, de
la calle Mayor, con su campanario de ladrillo despuntando en las alturas. Las
señoras cigüeñas se han empeñado en decorarlo. Le han plantado un moño a
disgusto del señor párroco.
Hechos los honores a Lazagurría, nos
vamos de occidente hacia oriente, de la Merindad de Estella a la de Sangüesa,
mendigando, como siempre, algún que otro puerto que anime la ruta. Nos hemos
tenido que conformar con el alto de Lerga, no es gran cosa pero menos da una
piedra. Nuestro nuevo objetivo está en lo que fue el Val de Aibar, disgregado
en municipios independientes en el siglo XIX, entre ellos Leache. Llegados a
Aibar, desde aquí parte una carretera estrecha y solitaria, la NA-5120, que
termina muriendo en Leache, en medio de la nada. No hay civilización más allá.
Leache es un pequeño pueblo un tanto
desvencijado, pero tiene aura. A día de hoy lo habitan unos 35 vecinos, aunque
en la Edad Media debió aproximarse a los 300. Llegó a contar con dos iglesias
románicas de las que únicamente sobrevive una y desfigurada. De la otra quedan
unas ruinas en la parte alta del pueblo, son ruinas susurrantes, de esas que cuentan
historias serias a quien sabe interpretarlas. Estuvo dedicada a San Martín de
Tour y perteneció a la Orden de San Juan de Jerusalén, que tuvo una Encomienda
en Leache, de las más importantes en Navarra entre los siglos XIII y XV a
juzgar por la documentación que se conserva en el Archivo Histórico Nacional.
Pero a mediados del siglo XIX la
iglesia ya estaba arruinada y abandonada por culpa del señor Mendizábal, o al
menos a él le echan la culpa los curas. Fue objeto de rapiña y utilizada como
cantera para otras construcciones del pueblo. Por eso una parte de Leache
parece hecho a retales, hecho con piedras realquiladas al pobre San Martín de
Tour sin su consentimiento. El expolio lo protagonizaron las edificaciones que
hoy muestran portaladas, ventanas, piedras talladas y sillares de época
románica y gótica. ¡Qué cara!, se exhiben sin un ápice de vergüenza, como si la
sisa no fuera con ellas. Así, cómo vamos a entender nosotros a las piedras, si
pretenden engañar. Luego dicen que nos inventamos lo que nos parece, sin orden
ni concierto. La culpa de nuestros desvaríos…, de las piedras fulleras.