Translate

domingo, 31 de enero de 2016

Ezcároz/Ezkaroze


Andanza LX: Ezcároz/Ezkaroze

Día: 27/12/2015

Sólo era cuestión de paciencia, pues el destino es inexorable y, siempre, quien lleva a cabo una transgresión, ya sea por acción, ya sea por omisión, acaba por volver al escenario de su fechoría. Esa atracción fatal ha conseguido que nosotros, finalmente, pudiéramos sacarnos la espina clavada en el primer capítulo de estas andanzas.

Hoy hemos salido de casa pintando bastos, como compañera de partida una de esas nieblas cariñosas, de las que te abrazan sin conocerte, te envuelven en humo y te ciegan con su amor. Hay amores que matan, o al menos lo intentan con los pobres moteros. La misión encomendada nos encamina a Ezcároz, en el Pirineo. La ruta elegida es sublime para la moto cuando los horizontes son nítidos; cuando, como hoy, son de confines turbios, nuestro transitar es agónico. La culpa la tiene el valle del Ebro, imán de nieblas. En su penumbra la tacañería de la temperatura no ofrecía más que un grado. Sin embargo, no todo iban a ser miserias. Encaramados al alto de Aíbar y perdida la influencia del Ebro, el día clareaba como por ensalmo. Quien lo iba a decir, a las puertas del Pirineo, a 27 de diciembre, hemos visto los 17 grados.

Otro ánimo nos invade ya en Navascués. Tras las brumas, esta luminosidad nos hacer ver los espacios como si hubiesen sido concebidos por la mano de Sorolla, nos apremia a agudizar la mirada y a desplegarla cual águila oteadora, pero a ras de tierra. El paisaje invita a la demora y así, pausadamente, convida también a extraer el placer que su estética va presentando en hermandad al descubrimiento de sus interioridades. Las tierras pirenaicas necesitan de una mirada distante para comprenderlas, pero a su vez de otra cercana con la que intimar.

Y así, contemplando esplendores, casi sin darnos cuenta hemos metido el hocico en Ezcároz. La villa es una encrucijada en pleno valle de Salazar, atravesada por el río del mismo nombre. Su identidad pirenaica salta a la vista: calles empedradas y empinadas, recios caserones señoriales a prueba de fríos de montaña, con tejados de pronunciada vertiente para protegerse de las pesadas nieves cansinas que se empeñan en hospedarse durante gran parte del invierno. Su población ronda los 330 habitantes; en otra época sus gentes hablaron un dialecto perdido, que hoy se intenta recuperar. Aquí se disfruta de una naturaleza envolvente, bien compatibilizada con el hacer ganadero, ahora venido a menos.

Aquellos pastores de antaño llevaban sus rebaños a pastar a las Bardenas Reales durante los meses de invierno, por derecho inmemorial. Esos mismos contaban, en voz baja, casi inaudible, asustados, que en los tiempos en que la tecnificación aún no había espantado a las leyendas, en cierto paraje a orillas del río Salazar habitaban unos seres mágicos: unas señoras rubias y de pelo largo, con pies de pato, diestras en el arte del canto, tanto que los engatusaban cuando llevaban el ganado a abrevar al río. Lo que no cuentan es lo que hacían cuando se dejaban caer entre las garras de las susodichas.
Terminado nuestro compromiso con Ezcároz degustando un tentempié a base de bolas de hongo beltza y tinto reconstituyente en el bar restaurante Casa Otsoa, aclaramos el porqué de la espina sacada. Hace más de dos años, el 24 de noviembre de 2013, en nuestra primera andanza de este periplo (quien se anime que le dé un repaso), teníamos por objetivo visitar la Abaurrea Alta, entre otros lugares. Entonces, con una nevada impresionante, un ventisquero cortó la carretera y con la moto recién estrenada no nos atrevimos a intentar cruzarlo; más, ante el ejemplo de otro motero que sí lo intentó y mordió el polvo, bueno, la nieve (sin consecuencias). Así que hoy, a 17 grados de temperatura, y como Abaurrea Alta está aquí al lado, hemos ido a sacarnos la dichosa espina. Con los deberes cumplidos, han desaparecido antiguas inquietudes y  angustias, y hemos espantado el remordimiento. 
 





viernes, 29 de enero de 2016

Valle de Ezcabarte (2ª parte)


Andanza LIX: Ezcabarte, Valle de (2ª parte)

Día: 08/12/2015

No han pasado ni veinticuatro horas y volvemos a la carga gracias a que diciembre es un mes pródigo en ocios, aprovechados por nosotros en el cumplimiento del deber motero-turístico. Reanudamos lo dejado a medias en el valle de Ezcabarte, acometiendo los compromisos incumplidos en la anterior jornada. Es nuestro acometer amable, considerado, en atención a lo acometido, pues se nos quedó en el tintero: el Señorío de Adériz, Garrués, Azoz y Ezcaba.

Superada de nuevo la agitación de Pamplona y el tráfico tumultuoso de la Ronda Norte, cómo se agradece el sosiego al que nos da paso el río Ulzama tras atravesarlo camino, otra vez, hacia el corazón del valle. Hoy es temprano y el ronco bramar de la máquina sostén de nuestra humanidad es el único alboroto del valle. Aún se divisa algún jirón de niebla aferrado a las peñas adustas que custodian los horizontes de esta tierra. Los prados todavía verdean moteados de oscuras manchas boscosas. Los pueblos, entre la neblina, blanquean, al pie de  montes ásperos y ocres. El madrugar nos ha regalado un valle templado y brumoso, una instantánea de las que no se olvidan, indeleble.

Y con el ánimo predispuesto para ver belleza aunque sea en ruinas, buscamos el Señorío de Adériz, y lo encontramos allá en lo alto, pero... ¡sorpresa!, es un lugar privado, con un cartelito que lo advierte y prohíbe el paso. A lo tonto, a lo tonto nos metemos en la boca del lobo, pero el recinto se encuentra vallado. Menos mal que el guarda, que por allí pululaba cumpliendo su menester, tras dejarse convencer de nuestras buenas intenciones, nos dio paso libre al lugar cual alma caritativa.

Así nos enteramos que el Señorío fue rehabilitado en los años 90. Actualmente lo gestiona la Fundación RODE, una organización filantrópica que desarrolla actividades de formación cultural y humanitaria, y parece ser que dispone de alojamiento para 28 personas en plan casa rural. La verdad que es un sitio cuidado al detalle.

Pues nada, cumplida la visita al Señorío gracias al amable guarda, éste mismo nos indica donde está Garrués, justo enfrente, en la falda de San Cristóbal, Así que bajar para volver a subir es lo que nos toca cual montaña rusa. Garrués es un lugar diminuto y algo esparcido, del que aún las brumas matinales no se han terminado de marchar. Sus gentes, si es que las hay, no se dejan ver; por no haber no hay ni perros advertidores de peligro que muerdo, así que recorremos a nuestras anchas sus entresijos, que bien bonitos son y colman inquietudes. Finalmente, sí nos ha parecido ver una vieja del visillo, vieja o lo que sea, pues fue una sombra fugaz. Hay vida en el lugar.

Poco a poco nos vamos terminando el valle, nos quedan dos lugares también encaramados en las enaguas de San Cristóbal. Azoz es el primero en recibirnos. Aquí hay mucho visitante de fin de semana, mucha casita unifamiliar de reciente construcción que ha distorsionado la magia rural del pueblo. Lo que no ha perdido el encanto es su iglesia, de aire románico, dedicada a san Lorenzo. Se arraiga a la tierra como si brotara de ella. Allí, en el prado abrigado por plataneros que hay frente a la puerta nos recibe un curioso personaje: un simpático pony. Pasta a sus anchas por el recinto como si fuera el guardián del Santo Grial y recibe a las visitas más atento que el mismo sacristán. Este caballito se tiene ganado el cielo.

Acabamos con Ezcaba, el lugar que ha dado nombre al valle, y el más pequeño de todos. Porque Ezcaba son dos casas perdidas de la mano de Dios, tan cierto como que no tienen ni iglesia. No es mal sitio Ezcaba para despedirse de este valle. Aquí le decimos adiós, al pie de San Cristóbal, el monte que con su imponente mole señorea todo el valle; lo ha hecho a lo largo de los siglos y lo sigue haciendo hoy.











martes, 26 de enero de 2016

Valle de Ezcabarte (1ª parte)


Andanza LVIII: Ezcabarte, Valle de (1ª parte)

Día: 06/12/2015

Hubo cierto filósofo alemán, al que le gustaba presumir de polaco, que elucubró sobre el concepto de "el eterno retorno de lo idéntico", desarrollando una concepción tan profunda de ese pensamiento que al común de los mortales se nos escapa su alcance. Pero como dicha abstracción es sonora, tras consolarnos en la pretensión de alcanzar algo de su calado, la hemos adoptado como hija y adaptado a nuestro pragmatismo mundano, el de andar por casa.

Todo esto viene a cuento sencillamente porque volvemos a las andadas, es decir, al eterno retorno a nuestros queridos valles. Una obligación impuesta por su sobreabundancia y una devoción animada por la amenidad geográfica y humana que su visita conlleva, porque en ellos lo de idéntico es relativo, pues en esta Navarra tan diversificada no hay dos iguales, aunque, en general, compartan muchas características.

Así que, a la sombra del monte San Cristóbal, al norte de Pamplona, allí nos espera el valle de Ezcabarte, un  municipio que está compuesto por 8 concejos: Arre, Azoz, Cildoz, Eusa, Maquirriáin, Oricáin, Orrio y Sorauren; y 4 lugares habitados: Anoz, Ezcaba, Garrués y el Señorío de Adériz. Parece mucha tela para tan poco sastre, por lo tanto no nos queda más remedio que dividir la visita en dos jornadas; en la de hoy nos conformaremos con rendir honores en Arre, Oricáin, Sorauren, Anoz, Orrio, Cildoz, Maquirriáin y Eusa.

Nos estrenamos con Arre, pegadito a Pamplona y a sus grandes pueblos satélites, tanto que se ha transformado en un lugar de descongestión de actividades de la capital. Esto le ha convertido en un apéndice de la metrópoli, para bien y para mal. Es como sufrir el abrazo del oso, te estruja pero qué calorcito da su abrigo. Para nostálgicos, ahí queda la iglesia de San Román, contemplando en su altillo cómo han cambiado las cosas desde aquel lejano siglo XIII.

Seguimos por Oricáin, lugar vecino de Arre, que no termina de librarse de los zarpazos colonizadores de la gran urbe, aunque resiste en las alturas de una pequeña atalaya, acordonada por fincas de labor y al auspicio de su torre almenada. Persistimos obstinadamente en nuestras intenciones remontando el río Ulzama. Tras cumplir con Sorauren, momentáneamente abandonamos Ezcabarte para volver a profanarlo, esta vez por el norte, buscando el lugar de Anoz. Para ello nos adentramos en la carretera NA-4241 desde Ciáurriz, pero tras sobrepasar Anocíbar, calificar de carretera a semejante vía es de optimismo cándido. Tal vez un día lo fuera, sin embargo, a día de hoy es poco más que un camino de herradura. Los ingenieros de caminos alegarán que para llegar hasta donde llega y muere, en Anoz, no merece la pena gastarse un euro, aunque los pocos vecinos del lugar no piensen lo mismo. A nosotros, en nuestro egoísmo, nos gusta así, ideal para moto aventurera, siempre y cuando se esté atento a algún que otro socavón como la boca del metro, pero es que te adentra por parajes solitarios hasta alcanzar la aldea, otro de esos sitios en los que se cumplen al pie de la letra los tópicos de ruralidad: cuatro casas diseminadas, una iglesia en ladera, sus vacas defecando a su libre albedrío, sus perros de intenciones aviesas que miran con ojos torvos al forastero y sus aldeanos amables, de esos a los que se les supone pensamiento nebuloso. Vamos, lo que se dice una bonita estampa bucólico pastoril, típica pero tópica, como hemos dicho.

Tras rendir pleitesía a los encantos de Anoz, hemos de volver sobre nuestros pasos, buscando el corazón de Ezcabarte. Acompañamos de nuevo al río Ulzama, a su vera, a su par y a su ritmo, hasta desviarnos a la derecha por la NA-4210, carretera que parte el valle en dos, mitad al norte, mitad al sur, desde donde vigila, omnipresente, el monte San Cristóbal, o Ezcaba, como se le quiera llamar, y parafraseando al filósofo, ése que traíamos a colación al principio: "a 895 metros sobre el nivel del mar y mucho más alto aún sobre todas las cosas humanas". Porque las cosas humanas de los pueblecitos aquí situados transcurren con naturalidad íntima, comprimidos en un valle de horizonte moderado pero suficiente. Nosotros, con ojos predispuestos para cosas no vistas, escudriñamos Eusa, Maquirriáin, Orrio y Cildoz, pueblos guardianes de tesoros propios, de mudos secretos escondidos entre las paredes de sus iglesias de traza románica, pero también entre las de sus casonas rancias, aunque estos son secretos ignotos, clandestinos, impenetrables para extraños como nosotros, conformes con imaginarlos, o mejor, con idealizarlos, para salvaguardar el encanto que mantiene el ignorarlos.
















viernes, 22 de enero de 2016

Etxarri Aranatz - Eulate

Andanza LVII: Etxarri-Aranatz, Eulate

Día: 29/11/2015

Cierto día, hace ya dos años, aceptamos un destino insólito, el de esta vivencia peregrina que hoy está de celebración. Sí, dos años cumplidos encima de la moto, erre que erre, pueblo a pueblo por los caminos de Navarra, sin vacilaciones y sin premuras, anhelando con cada nueva andanza la superación de un objetivo, que como eslabón de una cadena, enlaza con el siguiente en una huida hacia adelante forzada por la necesidad de conocimiento del solar navarro que nos ha impuesto nuestra terquedad. Y en ello estamos, en orden y concierto, a saber hasta cuándo, pues dos años es mucho, pero a la vista de los horizontes aún por alcanzar, parece nada.

Al alba el camino nos llama. El día se presenta apacible, el otoño ya se ha asentado y con su cara más amable permite todavía que ese sol perezoso asome para templar el ambiente. Si abrimos el cuaderno de bitácora, en la página de hoy aparecen escritos los nombres de las correspondientes víctimas geográficas: Etxarri-Aranatz y Eulate se han de convertir en presas del ansia viajera. Rumbo a Etxarri, de nuevo el valle de Yerri cotillea y es testigo de nuestra ascensión hasta las alturas de Lizarraga. Esta mañana Lizarraga se muestra indiferente ante nuestro ruidoso paso, como si se la trajera un poco al pairo; no es uno de esos días en los que reacciona regalándonos humedades, borrascas o nieblas envolventes. Con su general condescendencia, hasta parece que en las ventas del túnel hubiera una romería por lo concurridas que se encuentran. Hay mucho montañero, de los de verdad y de esos otros que se pertrechan como si fueran a trepar al Everest, aunque sólo suban a almorzar.

La otra cara de Lizarraga, la norte y de casi caída libre, tampoco tiene mal semblante. Sin brumas, nos deja contemplar la Barranca desde lo alto. Allí abajo espera Etxarri-Aranatz, asentada en el centro del Corredor del Arakil. La villa se acerca a los 2500 habitantes y denota una traza urbanística planificada, distribuida, en origen, alrededor de una amplia calle que más parece una extensa plaza longitudinal. Por todos los rincones de Etxarri se respira su personalidad, militante y vehemente, es de esos sitios que se empecinan en detener el sol. Pero la visita quedaría coja si no le hiciéramos los honores a Lizarragabengoa, pequeño concejo dependiente de Etxarri. Así que como somos muy cumplidos hasta allí vamos, y no nos pesa porque es un pequeño lugar que bosteza y no termina de desperezarse, aun habiendo pasado ya la hora del Ángelus.

Presto retornamos a las alturas. Ahora, con la mirada puesta en la Améscoa Alta, toca el ascenso al puerto de Urbasa, otro conocido de hace tiempo. Subir por la vertiente norte, es algo así como un ejercicio de escalada en moto. Carretera estrecha y sinuosa donde las haya, pero también de las que regalan paisajes inconmensurables. Superadas las escabrosidades finales a base de meter la moto en curva a golpe de riñón, en seguida salen al paso imponentes masas arbóreas, ejércitos de hayas en formación, que, aunque en este tiempo hayan perdido sus galas, no dejan de impresionar. Y no menos impresiona en Urbasa el raso, una gran llanura salpicada de ganado, que se prolonga hasta la boca del puerto de Zudaire, vía natural de acceso a las dos Améscoas.

Y así, como que no quiere la cosa, giramos a la derecha, hacia ese valle encumbrado, profundo, estrecho, alargado y atenazado entre sierras que es la Améscoa Alta, quien, como si nos reconociera, nos recibe afectuosamente. Hubo un tiempo, no demasiado lejano, en que los pueblos de la Améscoa Alta mantuvieron un contacto más que dificultoso con el mundo exterior y eso marca impronta. Su endemismo de ámbito reducido y por ende su singularidad, es algo que siempre nos ha atraído de esta tierra. Sí, reconocemos que no somos imparciales, pues el haber vivido unos cuantos años en Eulate tiempo atrás, nos hace perder la objetividad y percibir sus peculiaridades sin ojo crítico, pero qué le vamos a hacer; además, los recuerdos de juventud siempre se idealizan y el retorno esporádico no deja de ratificar aquellas impresiones remotas.

Es Eulate un pueblo sereno, de actividad calmosa enfocada a la ganadería, la industria maderera, la explotación de sus frondosos bosques y, en menor medida, hacia la agricultura. Sus vecinos, con amplitud de miras, decidieron dividir el pueblo en tres barrios que hoy pueblan algo menos de 400 habitantes. Eulate se afana en estirarse, se estira hacia Álava y se estira hacia Estella. Aún conserva una buena porción de caserones ilustres, que presumen de arco de medio punto y escudos nobiliarios. También presume de antiguas glorias su palacio cabo de armería, hoy arruinado, pero descollando en una ladera sobre el resto del caserío. Alardea aún de lo que fue, y de ello se encargan sus bizarras torres, todavía esbeltas desafiando a los tiempos. Entre sus paredes firmó el general Zumalacárregui en 1835 un pacto con lord Elliot sobre el trato dado a los prisioneros de guerra. Pero ello le valió finalmente su destrucción, pues fue incendiado en el transcurso de la Guerra Carlista por haber servido de base de operaciones al militar guipuzcoano, por aquí conocido como el Zorro de las Améscoas.

Pues nada, dejamos ya el tema histórico-folclórico para acercarnos al materialismo, no el histórico precisamente, sino el del cuerpo, el que nos pide sustanciar felizmente el día de hoy con una visita a la taberna de Eulate, dirigida sabiamente por unos viejos amigos de los que ya hemos hablado en alguna andanza anterior, expertos en satisfacer a sedientos y hambrientos, como es nuestro caso.








miércoles, 13 de enero de 2016

Etxauri


Andanza LVI: Etxauri

Día: 01/11/2015

Esta mañana, con la aurora, nos hemos levantado sobrados de ambiciones pero pobres en juicio. Anhelábamos para hoy una gran ruta, con al menos una triada de pueblos a recorrer; pero como dice el dicho popular “oveja baladora, llama al lobo que la coma”. Y terminó por comernos el lobo de nuestra avaricia desmedida, porque aunque el hombre propone, Dios o la providencia, a gusto de cada uno, es quien dispone. Así que, finalmente, circunstancias inescrutables han querido que sólo un pueblo haya caído en nuestras garras.

Lamentamos tan pobre objetivo, sí, pero a su vez encontramos consuelo en que el alcanzar nuestro norte viene a ser la escusa para recorrer de nuevo esa ruta que tanto nos atrae, la que, a la vera del río navarro por excelencia, el Arga, une Puente la Reina y Etxauri, pues esta localidad es por designio la meta a la que aspiramos.

El Arga es ese amigo rumoroso que extrañamente dejamos de saludar algún día, el que tantas veces nos acompaña en nuestras andanzas por su obstinación en imprimir huella de norte a sur del territorio. Hoy lo hemos encontrado tranquilo, a su aire; ni siquiera se ha inmutado cuando, serpenteando ya por la NA-7110, el estruendo de nuestra máquina escandalizaba a su paso a todo bicho viviente, a la vez que alborotaba el manto de hojas caídas que abrigaban la carretera de las humedades otoñales; un desarrope volátil al fin y al cabo, pues presto las hojas se dejan caer para cobijar nuevamente el asfalto destemplado.

En fin, tras abandonarnos en un meandro que vira a la derecha antes de Bidaurreta, nuestro idilio con el Arga ha llegado a su fin. Amores efímeros pero intensos y en ello está su virtud. Se nos hace corto este trayecto, incapaces de procesar sensaciones en tropel. El pasajero, probablemente, sea capaz de percibir en mayor grado, pero quien conduce la moto, si de retener nociones se trata, necesita una visión camaleónica. Con un ojo retrata, con el otro echa cuentas de los escasos segundos de que dispone para enlazar, sin sobresaltos, una curva tras otra, en una carretera sinuosa y estrecha como ésta.

Acabada la cerrazón que nuestro amigo el Arga se empecina en erosionar, se abre rápidamente el horizonte del Val de Etxauri, y en seguida esta villa se planta tras una encrucijada. La primera impresión que ofrece al viajero es la de un típico pueblo-calle camino de Pamplona. Pero no, Etxauri es un pueblo que se mira al ombligo de su plaza Mayor. Hemos llegado a buena hora y ya las gentes bullen por ella, pues el tibio sol las ha incitado a abandonar la ociosidad a cubierto, a pasear los perros y hasta las mesas de la terraza de su bar tienen algún inquilino, nosotros por ejemplo, que allí nos abandonamos plácidamente a las caricias del astro rey y a los aromas de un buen café.
Merced a que tal lugar es el centro neurálgico de la villa, aderezado con la inestimable compañía de unos amigos que se han acercado a saludarnos, hemos desistido de otras idas y venidas, a la vista de que es éste un lugar ideal de observación, en plan "la vieja el visillo" pero sin ventana ni visillo, a pelo. Así, presa de la pereza, se nos pasa la mañana, contemplando la recia estampa de alguna de las casonas que contornean la plaza y su torre medieval, rejuvenecida recientemente. Se nos antoja éste un pueblo vigoroso, probablemente por su proximidad a Pamplona, pero también uno de esos que cree en la realidad que él mismo se ha inventado; cosa que no es extraña, pues es esto algo extendido, propiciado casi siempre por un entorno natural en su mayor expresión. 



lunes, 4 de enero de 2016

Etayo - Etxalar


Andanza LV: Etayo - Etxalar

Día: 25/10/2015

No hay animal más sabio que el perro y hoy hemos amanecido con el ánimo del perro de los estoicos; sí, ése que por viajar atado a la parte trasera del carro del destino, se deja arrastrar sufridamente porque sabe que oponerse a su inexorable avance significa una lucha eterna, un esfuerzo colosal premiado con la extenuación. Nosotros, como el can filósofo, también acatamos nuestro destino con resignación. Nos arrastra el rumor de un canto de sirenas, que no es otro que el de la atracción por el continuo peregrinar de pueblo en pueblo de la Navarra inmensa e inacabable.

Es nuestra misión generosa en satisfacciones y resulta que el sinfín de andanzas que hasta la fecha hemos llevado a buen puerto siempre ha presentado expectativas, pero hay días en los que la premonición ya avisa sobre la sustancia de alguno de los lugares a visitar. En esta jornada haremos los honores a Etayo y Etxalar. Un ejercicio de fisgoneo por Tierra Estella y por la comarca de las Cinco Villas.

Al lío. Etayo es un pequeño pueblo expectante, de menos de 80 habitantes, sito al sur del cerro de San Cristóbal, en la Tierra Estella Occidental, que gustó de erigirse en señor de sus dominios encaramándose un poco sobre sus vecinos al regazo de una suave ladera, lo justo para mirarlos por encima del hombro e inquirir a la vez sobre cuanto se cuece en Valdega. No es que Etayo peque de soberbia, sino que gusta de distraerse en su soledad. Contemplativo y escudriñador, así se le pasa la vida, con templanza, al acecho de acontecimientos que probablemente nunca acontecerán. Y cuando parecía que ya se nos había contagiado algo del temple contemplativo de Etayo, espabilamos de improviso, pues nuestro siguiente objetivo queda lejos y no hay tiempo que perder.

Proa al norte, nuestra montura no navega sino vuela en búsqueda de otro de esos lugares sustanciosos que no deja impasible a nadie. Es Etxalar, una localidad asentada entre montañas y prados, de la que son vecinos unos 850 privilegiados habitantes. Situada en el límite occidental del Pirineo y a tan solo 25 kilómetros del mar Cantábrico, se beneficia por ello del atemperamiento climatológico marino. Etxalar forma parte de las Cinco Villas de Navarra junto con Arantza, Igantzi, Lesaka y Bera, alguna de las cuales ya ha sido objeto de nuestra curiosidad.
Mantienen todos estos pueblos un marcado carácter y atributos singulares, conservados vivamente a lo largo de los siglos. Es éste uno de esos pueblos donde el arraigo entre el hombre y la tierra se respira en el ambiente, algo muy común en esta zona de Navarra. Su caserío anárquico se despliega en varios barrios atravesados por afables arroyos, otras barriadas se esparcen fuera del casco urbano, con viviendas que ahora pueden presumir de prados y eras. Sus casas son majestuosas, construidas a base de piedra y madera, adornadas con entramados, grandes portalones, escudos heráldicos y flores hasta deslumbrar. Muchas de ellas tienen nombre e historia propia y casi entidad jurídica; se perpetúa la casa más allá de sus dueños.

La tradición se aferra con uñas y dientes; sin embargo, los tiempos no pasan en balde. El duro trabajo del caserío no permite la autosuficiencia, así que muchos de ellos se han visto en la obligación de reciclarse, cambiando en cierta medida la fisonomía del paisaje. Una buena salida ha sido convertirse en casas rurales, manteniendo el arquetipo de una ficción ya trasnochada, pero que funciona muy bien.

Si hay algo por lo que es conocido popularmente Etxalar es por sus palomeras. Desde ellas se practica una ancestral forma de caza de estas aves, documentada desde el siglo XV. Las palomeras son unas torres elevadas, en las que se encaraman los cazadores, arrojando a las palomas una especie de paletas que simulan ser aves rapaces, obligándolas a descender a baja altura, siendo capturadas con redes. Es esta una práctica que se ha logrado mantener aquí en aras a la conservación de la tradición, pues en el resto del país está prohibida.

Las palomeras se ubican en un altozano existente entre los montes Larun y Peña Plata, en la ladera del monte Iarmendi, colindando con la localidad francesa de Sara, uno de los pasos de menor altura del Pirineo. Entre el 1 de octubre y el 20 de noviembre, cazadores de ambos lados de la frontera se ejercitan en esta tarea, cuyo apogeo es el tercer domingo de octubre, cuando se celebra el "Día de la Paloma".
Cerramos con un chascarrillo: la polémica sobre quién es el personaje más famoso y universal de Etxalar. Hay quienes dicen que Carmen, personaje principal de la novela del igual título de Prosper Mérimée, inmortalizada en la ópera de Bizet; que presumía de ser oriunda de esta villa. Pero otros dicen que no, que el más famoso es el abuelo de cierto expresidente del gobierno con bigote. Para gustos hay colores.