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jueves, 8 de noviembre de 2018

Valle de Lónguida

Andanza CVI: Lónguida, Valle de

Día: 21/10/2018

“La memoria no es fidedigna”, al menos eso es lo que dicen los neurocientíficos, sin embargo, en ocasiones, a nosotros se nos antoja que además de no ser fidedigna es también ciertamente ingrata. Lo decimos por propia experiencia, la que nos proporciona el abrir los ojos en la consumación de este quehacer motero, cuando, de tanto en tanto, vemos cicatrices, vemos lo que un día fue y ya ha dejado de ser, y son, casi siempre, cicatrices olvidadas, son las que va dejando sobre la tierra el trajín pausado de la despoblación.

La naturaleza no olvida y tarde o temprano termina por recuperar lo que un día fue suyo, pero mientras culmina su proceso de regeneración, permanecen veladas las marcas que el hombre imprime en su piel: los pueblos deshabitados. Y Navarra es tierra generosa en despoblados. Unos le vienen de antiguo, de muy antiguo, otros son bagaje reciente, de mediados del siglo pasado, producto de una amalgama de precariedades y carencias que empujó a sus últimos habitantes a abandonar el lugar que les vio nacer.

Un pueblo abandonado es la encarnación de la nostalgia. Para nostalgias hay poetas y nadie como José Antonio Labordeta para evocar lo yermo de un pueblo sin vida:





Al aire van los recuerdos
y a los ríos las nostalgias
A los barrancos hirientes
van las piedras de tus casas
¿Quién te cerrará los ojos
tierra, cuando estés callada?

Lenta agonía, hasta el minuto en que la última chimenea dejó de humear, hasta el día en que alguien cerró la última puerta y se fue la vida y se vino el silencio y el olvido, y se acomodó la ruina. Allí quedaron calles, quedaron casas postradas de desamor, de desmemoria. Quedaron piedras ávidas de lágrimas, anhelantes del llanto del recuerdo. Todo ocaso tiene un tiempo para mirar atrás y, por fin, otro de indiferencia. Cuando éste se alcanza, nuevos ojos, ojos ajenos, sólo consiguen ver paraísos perdidos, y es que son miopes a la desventura.

Nuestro ver es ése de ojos extraños, ignorante de desesperanzas, tamizado por un romanticismo para el que cualquier tiempo pasado fue mejor. Quizá sea preferible así, quizá por insolidarios, por militar en el hedonismo. Y con esta mirada conscientemente ingenua nos contentamos, porque éste no es lugar para ir más allá. Así que, más acá, por donde tan conformados hemos de peregrinar hoy, se nos han de mostrar muchas de esas cicatrices del ayer perdido.

Lónguida es tierra de cicatrices. La despoblación se enojó con este valle e hizo de las suyas. A día de hoy el valle de Lónguida tiene cinco concejos: Aós (su capital), Artajo, Ekay de Lónguida, Murillo de Lónguida y Villaveta; y veinte lugares, entre habitados, semidespoblados, despoblados del todo o desaparecidos: Acotáin, Ayanz, Erdozáin, Ezcay, Górriz, Itoiz, Javerri, Larrángoz, Liberri, Meoz, Mugueta, Olaberri, Oleta, Orbaiz, Rala, Uli Bajo, Villanueva de Lónguida, Zariquieta, Zuasti de Lónguida y Zuza. Su término pertenece a la Merindad de Sangüesa, se encuentra a 36 kilómetros al Este de Pamplona y en su centro, a modo de isla, se halla la localidad de Aoiz, municipio independiente. La población del valle supera por poco los 300 habitantes.

Nuestra auscultación la iniciamos accediendo al valle desde Urroz Villa, por la NA-150, así que el primer lugar con que nos encontramos es Liberri, a mitad de camino entre Urroz y Villaveta. Allí, al fondo, a la derecha, en la falda norte de la sierra de Gongolaz, el paraje tiene buena pinta, con una torre almenada que se vislumbra en la lejanía, pero la primera en la frente, es una finca particular a la que se prohíbe el paso, entonces, seguimos por la NA-150 hasta Villaveta, pueblo encrucijada, donde lo más destacable es su iglesia del siglo XII, dedicada a la Purificación.

En Villaveta decidimos enmarañar el viaje, porque desde ahí, a la izquierda, arranca una pista de grava con algún amago de algo que en su día fue asfalto, y por esos andurriales, acompañados de una neblina que no quiere desvanecerse, nos vamos encontrando con lugares sometidos al ostracismo. El primero es Oleta, una pequeña propiedad particular; seguidamente está Acotáin, poco más que una finca con ermita, donde unos obstinados perros mastines se empeñan en correr y ladrar junto a la moto haciéndonos ver que somos poco gratos en sus dominios.

Seguimos hasta Erdozáin y para llegar hemos de apartar unos troncos colocados en medio del camino por algún vecino poco hospitalario con los visitantes. En Erdozáin hay civilización o por lo menos llega el asfalto, pero es también un lugar semiabandonado, lleno de esas cicatrices de las que hablábamos, poblado de casas fantasmales con fachadas huérfanas y descarnadas, en equilibrios imposibles, atravesadas por ventanas y puertas que únicamente dan paso a la nada.

Dirección norte continuamos avanzando hasta Olaverri, un bonito sitio con cuatro edificios y una iglesia ruinosa, sin embargo, alguna vivienda ha recuperado el aliento recientemente, salvada in extremis de la decrepitud. Como Olaverri está a la vera de la NA-1720, toda una autopista a nuestro entender después de venir haciendo enduro, tomamos esta carretera hacia el sur para dirigirnos a Ekay de Lónguida. Hemos de atravesar Aoiz, sin hacerle mucho caso porque ya se lo hicimos en su día, cuando tocó visita, allá por el 16 de febrero de 2014 (ver Andanza X), hace casi cinco años.

Ekay es un pueblo con vida, ya sea por su proximidad a Aoiz o gracias al hotel ubicado allí, lugar de parada y fonda para muchos viajeros. El lugar es una mezcolanza entre rusticidad y modernidad, con casas de sabor rural y otras unifamiliares de reciente construcción. Pero si de ver ruinas se trata, basta con acercarse hasta el sobrecogedor barrio del antiguo aserradero, al lado del río Irati. Hay para hartarse.

De nuevo enfilamos la NA-150 hasta Aós, capital del valle. Este concejo es el segundo en número de habitantes (alrededor de 60 almas lo pueblan), por detrás de Ekay, y se encarama en una pequeña elevación del terreno, desde donde puede contemplarse una vega por la que el río Irati discurre serpenteando plácidamente en dirección sureste, a los pies de la sierra de Gongolaz. En paralelo también avanza la NA-150, que seguimos hasta descubrir a su derecha otra atrayente silueta de torre medieval almenada despuntando sobre el horizonte. Es Ayanz,  hacia donde nos dirigimos ansiosos, pero… otra maldita cadena corta el camino de acceso.

Esta vez nada de resignación y nos aventuramos, andando eso sí, por un camino de tierra orientado hacia el lugar que tanto promete en apariencia. Y no nos equivocamos, porque Ayanz es un paraje de encanto inusitado, un antiguo señorío en el que se yergue un palacio Cabo de Armería fortificado. Además, la amable casera encargada de cuidar la propiedad junto con su marido, nos amenizó la visita, permitiéndonos recorrer libremente el recinto del palacio, restaurado lo justo y necesario para que no se venga abajo, pero dejado de la mano de Dios en su mayor parte. Aún así es sitio que desprende fantasía con tanto rincón romántico peleándose a brazo partido con una pertinaz vegetación empeñada en recuperar el terreno perdido. Y como no hay castillo sin fantasma, Ayanz debe tener el suyo particular, al parecer afincado en los bajos de la torre y no demasiado malintencionado, porque sólo se deja ver de soslayo, no obstante, siendo un ser de ultratumba como es, cualquier alarde suyo, por mínimo que sea, hace poner pies en polvorosa a pusilánimes como nosotros.

Huyendo del fantasma y para reponernos del susto llegamos a Murillo de Lónguida, ubicado a tiro de piedra. Lo más destacable de Murillo es la Casa del Indiano, o del Americano, una curiosa edificación modernista de ladrillo rojo construida en la segunda mitad del siglo XIX, restaurada no hace mucho como hotel y que ahora parece cerrado. A poco de dejar atrás Murillo, arranca un desvío a la izquierda que encamina a Villanueva de Lónguida y Meoz.

Villanueva está encumbrada en un altillo. Hubo un tiempo en que la iglesia de San Andrés dominaba el cotarro, pero hoy lucha a la desesperada contra una espesura inmisericorde y comprometida en hacerla desparecer. Por ahora, lo sagrado va perdiendo la batalla. En el pueblo dominan las casas de obra moderna, aunque entre ellas sobrevive un caserón del siglo XVI muy modificado, que conserva una portalada de arco ligeramente apuntado y sobre él una ventana conopial con parteluz.

Alcanzar Meoz requiere algo más de esfuerzo, dado que es lugar encaramado. Para acceder hay que ascender y culebrear. Poco antes de llegar al pueblo, a la izquierda de la carretera, se deja ver la ermita de Santa Colomba, románica y bucólica. Meoz es alargado y estrecho. En él conviven en comunión lo nuevo y lo viejo, lo puro y lo ecléctico, como una curiosa casa frente a la iglesia construida en un revoltijo de estilos que resulta de lo más sugerente y llamativa.

Toca volver atrás hasta retomar la NA-150 con dirección Lumbier y enseguida vemos el cartel indicador de Larrángoz, aunque no hay pueblo alguno. No lo hay porque Larrángoz es un despoblado comido por la naturaleza al otro lado del río Irati y para llegar a él hay que cruzar una pasarela cimbreante, no apta para moto y lo justo para personas. Se ve que han dejado el cartel de la carretera como testimonio.

Un poco más adelante sí que hay vida, en Artajo. Aquí damos por finalizada la visita. Es un pueblo despejado y espacioso que se aparta un tanto de la carretera. En su plaza se deja ver un recio caserón, ahora destartalado, anhelante de otros tiempos en que se titulaba de palacio y envidioso de otras casas vecinas con mejor vejez. Languidece pero no en soledad. Tendrá una agonía menos triste que la de esos despoblados dejados atrás. Esperando el sueño eterno quedan Górriz, Javerri, Larrángoz, Mugueta, Uli Bajo y alguno más. También Itoiz, pero éste ya duerme para siempre a la sombra del pantano.