Translate

domingo, 20 de febrero de 2022

Nazar - Noáin (Valle de Elorz)

Andanza CXVIII: Nazar - Noáin (Valle de Elorz)

Día: 16/02/2020

En alguna otra ocasión hemos aludido aquí a la Arcadia Feliz, una tierra mítica reflejo de un mundo rural idílico, una especie de refugio natural a salvo de los sofocos de la civilización. Y aún a sabiendas que esa Arcadia de la Antigüedad era un cuento chino inventado por los poetas, porque la verdadera fue un reducto de infelicidad habitado por garrulos asilvestrados, nunca hemos querido dar crédito a los razonamientos de los pragmáticos que nos advertían sobre tal embuste, por esa propensión nuestra a ver siempre el vaso medio lleno y porque aquellas descripciones de pastores enamorados tocando la flauta a la sombra de un soto nos parecían de perlas. Pero hoy alguno de nuestros destinos moteros programados nos ha mostrado la cruda realidad de esas Arcadias fantasiosas que creemos ver: la desertización demográfica y el agotamiento biológico del medio rural.

El campo languidece por la despoblación. Las ciudades, cual sirenas, cantan sus excelencias y la gente emigra buscando mayores niveles de bienestar material. Y como los que se marchan son jóvenes, el envejecimiento de las zonas donantes es una consecuencia nefasta. Y como los que se quedan son maduritos y no están por la labor de engendrar a esas edades, la natalidad deja mucho que desear. Por consiguiente, el éxodo del mocerío genera círculos viciosos que se retroalimentan: despoblación, envejecimiento y, finalmente, declive económico. La desertización demográfica es un grave problema que conduce al desvanecimiento paulatino de comunidades con una larga historia a sus espaldas. Recorrer esos lugares y comprobar su letargo, muestra descarnadamente lo que entraña la desertificación demográfica más allá de cualquier índice estadístico.

Hubo un tiempo en que muchas pequeñas comunidades rurales mantenían un cierto equilibrio demográfico y social, porque su economía tradicional era sostenible en ese entorno, e incluso daba lugar a cierta diversificación. En general, se trataba de una agricultura y ganadería tradicionales que proporcionaban unos niveles de vida exiguos, pero capaces de sostener una manufactura y artesanado local a pequeña escala y unos servicios básicos. En este contexto de estabilidad podían producirse pequeñas oscilaciones demográficas, generalmente dentro de una ligera tendencia creciente y rara vez al contrario.

Pero el declive demográfico absoluto se produjo durante la segunda mitad del siglo XX, especialmente entre 1950 y 1975, cuando el crecimiento económico dio lugar a grandes trasvases de población desde las regiones menos desarrolladas hacia las regiones punteras, siendo los habitantes del medio rural con destino al medio urbano los grandes protagonistas de estos movimientos migratorios, ante la ausencia de oportunidades laborales fuera del sector agrario, cada vez menos necesitado de mano de obra. Cierto es que a partir de la década de 1980 el éxodo rural comenzó a perder velocidad, tendencia que ha persistido hasta nuestros días, pero que, por desgracia, continúa con su goteo incesante.

Pero nosotros, hoy, como casi todos los días en que ponemos en marcha la máquina de hacer Andanzas, partimos con el saco del entusiasmo lleno, en busca de la Arcadia de turno que, aunque esté languideciendo se nos antojará feliz. En la agenda tenemos escrito Nazar y Noáin (Valle de Elorz). Nazar es una pequeña localidad de la zona occidental de Tierra Estella, en el Valle de la Berrueza, lindando con Álava, y Noáin (Valle de Elorz), como su nombre indica, es un valle situado al sureste de Pamplona, en el que, además de Noáin, se asientan los lugares de Guerendiáin, Ezperun, Otano, Yárnoz, Elorz, Zulueta, Zabalegui, Torres de Elorz, Imarcoáin y Oriz.

Comenzamos nuestro periplo con Nazar en mente, así que tomamos dirección Oeste con la experiencia del viaje como actitud, y como el placer de éste está en el saber mirar, vamos con los ojos bien abiertos. Y aunque hoy parezca que la elección del sitio inicial ha sido cosa nuestra y deriva de nuestra voluntad de abandonar las comodidades por lo agreste, la realidad es que se trata de un asunto del azar agradecido que tanto nos mima. Así que, después de pasado Mendaza, un cruce a la izquierda, por la NA-7203, nos marca el camino hacia ese ansiado lugar recóndito, al encuentro de la felicidad inocente. Somos cazadores de sitios tranquilos y en todos los lugares pretendemos ver paraísos perdidos aún no contaminados por los urbanitas, poblados por seguidores del mito del buen salvaje de Rousseau, aunque esto tenga más de cuento chino que la Arcadia Feliz.

A nuestra llegada a Nazar no aparecen por ninguna parte buenos salvajes, ni siquiera urbanitas de fin de semana, porque no se ve ni un alma. Maldita despoblación. Ante tanta soledad no hay cosa mejor que acogerse a lo sagrado, pues de haber algún alma estará por los alrededores. Conque, al amparo de la casa que san Pedro tiene en el lugar, desde la que se abarca una panorámica fantástica de las estribaciones de la sierra de Codés, donde despuntan las peñas Costalera y Yoar, y mientras ejercitábamos un poco el saber mirar, se nos acercó un parroquiano entrado en años y ávido de cháchara con alguien enfrente, harto de hablar solo. Entonces, de primera mano, le puso cara a la despoblación. Nos habló de la fuga de vecinos, de que hubo un tiempo en que Nazar llegó a tener más de 230 habitantes y ahora eran unos 30, redondeando por arriba.

El anciano se despachó a gusto, soltó un poco de su pesadumbre y nosotros la adoptamos. Después, apuntando hacia la nada, nos dijo que ése era el camino hacia otra parte, o hacia ninguna parte, para algunos. Nos lo decía mientras señalaba un camino polvoriento que se alejaba en el horizonte. Él mismo comenzó a caminar hacia allí, con las manos a la espalda y un poco encorvado por cosas de la edad, cuando rebasó el cementerio, sin mirar y sin inmutarse, escapó a nuestra mirada.

Con el corazón encogido nos dejó el señor de Nazar, un sitio que de lejos parecía ser Arcadia y de cerca no era tal. Aun así, porque lo manda el guion, continuamos nuestro peregrinar. Se nos antoja ahora que en Noáin (Valle de Elorz) no debe haber muchos desiertos demográficos, o al menos muy extensos, por ser territorio vecino de Pamplona, y para comprobarlo lo atacamos desde el sur, por la NA-234, viniendo por Puente la Reina – Campanas. A la derecha de la carretera y donde la falda norte de la sierra de Alaiz pierde su condición, se asientan de corrido Guerendiáin, Ezperun, Otano y Yárnoz. Son lugares pequeños a los que la cercanía de un gigante aporta cierta vitalidad, por lo menos de viernes por la tarde a domingo. Hasta Guerendiáin asciende una carreterita venida a menos y parece un sitio dinámico. Al visitante le reciben tallas en piedra y madera con el nombre del pueblo labrado, para que no se le olvide a nadie. Tiene casas modernas de muy buena factura y una iglesia algo desmejorada en comparación.

Siguiendo la NA-234 y vecino a la carretera está Ezperun, pero tiene dueño que no deja entrar y ha puesto una barrera impidiendo el paso. Es todo granja y una iglesia encaramada en la que, suponemos, es complicado oír misa. A tiro de piedra (con brazo fornido) está Otano. Hay que cruzar el Canal de Navarra por un puentecito al efecto para llegar a un lugar compuesto por seis o siete casas y la iglesia, en la parte alta.

Si el fortachón que tiró la piedra antes la volviera a tirar desde Otano en la misma dirección, rompería algún cristal de Yárnoz. Para llegar hasta el pueblo hay que desviarse en un cruce que está a la entrada de una curva de esas que dan sustos de muerte al que viene un poco despistado. Yárnoz tiene algo más de vidilla, una torre defensiva restaurada, de finales del siglo XIV, que fue Palacio Cabo de Armería y también una iglesia que no desentona, cumplidora del precepto de que lo sagrado ha de subirse siempre en lo más alto. 

Cambiamos la parte más silvestre del valle, que no lo es tanto, por la que rinde pleitesía a la capital. Elorz, Zulueta, Zabalegui, Torres de Elorz e Imarcoáin están a la sombra de la autovía A-21 y la autopista AP-15. Son lugares sin rusticidad ni despoblación, sino todo lo contrario. Han sucumbido a los modernos unifamiliares de quienes escapan de Pamplona, e Imarcoáin incluso tiene una Ciudad del Transporte, pero en ellos aún se conserva algún rincón que recuerda lo que un día remoto fueron. Para visitarlos nos hemos enmarañado una y otra vez en el laberinto de carreteras que los unen, sin embargo, el destino nos ha regalado un buen sitio donde tomar el aperitivo: el asador Zulueta, muy concurrido, por cierto.

La panza llena es condición beneficiosa para enfrentarse al núcleo de población más importante: Noáin. Aquí la rusticidad feneció a mediados del siglo pasado. Ahora pertenece al área metropolitana de Pamplona y en su término municipal se encuentra el aeropuerto, que comparte con la Cendea de Galar. Si hay un monumento característico de Noáin, es su acueducto, construido a finales del siglo XVIII, con 97 arcos y 1245 metros de longitud, y que abasteció de agua a Pamplona durante unos 100 años.

Terminamos acudiendo a una isla de rusticidad a la vera de la Ciudad del Transporte. Es Oriz, donde se dan la mano una calleja de casas ruinosas alineadas, un palacio renacentista orgulloso y una iglesia olvidada. Se trata de un pequeño rincón en el que ya no habitan mas que sombras, separado por una valla metálica de un sitio al que acuden multitudes a diario, aunque sea a trabajar.

 









































miércoles, 2 de febrero de 2022

Almiradío de Navascués

Andanza CXVII: Navascués, Almiradío de

Día: 02/02/2020



Últimamente hemos andado entretenidos contando historietas protagonizadas por singulares personajes de la Antigüedad, sacando a la luz pública sus vergüenzas, además, un tanto distorsionadas porque así nos vienen muy bien para hacer el caldo gordo de estas andanzas y, sobre todo, porque ellos mismos se empeñan en poner mucho de su parte con su comportamiento. Pero como no es de justicia escarnecer siempre a los mismos, vamos a darles una tregua a los antiguos, de momento. A falta de pan, buenas son tortas; por consiguiente, dada la desértica inventiva que hace tiempo padecemos, vamos a echar mano de nuevo de esos otros socorridos señores a los que igualmente nos empeñamos en abochornar de vez en cuando. Que conste que no tenemos nada contra sus personas, pues en realidad son objeto de nuestra más profunda admiración, pero, con ánimo de lucro, son sus ideas las que tomamos para reconducirlas hacia el disparate.

Así pues, al relevo de los antiguos y muy en contra de su voluntad, retornan a esta palestra esos señores que se dedican a elucubraciones profundas, o sea, los filósofos. ¡Qué Dios se apiade de ellos! O al menos de nuestra víctima de la jornada, y dado que hoy no estamos por la labor de mortificar a extranjeros, nos ensañaremos con un paisano, con Ortega y Gasset, quien, con toda seguridad y si en su mano estuviera, declinaría ser honrado con tan dudosa distinción por nuestra parte; sobre todo, a la vista de experiencias anteriores, ya que no es la primera vez que lo hemos avergonzado aquí. El pobre, si levantara la cabeza, nos recordaría que a él no le toca repetir, pues ya fue afrentado en aquella otra Andanza en la que enredamos con eso de “yo soy yo y mi circunstancia”. Pero es que Ortega es muy socorrido…

A vueltas con don José, resulta que un día, a principios del siglo pasado, en búsqueda de conceptos profundos y antes de que se le ocurriera la agudeza de que él era él y su circunstancia, anduvo haciendo senderismo por los alrededores de la sierra de Guadarrama en plan contemplativo.  Miraba la sierra desde Madrid y también la miraba desde Segovia, y como buen observador se dio cuenta de que Guadarrama no era igual vista desde un lugar o desde otro. Entonces, cavilando sobre cuál de las dos miradas era la genuina, se dio cuenta de que tener una visión equilibrada de la sierra no era posible desde un único punto de vista. Quien mira la sierra desde Madrid tiene una visión tan verdadera de ella como quien la observa desde Segovia, por lo que las dos perspectivas de la sierra son verdaderas. Por consiguiente, aun siendo cada una de ellas distinta, las dos miradas se complementan para alcanzar una percepción más profunda.

Ortega se percató de que la perspectiva es un factor de la realidad y es condición para alcanzar una verdad que sólo puede descubrirse desde una observación plural. Pero cada persona se cree poseedora de una verdad obtenida a partir de su propia perspectiva. Estas verdades individuales no pueden ser, por tanto, tomadas como verdades universales. La verdad será el resultado de la combinación de las perspectivas. Entonces, si todos los puntos de vista son necesarios, hemos de admitir la contribución de la visión del prójimo en el alcance de la verdad global, dado que su perspectiva, aunque aparentemente pudiera ser opuesta a la de cualquier otro de los mirones, contribuye al logro de una verdad equilibrada.

Todo este galimatías lo vamos a reacondicionar en beneficio propio mal que le pese a Ortega, por aquello del tanto mirar. Lo de mirar desde aquí y desde allá nos viene impuesto por el talante de nuestra misión, otra cosa es que, con la suma de tantas perspectivas, al final, lleguemos a ver con claridad, y eso que sólo somos dos prójimos. Porque resulta que lo nuestro son perspectivas sugestionadas, vistas con antojeras, como las de los burros y, en consecuencia, la verdad última será por fuerza una verdad a conveniencia, un tanto asnal. Es lo que hay, la suma de nuestras dos perspectivas nos lleva a una verdad concebida con la objetividad del pollino, esa que tanto nos gusta y a la que ya nos hemos referido en más de una ocasión aquí.

Con dos prójimos buscando esa verdad que guarda el Almiradío de Navascués, arrancamos nuestro bóxer bicilíndrico en una mañana casi primaveral. Habrá alguno que se pregunte qué es eso del Almiradío. Pues resulta que un almiradío es una jurisdicción territorial sobre la que ejercía su cometido un almirante, pero no un almirante de los que van subidos en un barco, sino un antiguo oficial real nombrado para la administración de un territorio. Parece ser que fue la casa de Champaña quien dio carta de naturaleza a los almiradíos, especialmente por la parte montañosa de Navarra. El Almiradío de Navascués es el único que ha sobrevivido con esa denominación hasta la actualidad y está formado por Aspurz, Navascués y Ustés, tres pequeñas localidades a las puertas del Pirineo que dan acceso a los más conocidos valles de Salazar y Roncal.

Nosotros no somos almirantes y la única nave que gobernamos navega sobre ruedas, pero sí buscamos las aguas, las aguas del río Salazar, y las encontramos en Lumbier, y acompañamos al río a la contra por el Romanzado, un poco de lejos, eso sí, para subir el alto de Iso y después dejarnos caer con el vértigo que da ver el Pirineo en el horizonte. En el puente de Bigüenzal el río Salazar se nos ha arrimado otra vez, y ahora se empeña en pegarse a nuestra vera porque no le queda otra. El desfiladero que conduce a Navascués manda y la carretera y el río obedecen, y nosotros también, por la cuenta que nos tiene, y por las umbrías de febrero.

Pero antes de llegar a Navascués, justo cuando el encajonamiento comienza a clarear, a la derecha, un caserón destartalado y mancillado por los grafiteros y un puente que se burla del río, a la izquierda, nos señalan el camino a Aspurz. En lontananza, sobre un altillo, se divisa el pueblo presidido por un depósito de agua que se imagina ser castillo. Aspurz es oblongo y escabroso y en su cima, cosa inaudita, ese depósito de agua encaramado y con aspiraciones nobiliarias ha despachado a la casa de Dios al piso de abajo. San Clemente se ha dejado comer la tostada. Hasta aquí podíamos llegar, o será por el asunto del almiradío, donde las cosas del agua están por encima de las cosas del cielo.

Desde el lavadero de San Román, que a la entrada del pueblo hace de anfitrión, todo se ve más blanco, incluso el Pirineo resplandece con un manto de ese color. La perspectiva es inmensa y sobrecoge. Nosotros, en poco rato, nos hemos hartado de paisaje, así que volvemos sobre nuestros pasos hasta retomar el romance con el río Salazar, que es junto a la NA-178. Y así, coqueteando con sus aguas durante cinco kilómetros, lo despedimos poco antes de llegar al cruce que sube a Navascués, donde los bomberos han plantado sus reales, abajo, para no escalar hasta el pueblo, y eso que son bomberos.

Porque arriba está el grueso del caserío, que son tres calles paralelas y constreñidas, a las que se llega por una carretera empinada también estrecha y serpenteante, con una curva a la entrada en la que mal se cruzan dos bicicletas. Después viene uno de los pocos espacios diáfanos del pueblo, es la plaza del Almiradío. Aquí sí caben sus 115 habitantes, aunque sea ensardinados. Más complicado lo tienen para meterse en la parroquia de San Cristóbal que, a pie de carretera, protege su recinto con un murete y enrejado de pinchos. No se sabe si para que no entren indeseables o no se escapen los feligreses, aunque en los tiempos que corren nos tememos lo segundo.

Nosotros, una vez terminada la visita, sí escapamos cuesta abajo para reencontrarnos otra vez con el Salazar camino de Ustés, pero antes, la admirable estampa de la ermita de Santa María del Campo nos invita a la contemplación, ésa de la que hablaba Ortega y Gasset. Y desde la observación plural consensuamos, un poco a ojo, que es un edificio románico del siglo XII, y no nos hace falta consensuar, porque salta a la vista, que sus canecillos están todos llenos de monstruos y seres infernales acechantes, esculpidos allí para ilustrar al personal sobre lo que le espera si peca y no se confiesa.

Y con el miedo que los seres diabólicos nos han metido en el cuerpo, no por pecadores sino por pusilánimes, atacamos los seis kilómetros que por la NA-178 nos separan de Ustés. Y en Ustés, con el murmullo del río Salazar contándonos las bondades de este entorno, que las tiene y muchas, nos percatamos otra vez de la razón que tenía Ortega en lo de la observación plural. Miramos y remiramos y nos convencemos mutuamente de que el Almiradío, con o sin almirante, ha merecido la singladura de hoy.