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miércoles, 17 de febrero de 2021

Murieta - Murillo el Cuende - Murillo el Fruto - Muruzábal





Andanza CXVI: Murieta - Murillo el Cuende - Murillo el Fruto - Muruzábal

Día: 05/01/2020

De un tiempo a esta parte nos hemos convertido en juez y parte, cosa que no está bien por la falta de objetividad. Y esto viene a cuento dada la indecisión que nos abruma a la hora de elegir la fotografía que debe encabezar cada una de estas crónicas y que se supone que es la más sugestiva de todas, por aquello de atraer al lector para ver si se anima con el texto. Nuestras primeras andanzas las encabezábamos con la foto de la señal anunciadora del nombre del pueblo correspondiente y evitábamos quebraderos de cabeza. Ahora, al seleccionar la que consideramos más expresiva, nos queda la duda de si hemos elegido bien o si hemos relegado al ostracismo otras imágenes mejores. Por eso, hacer de juez y dictar veredictos es asunto peliagudo y puede tener consecuencias.

Y, sino, que se lo pregunten al pobre Paris. Nuestras incertidumbres fotográficas poco tienen que ver con las que atenazaron al infeliz Paris, pero, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, y para que se vea en qué puede terminar una mala elección ejerciendo como juez amateur, vamos a chismorrear un poco sobre lo que le pasó a este señor, quien, además, no fue del todo culpable, ya que no hizo más que de chivo expiatorio arbitrando en una disputa que otros le adjudicaron.

Todo comenzó en una boda, como tantas otras desgracias. Se casaban Peleo y Tetis, y no era una boda de mindunguis, pues Peleo era nieto de Zeus, y Tetis, una ninfa marina, y el banquete se celebraba en el mismísimo Olimpo. Invitada estaba toda la jet set del momento, incluidos dioses, diosas y mortales; todos menos Éride, que era la Diosa de la Discordia, a la que no habían convidado por razones obvias y es que ya la había liado en eventos anteriores, sin necesidad ni siquiera de que los asistentes hubieran empezado con las copas.

Los novios, temiendo que se presentara, habían puesto un guarda en la puerta, pero no sirvió de nada. Éride, viendo que había vigilancia, se fue por la parte de atrás, hasta la valla del jardín donde se llevaba a cabo el ágape y desde fuera arrojó una manzana de oro a la mesa en la que estaban sentadas las diosas Atenea, Afrodita y Hera. En la manzana había una inscripción en la que se podía leer: “para la más hermosa”. ¡¡¡Bufff!!!, la que se armó en un momento. Unas fuentes -las menos fiables-, dicen que sacaron las uñas y se arañaron todas, otras -algo más creíbles-, que se tiraron de los pelos mientras disputaban sobre a cuál de ellas le correspondía quedarse con la manzana.

El caso es que la bronca fue en aumento y una pelea entre diosas no es lo mismo que una pelea entre mortales. El escándalo llegó a oídos de Zeus mientras estaba en el bar contándole a sus amigotes cómo había conseguido beneficiarse a Leda, la mujer del rey de Esparta, disfrazado de cisne. Zeus no quería intervenir en la pendencia por razón de parentesco. Hera, era su mujer y, Afrodita y Atenea, hijas suyas, aunque sobre esto tampoco hay unanimidad en las fuentes, porque la cuenta de los hijos de Zeus con múltiples madres se había perdido. En el fragor de la pendencia, las tres diosas se fueron hasta Zeus, como más caracterizado entre los presentes, para que diera su veredicto y eligiera a la más bella. Le pusieron la cabeza como un bombo persiguiéndolo por todo el restaurante e insistiendo en que tomara partido. Pero Zeus se negaba temiendo las consecuencias de despechar a dos de ellas.

Estaba a punto de tirarse a un pozo de cabeza cuando se le ocurrió la idea de designar a un juez imparcial, porque, según decía, no se sentía capacitado para elegir a causa de los vínculos que lo unían con las tres litigantes, y por quitarse el marrón de encima, también. Haciendo memoria se acordó de Paris, un muchacho al que tenía cierta aversión, no se sabe bien por qué, y no vio la hora de endosarle el muerto. Que conste que Paris no era un pardillo, era hijo de los reyes de Troya, pero, por ciertas desavenencias con su mujer se había ido a pasar una temporada de pastor a Frigia.

Hasta allí se fue Hermes de correveidile comisionado por Zeus, y encontró a Paris en un monte tocando la flauta para distracción de las ovejas. Hermes comunico a Paris que Zeus lo había nombrado juez en un litigio sobre belleza y quienes eran las litigantes. Conociendo cómo se las gastaban las candidatas, Paris le dijo a Hermes que prefería quedarse en Frigia con sus ovejas, además, había empezado a ver con buenos ojos a una de ellas, una tal Dolly, de lana especialmente suave. Hermes advirtió a Paris sobre las consecuencias de desobedecer a Zeus y de las malas pulgas de las que hacía gala cuando se le contrariaba. Le insinuó que al último que lo hizo, un tal Ganímedes, que también era troyano, se le apareció por la retaguardia disfrazado de sátiro lascivo. Acongojado ante tal perspectiva, Paris accedió a acompañar a Hermes al Olimpo en calidad de árbitro.

Cuando Paris llegó al Olimpo ya estaban allí esperando las tres diosas, quienes seguían disputando a grandes voces sobre la propiedad de la manzana. Paris tuvo un mal presagio respecto a las funestas consecuencias de su dictamen y los hechos posteriores le darían la razón. Al ver al juez, las diosas dejaron de reñir y comenzaron a acosar a Paris con promesas a cambio de un arbitraje favorable. Hera, como esposa de Zeus, le ofreció todo el poder que deseara y el título de emperador de Asia; Atenea, diosa de la inteligencia y de la guerra, le procuraría la sabiduría y la posibilidad de vencer en todas las batallas en las que tomara parte; por último, Afrodita, diosa del amor, le prometió que, en caso de ser elegida, le entregaría a la mujer mortal más hermosa de todo el mundo conocido.

Como Paris no se fiaba mucho de las promesas, se propuso sacar en limpio, al menos, un regalo para la vista, y sugirió a las diosas que debían ponerse en pelotas para un mejor análisis de su físico. En este punto, de nuevo, las fuentes no se ponen de acuerdo. Hay quien dice que no se desnudó ninguna, otros que sólo lo hizo Afrodita, y algunos que se despelotaron las tres. Sea como fuere, el caso es que, a Paris, tras comenzar el examen visual, se le salieron los ojos de sus órbitas, lo que nos lleva a deducir que probablemente se desnudaron las tres; sin embargo, fueron los encantos de Afrodita los que sedujeron al troyano y a ésta entregó la manzana de la discordia como triunfadora del concurso de belleza.

Por esta decisión, Paris fue objeto del odio eterno de Hera y Atenea, pero Afrodita cumplió su promesa, una promesa envenenada, eso sí, pues la mujer mortal más hermosa del mundo conocido era Helena, esposa de otro rey de Esparta y una de las hijas que Zeus le había hecho a Leda cuando se le apareció disfrazado de cisne, y es que los dioses de entonces eran un poco cabroncetes en general y, sobre todo, con respecto a las mujeres de los reyes de Esparta.

El resto de la historia ya se sabe. Paris se fue a Esparta, se llevó a hurtadillas a Helena hasta Troya con la ayuda de Afrodita y cuando su marido se enteró pilló un cabreo monumental y se montó la famosa guerra, que duró diez años y que acabó con Paris criando malvas. Más le hubiera valido a Paris no haberse dejado llevar por la lujuria, pues caro le salió el caprichito. Es lo que tiene elegir mal, y nosotros quejándonos porque tenemos que tomar partido por una simple fotografía.

Al final, la designada para acicalar el comienzo de esta andanza ha sido la foto de la antigua estación de Murieta y que sea lo que Dios quiera, pero que ese dios no sea Zeus, porque es muy impredecible y poco de fiar. Cierto es que teníamos mucho material gráfico donde elegir hoy, en una jornada cuajada de pueblos y concejos. Tantos como: Murieta, Murillo el Cuende con sus concejos Traibuenas y Rada, Murillo el Fruto y, para finalizar, Muruzábal. Todos ubicados en la Navarra media, pero pertenecientes a tres merindades distintas: las de Estella, Olite y Pamplona. Hay enjundia, sí señor.

Arrancamos rumbo a Murieta respetando el orden establecido y con el añadido de que es el pueblo más cercano. En apenas 20 kilómetros, siguiendo la NA-6340 hasta Oco y a partir de aquí la NA-7451, hacemos acto de presencia en la localidad. Murieta es un pueblo situado a 13 kilómetros de Estella con dirección a Vitoria y lo atraviesa la carretera NA-132-A de Este a Oeste. Envidioso de la carretera, su caserío se estira en paralelo a ésta, salvo algunas urbanizaciones nuevas y díscolas, que se han ido más al norte añorando el antiguo trazado del ferrocarril. Hacia el Sur, el río Ega y su soto se encargan de poner coto a la expansión del pueblo, aunque el polideportivo le ha echado narices y se ha saltado las restricciones pasándose a la otra orilla.

Murieta tiene unos 360 habitantes enraizados en un lugar de horizontes amplios, sólo constreñidos por la sierra de Lóquiz al Norte. No se conserva mucho legado antiguo entre sus calles. Por aquí y por allá, en alguna que otra fachada, se deja ver algún portalón con escudo. Hasta su parroquia, dedicada a san Esteban, ha sido pasto de una hibridación consumada a lo largo de los siglos. Ni siquiera se ha subido a la parte alta del pueblo, como suele ser habitual, y ha preferido mantenerse a pie de carretera. Pero si de algo puede alardear Murieta es de polígono industrial, o por lo menos de que en él se hospede una acería de armas tomar, aunque en manos de gentes obstinadas y persistentes.

También la obstinación nos mueve a nosotros, y por ello no nos duelen, sino al contrario, los 62 kilómetros que nos separan de Murillo el Cuende, situado en la merindad de Olite, a 50 kilómetros al Sur de Pamplona por la N-121.  Hay que atravesar Tafalla siguiendo esta vía 15 kilómetros con dirección a Caparroso, y tomar un desvío a la izquierda, desde donde enseguida se deja ver una pequeña elevación con una ermita en su cumbre y por cuya suave ladera se asienta una población de aire vetusto. Es Murillo el Cuende. El río Cidacos circunvala ese montículo culebreando por poniente y continúa deslizándose hacia el Sur con el mismo obstinado ademán, hasta unirse al Aragón a la altura de Caparroso.

En Murillo el Cuende no se ve un alma, aunque las estadísticas dicen que tiene alrededor de 45, aún aferradas a sus correspondientes cuerpos. A la entrada, una vieja escuela de niños y niñas, decrépita y con sus ventanas cegadas, contribuye a acrecentar esa sensación de decaimiento que envuelve al pueblo. Su monumentalidad se limita a lo sagrado. Es la iglesia de Santa Fe, un templo del siglo XVI muy reformado, en cuya torre del siglo XVIII anida el único ser vivo que se deja ver de puertas afuera. La cigüeña mira y parece interrogarse sobre quienes serán esos dos que han importunado su descanso subidos en un artefacto ruidoso.

Decíamos que Murillo el Cuende es un municipio compuesto, así que aún nos faltan por cumplimentar otros dos concejos. Traibuenas está un poco más abajo siguiendo la N-121 y desviándose otra vez a la izquierda. Fue un sitio de señorío perteneciente al Marquesado de Cortes hasta mediados del siglo XIX, cuando pasó a formar parte del municipio de Murillo el Cuende. Es un lugar apacible y de llanura, que no llega a los 40 habitantes. Interactúa con lo divino por mediación de san Juan Bautista, titular de la iglesia.

Traibuenas posee una notable iglesia para tan poco vecino. Sobre un basamento de piedra se eleva un templo renacentista de ladrillo, en cuya torre se ha instalado igualmente una pareja de cigüeñas. El cigüeño es primo-hermano de la que no nos quitaba ojo en Murillo el Cuende. Lo hemos reconocido porque adopta la misma actitud sorpresiva hacia nuestras personas por genética de parentesco, aunque también pudiera ser porque lo hemos sacado de su ensimismamiento, en el que se encontraba gracias al puro aburrimiento que se respira en ese nido, en el que nunca pasa nada. En el extremo suroeste del pueblo y un poco escondido entre arbolado, se yergue un palacio cabo de armería construido en ladrillo en el siglo XVI, sobre lo que quedaba de otro anterior de sillería. Presume de torres en sus esquinas y de una espectacular puerta ojival, y dicen los más antiguos del lugar que estuvo rodeado de foso, excavado con la idea de que se cayeran dentro los acreedores cuando venían con la pretensión de cobrar las obras del palacio. 

Seguimos hasta Rada, para lo cual hay que llegar a Caparroso y desviarse otra vez a la izquierda dirección Mélida y luego a la derecha por la NA-5510. Pero antes de llegar a este cruce, si se mira a la izquierda, se puede ver lo que queda del recinto amurallado del Rada medieval, subido en su cerro, porque el Rada actual es un pueblo de colonización creado en 1957 y por eso su urbanismo es reticular, de calles anchas y diáfanas. Aquí sí hay agitación. Se ve gente pulular. Puede ser porque se acerca a los 600 habitantes, la mañana está avanzada y los más perezosos ya se han levantado y echado a la calle. Lo más significativo de Rada es su iglesia parroquial. Es moderna y con hábitos de modernidad. La torre se ha separado del resto del templo. No sabemos si la cosa acabará en divorcio, ni si estaban casados por la Iglesia. Por ahora se toleran a través de una galería cubierta de la que se benefician los fieles cuando llueve.

La visita a Rada la apañamos enseguida porque vista una calle, vistas todas. Es lo que tiene el diseño funcional. Siguiendo nuestra hoja de ruta nos toca Murillo el Fruto, que está cerca, a 18 kilómetros hacia el Noreste, pasando por Mélida y Santacara. Si en el urbanismo de Rada imperaba la regularidad, en el de Murillo el Fruto campa a sus anchas la anarquía, como en todo pueblo con raíces en el Medievo, o más allá. Su caserío se ha plantado en la ladera no demasiado pronunciada de un cerro al que le dicen Altobarrio. La parte alta del pueblo parece acomodada a lo que debió ser el cerco del antiguo castillo, desaparecido hace luengos siglos, y del que, según los arqueólogos, y echándole mucha imaginación, quedan los cimientos de la torre y siete u ocho piedras más.

Cierto es que en este barrio hay casas que en su día fueron de gente principal, como la de los Rada, del siglo XV, tan principales que, para que no quedara duda de su nobleza, en el escudo de la puerta hicieron grabar esta inscripción: «Fuente soy de la nobleza. De muchas casas honradas. Y soy de todos los Radas. Origen, tronco y cabeza». La pobre casa con los años ha venido a menos, pero, por lo que da a entender, en su día debió ser un pelín orgullosa. Sin embargo, el centro neurálgico de la villa hoy en día está más abajo, en la travesía de la calle Mayor y en la plaza donde se asienta el ayuntamiento y la iglesia de Santa María, que conforman un espacio abierto para solaz de sus vecinos.

A nosotros, por querer abarcar demasiado, la mañana se nos escapa de las manos y todavía nos queda Muruzábal. Así que otros 65 kilómetros que nos echamos al cuerpo hasta llegar a la merindad de Pamplona, a Valdizarbe, a 5 kilómetros de Puente la Reina y 20 de la capital, que es donde reposa Muruzábal. Es una villa antigua pero que eligió bien el lugar de su asentamiento y por ello le sobra sitio. Sorprende su espaciosidad, su amplitud de miras y horizontes, y la mucha luz que penetra en sus calles. Es pueblo de peregrinos, de los que vienen por el Camino Francés y que pronto confluirán con los que transitan por el Camino Aragonés.

En Muruzábal hay una miscelánea de casonas ancianas, pero recias, y otras de factura moderna, y no hay hueco que no se encuentre ocupado por un rincón arbolado. Todo lo dominan fachadas de blanco y ocre, y bosquecillos de verde. De entre sus individualidades arquitectónicas destacan la iglesia, como siempre, y el palacio del Marqués de Zabalegui. La iglesia tiene por dueño a san Esteban y está datada en el siglo XIV, aunque con añadidos de los siglos XVI-XVII. El palacio es un majestuoso edificio de tres alturas de estilo barroco, del siglo XVII, construido en sillería, sobre cuyo tejado se elevan desafiantes dos torres de ladrillo.

El tiempo de comer está llamando a la puerta, pero no queremos terminar la andanza sin hacerle los honores a la iglesia románica de Santa María de Eunate, ubicada en el término de Muruzábal. Menudo desatino hubiera sido dejar de lado a un edificio tan especial y misterioso, toda una ermita templaria. Pero hay que templar también otros apetitos, así que, por la hora que es, nos hemos de ir, corriendo, corriendo, hasta Puente la Reina, para acallar los gruñidos del estómago que no para de recordarnos nuestra mala planificación en este día.