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domingo, 12 de marzo de 2017

Valle de Imotz


Andanza LXXXI: Imotz, Valle de
 

Día: 22/01/2017



«Debajo del azar hay siempre una razón misteriosa». Eso ponía en boca de uno de los personajes de su novela “Los gozos y las sombras” el genial Torrente Ballester, y no se equivocaban ni el escritor ni su protagonista porque, probablemente, no hay nada que pase por casualidad, por lo menos para quienes la casualidad no existe. El caso es que, sea por azar, casualidad o razón misteriosa, no hace muchos días vino a caer en nuestras manos algo que nos recordó que siempre somos parte de la perdida infancia, aunque, a vueltas con el antagonismo azar/razón misteriosa, la circunstancia de la venida de este algo tal vez no sea venida sino regreso. Lo cierto es que ese algo en cuestión es lo que nosotros, en aquel ya lejano tiempo de la niñez, llamábamos tebeos o historietas y ahora se conoce como cómics, por aquello de la colonización del idioma.

Sin embargo, el cómic que nos ha retrotraído a tiempos pasados no es demasiado antiguo. Se publicó originalmente en diarios como tira cómica, entre mediados de la década de los 80 y mediados de los 90 del pasado siglo y, posteriormente, en libros recopilatorios, uno de los cuáles es el que ha caído en nuestras garras. Se trata de «Calvin y Hobbes»; sus protagonistas son un niño de 6 años y su tigre de peluche, que Calvin cree real, y su autor es el norteamericano Bill Watterson.

Y a santo de qué viene esto a cuento, nunca mejor dicho. Pues como quienes acostumbran a pasarse por aquí ya saben, en este sitio practicamos de vez en cuando el arte de manipular, de desollar pensamientos filosóficos, volviéndolos del revés a nuestra conveniencia, y miren ustedes por dónde el pequeño Calvin tenía una sorprendente capacidad para la filosofía y Hobbes era un tigre socarrón y cínico, todo porque, por arte de birlibirloque o por la sagacidad de Watterson, heredaron sus habilidades y tomaron sus nombres del teólogo reformista del siglo XVI, o hereje según se mire, Juan Calvino y del filósofo inglés del XVII Thomas Hobbes. Ahí es nada, las peripecias de esta pareja, a pesar de su aparente sencillez, dejan con la boca abierta al lector por los conceptos filosóficos que manejan sus protagonistas, por su humor inteligente y por la humanidad que destilan en su diaria cotidianidad. Digno de leerse, sí señor.

Pero lo que aquí nos interesa es que el astuto Calvin, cierto día, conversando con el felino, vino a poner de manifiesto una artimaña que nosotros utilizamos recurrentemente..., decían nuestros personajes:

Calvin: Lo que me gusta de la fotografía es que la gente cree que las cámaras reflejan la verdad. Creen que una cámara es una máquina fría que registra hechos. En realidad, mienten. ¡Al seleccionar los hechos ya manipulas la verdad! Por ejemplo. He arreglado este rincón de mi cuarto. Si me haces una foto aquí, sin enfocar el resto, parecerá que tengo mi cuarto ordenado.

Hobbes: ¿Esto es legal?

Calvin: Espera que me peine y me ponga corbata.

Qué agudo sarcasmo el de Calvin, qué sagacidad la suya. Porque con la fotografía se manipula y con ella se muestran medias verdades o medias mentiras, a elegir. Quien esté libre de culpa que tire la primera piedra, que nosotros no hemos de ser. Culpables somos porque, como decía Calvin, seleccionamos interesadamente el material fotográfico, potenciando una imagen bucólica de los pueblos, de rusticidad no siempre objetiva, pero qué le vamos a hacer, es lo que nos gusta y lo que pregonamos.

En fin, sin propósito de enmienda, hoy de nuevo volvemos a las andadas con visita al Valle de Imotz, lugar para el que, ciertamente, no hemos de esforzarnos mucho en nuestras aviesas manipulaciones, porque la rusticidad la tiene como denominación de origen. Imotz está situado en la Merindad de Pamplona, en la comarca de Ultzamaldea, en la montaña navarra. El municipio está integrado por 8 concejos: Etxalecu (la capital), Eraso, Goldáratz, Latasa, Muskitz, Oskotz, Urritza y Zarrantz. Entre todos superan por poco los 430 habitantes.

Para llegar hasta allí subiendo desde Irurtzun, serpenteamos por carreteras comarcales bajo la autovía de Leizaran después de haber atravesado el desfiladero de Dos Hermanas y dejar atrás un pletórico río Arakil. Es una ruta conocida pero que repetimos gustosamente por su conjunción de paisaje y trazado motero. Profanado ruidosamente el valle, llegar hasta Goldaratz requiere ciertos conocimientos de escalada, el lugar es un nido de águilas al que se accede por una empinada carreterilla que culebrea y asciende sin descanso, pero alcanzada la cumbre y a vista de pájaro, esta tierra se muestra al desnudo en todo su esplendor, sobre todo un día como hoy, frío pero nítido.

Una vez templado el espíritu con semejante panorámica, descendemos por donde habíamos subido, pues no hay otra alternativa, para internarnos en las profundidades del valle desde Latasa. La mayor parte de sus lugares se encuentran postergados de estrépitos y hasta disfrutan en su aislamiento. Siguiendo la montaraz carretera NA-4130 transitamos por pequeños pueblos que se regocijan íntimamente. Eraso, Oskotz y Muzkitz exhiben multitud de chimeneas humeantes sobre los tejados de sus recios caserones tan típicos de la montaña. Zarrantz se ensimisma todavía un poco más, apartándose en un rincón donde la vegetación, envalentonada, intenta constreñirlo. Etxaleku también se arrincona, pero como capital goza de mayor agitación. Se ve trasiego de gentes, sobre todo porque Etxaleku tiene una posada de lo más acogedora, donde amablemente dan de beber al sediento y de comer al hambriento. Es de esos sitios en los que el ambiente y los olores te ponen los dientes largos, pero no pudo ser, estaba lleno hasta la bandera, y eso que ahí está Etxaleku. Con este desasosiego en el cuerpo vimos que frente a la posada había un cercado en el que hasta nuestra llegada convivían pacíficamente un pony y un pastor alemán. El pony rápidamente se acercó al vallado reclamando una caricia que le dimos por simpático, el perro, envidioso, también vino a por la suya, y el caballejo, celoso, le endiñó una coz gracias a la cual dio tres vueltas de campana. Qué cosas tienen los celos.
Y terminamos con una pequeña parada en Urritza, pueblo que no se sabe si es tal cosa, porque está diseminado, y su iglesia, el edificio normalmente más emblemático, es una construcción anodina de factura moderna. Qué le vamos a hacer, en la ruralidad también hay cosas feas y por mucho que nos esforcemos en manipular ahí están.
 


















domingo, 5 de marzo de 2017

Distrito de Iguzquiza


Andanza LXXX: Iguzquiza, Distrito de

Día: 08/01/2017

Dice un proverbio que la brevedad en la ejecución de cualquier acto conduce fatalmente al simplismo y a esta argumentación responde un refrán con aquello de que lo bueno, si breve, dos veces bueno. El proverbio es fruto de la exposición de la problemática filosófica, el refrán encarna la sabiduría popular; en consecuencia, para el elucubrador la brevedad no simplifica las cosas, sino que lleva a confusión porque las vuelve poco comprensibles o incluso del todo incomprensibles por falta de detalle, en cambio, para las almas cándidas y perezosas un exceso de pormenores es un laberinto intrincado e impenetrable. Por consiguiente, parece que para el común de los mortales en el término medio descriptivo se debería encontrar la virtud.

Si acomodamos este razonamiento a la hechura de nuestras andanzas, esa meridiana virtud se debería alcanzar en la redacción de textos que se han de leer ante una pantalla de ordenador, tablet o teléfono móvil, compromiso problemático, sobre todo cuando hay por ahí quienes aseguran que en un dispositivo electrónico no leen más de cinco palabras seguidas, porque lo que ciertamente atrae de estos medios son las imágenes, y resulta, además, que esta pereza lectora afecta a gente que ante un relato en papel no muestra semejante holgazanería.

Bien sabemos que estas crónicas, únicamente leídas en artilugios con pantalla, no alcanzarán nunca ese virtuoso término medio a mitad de camino entre los extremos en cuestión, tanto por sus excesos como por sus defectos, cuando no por la conjunción de ambos desatinos, y que pretender alcanzar tal eficiencia se nos escapa, porque es más bien don divino, sólo al alcance de linces de las letras. Pero como ante la carestía mental hay voluntad y querencia por los fieles que nos aguantan, erre que erre seguimos perseverando en el intento, aún sabiendo cuán alta es la posibilidad de aburrir al mismísimo santo Job; no obstante, en contrapartida, siempre hemos dejado una puerta abierta por la que huir hacia la contemplación fotográfica a todo aquél incapaz de digerir el sofrito literario.

Tras este acto de constricción ante nuestro particular muro de las lamentaciones para justificar pecados de expresión, ya confesados y limpios momentáneamente de polvo y paja, volvemos a la carga con la seguridad de tropezar otra vez con la misma piedra, porque aquí no se da para más. Así que hoy, en un soleado y frío día de principio de enero, nuestra pipiola Perla Negra nos ha de encaminar a tierras situadas al cobijo de Montejurra y Monjardín, o sea, cerquita de casa. Toca visita al Distrito de Igúzquiza, un municipio compuesto integrado por los concejos de Ázqueta (su capital), Igúzquiza, Labeaga y Urbiola, que se encuentra en la zona media de Navarra, concretamente en la Merindad de Estella. Todo su término municipal está custodiado por los dos montes citados, cuyas moles dan carácter y llenan de historia a Tierra Estella. Montejurra con sus 1044 metros y Monjardín de 894 metros enmarcan una zona geográfica  de transición, la que se desparrama entre las tierras húmedas de la montaña y la ribera Navarra. También el Camino de Santiago, el río Ega y la autovía A-12 discurren, una veces sosegadamente y otras no tanto, por la demarcación del municipio.

Nosotros, por cosa de proximidad, hemos dado un pequeño rodeo para que se caliente el motor, pero aún así rápidamente nos plantamos en Labeaga, el pueblo más septentrional pero también el más asceta de los cuatro. Solitario y apacible, es uno de esos sitios que gustan dormir el sueño de los justos, en este caso bajo la atenta mirada de las ruinas del castillo de Monjardín, hoy reconvertido en ermita. Como casi siempre, en estos lugares nos recibe el perro de turno, mosqueado por el ruido emitido por un artefacto diabólico que le ha sacado de su somnolencia. Con dos ladridos a desgana da a entender que se acuerda de nuestros ancestros, pero no pasa de ahí, total, para qué. Al igual que el resto de los vecinos hace gala de apatía estoica, de ausencia de cualquier pasión, pues eso de perturbar el ánimo no es bueno para la salud. El sitio invita a ello y la felicidad para estas gentes es apatía, impasibilidad, un "ahí me las den todas". Qué envidia.

Continuamos viaje hasta Igúzquiza, otro lugar apartado de estrépitos, aunque aquí sus moradores parecen algo menos imperturbables. Son más de calle, de dejarse ver y para ello el día acompaña, el aproximarse la hora de misa estimula y, a la espera del cura, alguno que otro deambula por la plazoleta frente a la iglesia. Pero una visita inexcusable es la que se debe al palacio fortificado de Igúzquiza, ubicado en una pequeña elevación a las afueras del pueblo. Su fábrica data de finales del siglo XV y principios del XVI. Tiene su origen en una familia perteneciente a la nobleza rural: los Velaz de Medrano, quienes gozaban del privilegio de asiento en las Cortes de Navarra. El recinto se halla semiabandonado, su torre ha sido restaurada en parte, pero también ha sufrido recientemente un incendio que ha afectado a la techumbre de uno de los edificios del conjunto. El palacio ha olvidado ya pasadas épocas de gloria. Ahora dormita sereno a la sombra de Montejurra, enclavado en un entorno de privilegio a la espera de épocas mejores, si es que le llegan a tiempo.

Y seguimos ruta hasta alcanzar Ázqueta, la capital del municipio, aunque no por ello arrogante. Desde que entró a funcionar la autovía A-12 Ázqueta dejó de ver pasar por su túnel muchos viajeros motorizados camino de Logroño, pero quienes no dejan de afluir son los miles de peregrinos que atraviesan sus calles camino de Santiago, porque Ázqueta es un pueblo marcado por el Camino. Cuando la benignidad climatológica lo permite el tránsito de peregrinos es una continua romería, cuando los rigores del invierno aprietan sólo pasan lobos solitarios, gentes que buscan recogimiento, que huyen de la masificación, que conjugan espiritualidad y frío.

Acabamos en Urbiola siguiendo la antigua N-111, reconvertida en NA-1110 merced al señorío establecido por la autovía A-12. Urbiola es un cruce de caminos y es pueblo de mayores horizontes, pues escapa en cierta manera de la constricción de Montejurra y Monjardín, y desde su pequeña elevación se contemplan espacios diáfanos, confines lejanos. Como no podía ser de otra manera la parroquia de San Salvador preside un conjunto urbano que todavía conserva un puñado de casonas blasonadas; de entre ellas, evocando pasados esplendores, se yergue engreída la fachada del palacio de Eguilaz, lo único que queda de una magnífica casa palaciana del siglo XVII, que aún se jacta de lo que fue fanfarroneando con sus cuatro escudos barrocos.