Andanza XC: Juslapeña, Valle de
Día: 30/07/2017
Hay por ahí filósofos que no
saben que lo son, son pensadores un poco de andar por casa, pero a los que de
vez en cuando inspiran las musas. Estas señoras tan tornadizas se les aparecen
sin avisar, de improviso, y les hacen saltar un chispazo de lucidez en el
magín. Ése es el caso de un amigo nuestro, que el otro día, departiendo con él
acerca del vicio que tenemos de viajar en moto, en concreto sobre las Andanzas
por Navarra, nos vino a sugerir que tuviéramos cuidado porque “el hábito hace
ciegos” y lo repetitivo entumece los sentidos. Entonces su aguda observación
nos dejó un poco desconcertados ante la posibilidad de que de tanto mirar,
estuviéramos dejando de ver, y que la espesura del bosque nos estuviera
ocultando los árboles.
Pero no, después del susto que
nos entró en el cuerpo y reflexionando, llegamos a convencernos de que el tedio
aún no nos había poseído y que, a pesar del tiempo transcurrido desde que
iniciamos esta misión (va para cuatro años), seguimos haciendo lo posible para
que no haya mirada turbia que valga, pues cada día, al inicio de una nueva
Andanza, nos quitamos las legañas de la rutina con curiosidad inquisitiva, ésa
misma que según el dicho mató al gato.
Parece ser que el gato fenecido
era anglosajón y cotilla, y de él dice Saramago que se fue al otro mundo
contento porque lo que descubrió en su investigación valió la pena. Nosotros
aspiramos a eso, pero sin terminar como el minino por causa de la curiosidad
que nos mueve, que es una curiosidad moderada, más que nada de interacción con
un entorno apacible, de aventura de proximidad, porque los contornos por los
que nos movemos son los que son, los 10.391 kilómetros cuadrados de la
Comunidad Foral.
Ciertamente, nuestro camino tiene
momentos en el que se nos antoja eterno, de nunca acabar. Sabemos que no nos
llevará a lugares exóticos, ni a encontrar paraísos perdidos, pero, aún
tratándose de un viaje de vecindad, está a un abismo de convertirse en algo
empaquetado. Es de un nuevo mirar, de actitud, de enriquecimiento, de huir de
lo cotidiano, de rodar por disfrutar del camino, porque la meta es solamente
una excusa. Nuestra terquedad nos ha hecho amigos del sol y del viento,
también, a regañadientes, de la lluvia, y hasta hemos tenido tratos con la
nieve. De vez en cuando nos sentimos pasajeros del tiempo, pero en el día a día
abrazamos la contemporaneidad. A veces llegamos a figurarnos lejos de las cosas
humanas y otras, y es lo común, muy próximos.
Y así es Juslapeña, un territorio
próximo y lejano. El valle de Juslapeña, donde hoy encaminamos la curiosidad
del gato, está próximo a la vorágine de Pamplona, en su Cuenca, a sólo 12
kilómetros, y también lejano, pues lejanos parecen sus rincones escondidos y
selváticos. Juslapeña es un municipio donde plantan sus reales con derecho poco
más de 560 vecinos, además de una multitud que se suma los fines de semana
venida desde Pamplona a holgazanear su ocio. Se asienta al noroeste de la
capital y lo integran trece lugares: Aristregui, Osinaga, Larráyoz, Nuin,
Osácar, Beorburu, Garciriáin, Marcaláin (la capital), Navaz, Belzunce, Usi,
Ollacarizqueta y Unzu, y en este orden los hemos abordado.
El día acompaña, en el cielo
límpido, unas pocas nubes en rebeldía son el único tamiz a la luminosidad del
sol. Como un poco avergonzadas, se deslizan bogando perezosamente, sin prisa,
hasta perderse en la lejanía. Nosotros hemos irrumpido en el valle al descuido,
por Arístregui. El camino se ondula y encrespa al paso ronroneante de nuestra
montura. Qué agradable a la curiosidad insaciable es el momento en el que, al
fondo de una estrecha carreterilla perdida, aparece recortada sobre el
horizonte la silueta gallarda ofrecida al viajero por la torre de una iglesia.
Juslapeña regala con generosidad instantes así. Sus pueblos son dueños de
iglesias recias, robustas, cortadas por el mismo patrón, de torres
achaparradas, de campanarios parejos. Un buen número de ellas todavía tañen de
vez en cuando, cuando toca, pero otras han perdido su condición, como la de
Beorburu, que dejó de serlo hace tiempo y ahora una ajada puerta encierra lo
que le queda de sacralidad.
Algunos lugares se han encaramado
en las laderas. Desde la altura, el pueblecito de Osácar es espectador
privilegiado de un paisaje salpicado de pequeños relieves. Entre ellos, manchas
de verde arbolado se disputan el terreno con otras de ocres y amarillos,
huellas de campos cosechados, ahora atormentados por la sed. Por donde la
naturaleza se lo ha puesto fácil, el hombre ha tejido una telaraña de caminos
de asfalto y tierra para unir sus asentamientos, a lo lejos son surcos que
cuartean el espacio, son arrugas en el rostro de la tierra.
Y disipados entre esta maraña que
hemos de recorrer, diminutos a vista de pájaro, uno a uno van surgiendo esos
lugares con sabor a descubrimiento cuyo detalle sería prolijo. Todos merecen
mirada atenta y sentidos abiertos. Cuanta casona inmensa que atrae e intimida,
cuanto portalón de medio punto dispuesto a engullir a quien ose traspasarlo.
Sus fachadas se cubren del sol con inmensos aleros y se adornan con balcones
corridos y se colorean de rojo y verde engalanadas por un sinnúmero de macetas.
Algunos de estos caserones han caído en el olvido, abandonados, camino de la
ruina, aún así mantienen su estampa arrogante. Luchan en una batalla perdida
contra una maleza empeñada en fagocitarlos. Tempus fugit irreparabile.
Finalmente, nosotros, al igual
que las nubes, nos perdemos en el horizonte del retorno a casa con la
curiosidad saciada, con la seguridad de que el hábito sigue sin dejarnos
ciegos, sabiendo que nuestro interminable viaje consiste en ver las cosas como
si nunca las hubiéramos visto, en mirar los paisajes como si jamás hubiéramos
estado allí, en extraer esencias, porque siempre somos otros los que vuelven de
cada pequeño viaje.