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martes, 22 de agosto de 2017

Valle de Juslapeña

Andanza XC: Juslapeña, Valle de

Día: 30/07/2017

Hay por ahí filósofos que no saben que lo son, son pensadores un poco de andar por casa, pero a los que de vez en cuando inspiran las musas. Estas señoras tan tornadizas se les aparecen sin avisar, de improviso, y les hacen saltar un chispazo de lucidez en el magín. Ése es el caso de un amigo nuestro, que el otro día, departiendo con él acerca del vicio que tenemos de viajar en moto, en concreto sobre las Andanzas por Navarra, nos vino a sugerir que tuviéramos cuidado porque “el hábito hace ciegos” y lo repetitivo entumece los sentidos. Entonces su aguda observación nos dejó un poco desconcertados ante la posibilidad de que de tanto mirar, estuviéramos dejando de ver, y que la espesura del bosque nos estuviera ocultando los árboles.

Pero no, después del susto que nos entró en el cuerpo y reflexionando, llegamos a convencernos de que el tedio aún no nos había poseído y que, a pesar del tiempo transcurrido desde que iniciamos esta misión (va para cuatro años), seguimos haciendo lo posible para que no haya mirada turbia que valga, pues cada día, al inicio de una nueva Andanza, nos quitamos las legañas de la rutina con curiosidad inquisitiva, ésa misma que según el dicho mató al gato.

Parece ser que el gato fenecido era anglosajón y cotilla, y de él dice Saramago que se fue al otro mundo contento porque lo que descubrió en su investigación valió la pena. Nosotros aspiramos a eso, pero sin terminar como el minino por causa de la curiosidad que nos mueve, que es una curiosidad moderada, más que nada de interacción con un entorno apacible, de aventura de proximidad, porque los contornos por los que nos movemos son los que son, los 10.391 kilómetros cuadrados de la Comunidad Foral.

Ciertamente, nuestro camino tiene momentos en el que se nos antoja eterno, de nunca acabar. Sabemos que no nos llevará a lugares exóticos, ni a encontrar paraísos perdidos, pero, aún tratándose de un viaje de vecindad, está a un abismo de convertirse en algo empaquetado. Es de un nuevo mirar, de actitud, de enriquecimiento, de huir de lo cotidiano, de rodar por disfrutar del camino, porque la meta es solamente una excusa. Nuestra terquedad nos ha hecho amigos del sol y del viento, también, a regañadientes, de la lluvia, y hasta hemos tenido tratos con la nieve. De vez en cuando nos sentimos pasajeros del tiempo, pero en el día a día abrazamos la contemporaneidad. A veces llegamos a figurarnos lejos de las cosas humanas y otras, y es lo común, muy próximos.

Y así es Juslapeña, un territorio próximo y lejano. El valle de Juslapeña, donde hoy encaminamos la curiosidad del gato, está próximo a la vorágine de Pamplona, en su Cuenca, a sólo 12 kilómetros, y también lejano, pues lejanos parecen sus rincones escondidos y selváticos. Juslapeña es un municipio donde plantan sus reales con derecho poco más de 560 vecinos, además de una multitud que se suma los fines de semana venida desde Pamplona a holgazanear su ocio. Se asienta al noroeste de la capital y lo integran trece lugares: Aristregui, Osinaga, Larráyoz, Nuin, Osácar, Beorburu, Garciriáin, Marcaláin (la capital), Navaz, Belzunce, Usi, Ollacarizqueta y Unzu, y en este orden los hemos abordado.

El día acompaña, en el cielo límpido, unas pocas nubes en rebeldía son el único tamiz a la luminosidad del sol. Como un poco avergonzadas, se deslizan bogando perezosamente, sin prisa, hasta perderse en la lejanía. Nosotros hemos irrumpido en el valle al descuido, por Arístregui. El camino se ondula y encrespa al paso ronroneante de nuestra montura. Qué agradable a la curiosidad insaciable es el momento en el que, al fondo de una estrecha carreterilla perdida, aparece recortada sobre el horizonte la silueta gallarda ofrecida al viajero por la torre de una iglesia. Juslapeña regala con generosidad instantes así. Sus pueblos son dueños de iglesias recias, robustas, cortadas por el mismo patrón, de torres achaparradas, de campanarios parejos. Un buen número de ellas todavía tañen de vez en cuando, cuando toca, pero otras han perdido su condición, como la de Beorburu, que dejó de serlo hace tiempo y ahora una ajada puerta encierra lo que le queda de sacralidad.

Algunos lugares se han encaramado en las laderas. Desde la altura, el pueblecito de Osácar es espectador privilegiado de un paisaje salpicado de pequeños relieves. Entre ellos, manchas de verde arbolado se disputan el terreno con otras de ocres y amarillos, huellas de campos cosechados, ahora atormentados por la sed. Por donde la naturaleza se lo ha puesto fácil, el hombre ha tejido una telaraña de caminos de asfalto y tierra para unir sus asentamientos, a lo lejos son surcos que cuartean el espacio, son arrugas en el rostro de la tierra.

Y disipados entre esta maraña que hemos de recorrer, diminutos a vista de pájaro, uno a uno van surgiendo esos lugares con sabor a descubrimiento cuyo detalle sería prolijo. Todos merecen mirada atenta y sentidos abiertos. Cuanta casona inmensa que atrae e intimida, cuanto portalón de medio punto dispuesto a engullir a quien ose traspasarlo. Sus fachadas se cubren del sol con inmensos aleros y se adornan con balcones corridos y se colorean de rojo y verde engalanadas por un sinnúmero de macetas. Algunos de estos caserones han caído en el olvido, abandonados, camino de la ruina, aún así mantienen su estampa arrogante. Luchan en una batalla perdida contra una maleza empeñada en fagocitarlos. Tempus fugit irreparabile.


Finalmente, nosotros, al igual que las nubes, nos perdemos en el horizonte del retorno a casa con la curiosidad saciada, con la seguridad de que el hábito sigue sin dejarnos ciegos, sabiendo que nuestro interminable viaje consiste en ver las cosas como si nunca las hubiéramos visto, en mirar los paisajes como si jamás hubiéramos estado allí, en extraer esencias, porque siempre somos otros los que vuelven de cada pequeño viaje.