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domingo, 21 de febrero de 2016

Cendea de Galar

Andanza LXIV: Galar, Cendea de

Día: 21/02/2016

Hace unos días, ese invierno timorato oculto allende los Pirineos, se atrevió a salir de la guarida, dejó su enroque, bajó de las alturas y osó rondar por aquí. Parecía avergonzado como aquél que llega tarde a una cita y, por ello, se mostró apocado en cuanto a lo de hacer ostentación de sus poderes. Se conformó sólo con insinuarlos; así que nos reímos de él y se marchó por donde había venido. Con el rabo entre las patas ha vuelto a su ignoto refugio. No sabemos qué le pasa, está como un poco hermético, encerrado en sí mismo y entristecido; sospechamos que la causa es que sabe que este año ya se le está pasando el arroz. Y como del árbol caído todos hacen leña, nosotros también, así que moto para arriba, moto para abajo, sin gastar el goretex, pues en esta Jauja climatológica, quien tiene que poner orden ha hecho mutis por el foro.

Esa huida a la propia soledad del señor invierno ha revertido en dejación de funciones,  melancolía y desánimo. Entonces los pequeños de solemnidad, cuando lo grande y poderoso se arrincona, interpretamos esta pasividad como debilidad y pagamos con desprecio. Mientras se encuentre aturdido, para nosotros es tiempo de irreverencia y nos cachondeamos de antiguas borrascas, sólo le tememos cuando hace ruido. Aprovechando su silencio gozamos de los caminos expeditos de inclemencias, que hoy discurren por la Cendea de Galar.

La cendea es una entidad administrativa curiosa, propia de Navarra y específica de la Cuenca de Pamplona. Es la congregación de un determinado número de pueblos que conforman un municipio compuesto, más o menos como un valle, pero que recibe este nombre únicamente por ubicarse alrededor de la capital, formando un cinturón. La de Galar es la más meridional de todas y la componen ocho concejos (Arlegui, Cordovilla, Esparza de Galar, Esquíroz, Galar, Olaz, Salinas de Pamplona y Subiza) y un lugar habitado (Barbatáin).

Nos hemos propuesto profanar la cendea desde el sur, a traición, penetrando por Olaz,  accediendo al descuido. Con descaro e impertinencia, sometiendo a los pacíficos moradores del concejo a la tortura del bramar vespertino del escape de la moto, señoreando el pueblo como horda de bárbaros, no hemos dado tregua al vecindario ni a la Virgen sedente con el Niño de su iglesia gótica, sobresaltada por el ruido.
Sin dar tiempo a un exabrupto divino por nuestra insolencia, huimos camino de Subiza. Con ojos predispuestos para bien ver, nos adentramos en las profundidades de Galar, a ordeñar la vaca de sus excelencias. La cendea no es recatada y se desnuda en extensión a la mirada del viajero, sus encantos son captados en un único golpe de vista. Es tierra de cereal, ahora privada de manto, ni verde ni amarillo, sólo el ocre de los suelos yermos. Sus vergüenzas las cubren Pamplona por el Norte, arañándole, como tiene por costumbre hacer con sus vecinos, el don de la rusticidad; al Este, los generadores eólicos del Perdón parecen querer arrancar de la tierra ese trozo de monte y llevarlo en volandas hasta Dios sabe dónde; al Suroeste, la sierra de Alaiz, carcomida, muestra sin pudor las cicatrices cinceladas en lo profundo por las canteras de Tiebas.

Todos los pueblos de la cendea se han dejado querer por la capital en mayor o menor medida. Pamplona les ha regalado vecinos y urbanizaciones a cambio de una pérdida de identidad directamente proporcional a lo recibido. De entre ellos, Cordovilla ha vendido su alma al diablo, bueno, más bien a Pamplona, y es que no queda ni rastro de aquel pueblo que en la Alta Edad Media parece ser que recibió su nombre como herencia de la Córdoba musulmana, traído por mozárabes emigrados. Hasta le ha cedido La Morea, un barrio donde se ha instalado un populoso parque comercial.

Otros de sus lugares, más afortunados, o menos, según se mire, han guardado un mejor equilibrio entre lo pueblerino y lo ciudadano, que se decanta en uno u otro sentido en relación a la distancia que los separa de la urbe. Alguno aún conserva vestigios de antiguos esplendores, como Subiza, donde se yergue engreído un palacio dieciochesco que parece fuera de contexto, pues aparenta ser de indiano adinerado del Baztán, y tiene su explicación, ya que quien lo construyó, aunque nacido en Pamplona, era de origen baztanés y añoraba tanto su terruño que quiso traérselo a casa.

Vamos terminando. Esquíroz es también una víctima de la vorágine de Pamplona y además tiene por vecino al aeropuerto que da un poco la lata, aunque no mucho. A Barbatáin casi nos lo pasamos de largo. Son tres casas, a ojo de buen cubero, y una ermita al lado de un polígono industrial que rompe un poco el encanto. Salimos de la cendea buscando la A-12, dejando para el final Esparza y Galar, lugar este último que ha cedido el nombre a la entidad. Estos dos pueblos nos han dejado buen sabor de boca. Ubicados en el declive de sendos cerros, se han sabido enmascarar entre el verde y no hay calle que no se envuelva de zonas arboladas, huertos o jardincillos. En lo más alto, sus iglesias, impasibles, desconfían de las moscas cojoneras que como nosotros, vienen a enturbiar la paz. Ellas, como el invierno, parecen enrocarse también en su propia soledad.


















domingo, 14 de febrero de 2016

Fontellas - Funes - Fustiñana

Andanza LXIII: Fontellas - Funes - Fustiñana

Día: 31/01/2016

Hace ya mucho tiempo que este quehacer nos entretiene, con él ideamos una coexistencia notable, una mixtura entre moto, evasión de rutinas e iniciación histórico-etnográfica, pero de proximidad, de patio de vecinos. Nuestro devenir encarrilado y a la vez errático, se estrenó con la mirada que nos daba entonces un ojo no educado, generador únicamente de "espacios de pura opticalidad", parafraseando la verborrea de la analista del arte Rosalind Krauss. Y eso era ver con homogeneidad, formalismo y tactilidad, necesariamente palpar para percibir. Después de aquel ojo puro, el empirismo proporcionado por las sensaciones ganadas en tantas y tantas de nuestras andanzas, nos ha regalado un ojo plural, capaz de atrapar abstracciones. Es decir, la experiencia visual nos ha enseñado a ser críticos con los entornos hieráticos y a regocijarnos en el reflejo emocional, sin husmear en la identidad de aquello que lo proyecta.

Y así, gozosos con haber creído alcanzar la subjetividad por el hábito, más contentos que un cochino en su charco, aquí seguimos cual solícitos diletantes, improvisando estas peroratas motero-folclóricas; mayormente, sin otra brida que nuestra fantasía, pero también echando mano de un poquito de hermenéutica para sustanciar, que no todo es plantar cimientos en la arena. El asunto, a la vista está, va para largo y hay certeza de que el saco del imaginario tiene fondo. De su fecundidad, todavía hoy hemos podido sacar unas cuantas percepciones, las nuestras, que incumben a Fontellas, Funes y Fustiñana, y apropiado de otras, las proporcionadas por esa hermenéutica que nos hace el caldo gordo. Que salga lo que Dios quiera.

Pues eso, tras disipar nublos matutinos con la digresión introductoria de marras, nos echamos una nueva sesión de Ribera a las espaldas, con un día anodino, sin nieblas, sin lluvia, sin sol, sin frío, sin viento, sin nada a destacar. Por una vez... ¡viva la vulgaridad! Poco entretenidas son también las carreteras que nos dirigen a Fontellas, discurriendo por rectas y atravesando llanuras. No son rutas para disfrutar plenamente de la moto, pero es lo que toca.

Fontellas es un pueblo para el que la sombra de Tudela es alargada, pequeño para ser de la Ribera, pues no llega a los 1000 habitantes. Si no fuera por la proximidad de Tudela, que le cede parte del negocio, sería un lugar más tranquilo de lo que ya es. De casas bajas y ordenadas, más o menos contemporáneas, no ha conservado patrimonio monumental y si lo ha hecho lo oculta muy bien, de puertas adentro. Sólo la iglesia de Nuestra Señora del Rosario presenta cierto interés, aunque por su tamaño diríase que no tiene capacidad de dar cabida a toda la feligresía de la villa. Será que hay poco practicante. Pero Fontellas tiene un paraje pintoresco: el Bocal Real. Aquí, en un recodo del Ebro, nace el Canal Imperial de Aragón y aquí sí que hay monumentalidad: el palacio de Carlos V, la iglesia de San Carlos Borromeo y un estupendo jardín botánico; además, aún conserva un barrio de casas humildes en el que se albergaron los obreros que daban servicio al canal. Lástima que una barrera cerraba el paso de vehículos y como no había guarda a quien convencer, no nos atrevimos a colarnos.

Seguimos ruta y la seguimos haciendo trampa. Sí, porque Fustiñana, el último pueblo que correspondería visitar hoy, está a salto de mata de Fontellas, así que vamos a alterar el orden prescrito por el abecedario dejando a Funes para el final. Fustiñana está algo más poblado (2500 habitantes), pero su urbanismo es calcado al de Fontellas: reticularidad y carencia de monumentalidad. Probablemente sus edificios ancestrales, construidos en ladrillo, no han sobrevivido al paso del tiempo. Sí lo ha hecho la iglesia, de recia sillería, aunque con un anexo adosado moderno, en ladrillo.

Dejamos ya la Ribera tudelana en búsqueda de Funes, al que habíamos puenteado. Funes pertenece a la merindad de Olite y a la ribera Alta, la del Arga-Aragón. Nuestro inseparable Arga (no hay día que no nos topemos con él) divide al pueblo en dos mitades. Una mitad de raíces antiguas, que se descuelga hasta el río por un desnivel, y otra mitad renovada, al otro lado de la corriente. Sobre el Funes más añejo se levanta la Parroquia de Santiago, bizarra, exhibiendo la esbeltez de su torre, realizada en ladrillo como el resto del conjunto. Es una iglesia que impresiona cuando se accede a ella desde la escalinata inferior, su figura sobrecoge, amedranta y deja al fiel presa de una vaga inquietud cuando advierte su imponente silueta desde esta perspectiva soterrada.
Monumentalidad civil también la hay, pero escasa. Varias casonas se sitúan en los alrededores de la Plaza de Los Fueros, la más significativa, la llamada Casa del Mayorazgo, es de traza barroca. También tuvo su castillo medieval, desaparecido del todo. Un hecho trascendental en la historia de Navarra ocurrió en las proximidades de Funes, en el Barranco de Peñalén. Ahí, en 1076,  tras una conjura, fue despeñado por sus hermanos el rey navarro Sancho Garcés IV, cuya muerte provocó una crisis dinástica y abocó a la unión con Aragón durante varias décadas. 








domingo, 7 de febrero de 2016

Falces - Fitero

Andanza LXII: Falces - Fitero

Día: 24/01/2016

Decía Agustín de Hipona, alias san Agustín, que el mal no tiene una realidad en sí mismo, que  es una privación, o sea, una ausencia del bien; vamos, que cuando desaparece el bien, el mal se instala por defecto donde el bien deja hueco. No andaba muy descaminado san Agustín mientras filosofaba al respecto, allá por el siglo V, o al menos eso nos ha parecido a nosotros cuando, según amanecía, indagábamos por la ventana acerca de la presencia de un sol prometido días atrás por ciertos meteorólogos, al parecer de tres al cuarto. Pues no, ante la ausencia del bien, personificado en ese sol creador y dador de ánimos y alegrías, que se ha escondido Dios sabe dónde; el mal campa a sus anchas, representado por una niebla plomiza, pegajosa y mal intencionada, tanto, que según asomábamos el morro por la ventana mostraba intenciones y nos tosía su humedad en la cara.

Pues qué le vamos a hacer, con la evidencia de que el mal existe, tiene entidad propia mal que le pese a san Agustín y que lo vamos a sufrir en nuestras carnes, inauguramos nueva letra con visita a Falces y Fitero, dos localidades riberas, la primera perteneciente a la Ribera Alta y la segunda propia de la de Tudela.

Más abrigados que un oso polar gracias a la lamentable ausencia del bien, arrancamos motores camino del sur con malas sensaciones, mojados como si estuviera lloviendo y, además, sin ver un carajo. Damos gracias a que en estas tierras las carreteras son poco sinuosas, porque las curvas, aún en pleno día, debemos tomarlas casi palpando. Según circulamos se ve que la maldad de la niebla no tiene intenciones de tomarse un descanso, sólo a la entrada de Falces parece aliviar un poco la presión, tal vez porque la templanza que desprende el pueblo la obliga a clarear, aunque no mucho. Qué difícil nos ponen las brumas de marras declarar singularidades de Falces, llana y simplemente porque, más allá de nuestras narices, no vemos más que unos edificios atenazados por el gris y mortecinos. A duras penas se atisba el promontorio a cuyo pie tuvo a bien asentarse el pueblo, de algo más de 2400 habitantes. Es una localidad que se estira longitudinalmente, con dos núcleos de población: el antiguo, abigarrado y anárquico, de urbanismo medieval; el moderno, ordenado y reticular.

Dos son las peculiaridades que dan notoriedad a Falces: los ajos y el encierro del Pilón. Ajo de Falces es una marca propia que singulariza el producto cultivado en este municipio y al que el ayuntamiento se empeña en promocionar. Los falcesinos se iniciaron en el cultivo del ajo allá por el siglo XVII, para eludir el pago de impuestos, pues al tratarse de un fruto de nueva implantación se hallaba exento de cargas fiscales. En cuanto al encierro del Pilón, de sobra es conocido, al menos en Navarra y alrededores. El espectáculo que dan mozos y vaquillas corriendo por un estrecho camino pendiente abajo, flanqueados por la pared de la montaña a un lado y al otro por un barranco de vértigo, da juego, sí señor.

Abandonamos Falces sin que la niebla, con su perseverancia, deje de tocarnos las partes pudendas. Seguimos hacia el sur, hacia tierras de la merindad de Tudela, camino de Fitero, frontera de reinos. Allí, a orillas del río Alhama, confluyeron las soberanías de Pamplona, Aragón y Castilla. La villa de Fitero creció al calor y a la sombra del monasterio de Santa María la Real, un impresionante cenobio cisterciense que ejerció el señorío sobre la localidad hasta que con las desamortizaciones del siglo XIX los monjes fueron expulsados. El control del abad sobre la población fue sistemático, ejercía la jurisdicción criminal, nombraba los cargos municipales y hasta llegó a prohibir la construcción de grandes mansiones y el uso de blasones en las viviendas. Nada debía hacer sombra a la autoridad del abad. Esto dio lugar a frecuentes pugnas entre la villa y el monasterio, que en ocasiones degeneraron en violencia. En la actualidad el poder del monasterio es únicamente de atracción, pues se ha convertido en imán del turismo por su calidad artística, convertido en una mezcolanza de edificaciones de diversas épocas.

Y no hemos de marchar de Fitero sin hacer una visita a sus baños, lugar próximo y reputado donde… ¡milagro!, la niebla ha desaparecido como por ensalmo y luce aquel ausente sol bondadoso. Hay bullicio en los Baños de Fitero, su actividad termal atrae a muchos jubilados que curan achaques en sus aguas salutíferas. Le vienen de antiguo las propiedades paliativas de males, captadas ya por los romanos. Aquí pasaba el poeta Bécquer temporadas restableciendo su delicada salud, y mientras tomaba las aguas se consolaba dando vida a leyendas como El Miserere o La Cueva de la Mora, gruta real y cercana al balneario en la que, según se cuenta, todavía aparece por las noches el ánima de una princesa mora que acude a saciar la sed de su amado cristiano, quien buscó cobijo allí, herido en la guerra de frontera contra el infiel.






jueves, 4 de febrero de 2016

Ezkurra - Ezprogui


Andanza LXI: Ezkurra - Ezprogui

Día: 17/01/2016

Arrancamos año y consumamos letra. Con los aconteceres de hoy liquidaremos ya la quinta letra, la “E” de Ezkurra y Ezprogui. Y tras el velo que nos toca descorrer hay sustancia, sí señor. El componente geográfico atractivo ya lo barruntábamos, de quien no sospechábamos  intenciones ha sido del camarada atmosférico, al menos en cuanto a comportamiento tan tornadizo.



Ayer blanqueó y Montejurra, nuestro vecino, encaneció. Montejurra es indiscreto, agorero, profeta en la altura y referente climático particular, más que nada porque lo escudriñamos por la ventana y nos chiva el pronóstico del tiempo. Por consiguiente, a pesar del sol perezoso,  nos ha advertido que por ahí arriba, en la montaña, hay manto blanco. Y hacia allí vamos, Ezkurra nos reclama siguiendo la tiránica imposición que marca el orden alfabético, inmisericorde con los desfavorecidos de la carretera y sufridores de inclemencias, los que sobre dos ruedas y un motor, somos también carrocería.

Redundamos ruta, de las buenas, de las de mil y una curvas, además, galanteando con ríos humildes. En Ororbia decimos hola y adiós a nuestro inseparable Arga, hoy sólo lo brincamos. Poco más arriba, el Arakil nos acompañará unos cuantos kilómetros en nuestro peregrinar, se le ve animado, bravío, insuflado de aguas nuevas. Lo remontamos hasta Izurdiaga y a las puertas de Irurtzun lo despedimos, sin alardes, únicamente con un gesto, con un hasta luego mudo entre quienes son sabedores que pronto se volverán a encontrar. Rápidamente nos enredamos con el fluir de otro río: el Larraun. Es éste algo más áspero y montaraz, de discurrir esforzado, pues ha de vérselas con bosques y peñascos en continua batalla. A su vera y a la de la autovía de Leizarán, vagabundeamos con parsimonia por la vieja NA-1300 hasta Lekunberri. Por aquí ya se confirman los vaticinios del chismoso Montejurra, la nieve está ahí, aunque no se ha atrevido a bajar al valle. Pero si la nieve no ha osado bajar, nosotros, como buenos insensatos subimos a saludarla atravesando lomas por la NA-1700, camino de Leitza. Menos mal que parece que está de buen temple y no se lo ha tomado como provocación.

Pues nada, erre que erre, y puestos a tocarle las narices al dichoso meteoro, nos pintamos solos. Ahora trepamos por la NA-170 monte arriba, desde Leitza, y aquí sí que la nieve se manifiesta y nos recuerda que con la iglesia hemos topado; amenazante, se atreve con el asfalto blanqueando su negrura. Cuidadín, cuidadín. En el alto de Usateguieta se ha apoderado de todo el horizonte, lo cubre con generoso espesor y por ello, como las moscas a la miel, han acudido miles de domingueros a mancillar su virginidad. Seguimos con pies de plomo, tras descender Usateguieta, más bien acongojados porque el manto blanco se empeñaba en constreñir una carretera ya de por sí estrecha, Ezkurra se nos ha aparecido como un oasis en el desierto nevado. Al llegar hemos besado el suelo, como el Papa.

Salta a la vista que Ezkurra, con poco más de 150 habitantes, es un pueblo de montaña. Su caserío se descuelga por una ladera que la carretera secciona en dos mitades. Sus calles aún blanquean y sus tejados también. Montones de leña se apilan en vecindad a las casas, en unos el orden predomina, en otros reina la anarquía, todo según la diligencia del casero, o de la casera, que aquí tira mucho lo del matriarcado. Como mandan los cánones de la ruralidad, un sinnúmero de chimeneas humean y despiden ese olor a invierno que no debe faltar en pueblo que se precie. Quiera Dios que por muchos años el fogón mantenga a raya a las calderas, aunque en estas tierras no hay miedo por aquello de los bosques generosos y el arraigo a las tradiciones.

Tempus fugit, que dicen los relojes. Raudos y veloces (es un decir por las condiciones) volvemos sobre nuestros pasos. Un raudal de kilómetros nos separa del siguiente norte, aunque se sitúe al sur. Hemos pecado de optimismo con el recorrido de hoy, y es que quien mucho abarca poco aprieta. Apresuramos la marcha en búsqueda del lejano Ezprogui, en la Merindad de Sangüesa. Pero mire usted por dónde, cambiamos la nieve de la montaña por la niebla de la Navarra Media. Nos estaba aguardando a los pies del alto de Lerga, empeñada en protegernos durante un buen trecho de ese sol tímido que osó aparecer unos kilómetros atrás. Qué gentileza la suya, nos ha acompañado hasta nuestra meta con su frío y nebuloso abrazo.

Pero resulta que esa meta es un tanto especial. Ezprogui es un municipio curioso. Ezprogui, el lugar que le da nombre, no es más que un pequeño caserío en lo alto de una loma; luego están Ayesa y Moriones, los dos concejos que lo conforman. Ayesa es un pueblo pequeño, hoy semioculto por la niebla, pero que no deja de tener cierta agitación, al menos se ven transitar vehículos agrícolas. Sin embargo Moriones es otra cosa. Viene a ser un remanso de paz que se ha olvidado de los asuntos mundanos, y el paraje donde se ubica acompaña. La carretera fenece allí, al fondo de una barrancada, en tierra de nadie. No hay arquitectura monumental, ni falta que le hace, pues prima lo popular. La iglesia, desde su atalaya, se muestra vigilante, pero al igual que el resto del pueblo no oculta su senectud. Para Moriones el tiempo es crepuscular, lánguido, como un poco postrado. Non terrae plus ultra.