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martes, 13 de diciembre de 2016

Igantzi


Andanza LXXIX: Igantzi

Día: 06/12/2016

Advierte el dicho eso de «A rey muerto, rey puesto». En la anterior Andanza despedíamos afligidos a nuestra inseparable compañera de dos ruedas durante estos tres últimos años, y hoy, tras más de dos meses de paro y espera dedicados a poner al día crónicas hacinadas en el tintero, presentamos en sociedad a la recién venida y hermana de sangre. Hemos dado el cambiazo a otra más joven y, además, negra, porque siempre nos han gustado las negras; bueno, las negras y las blancas y las asiáticas y todas, aunque reconocemos cierta predilección por las alemanas negras, extraña simbiosis. Será cuestión de morbo motero.


Su hermana mayor, cuando llegó en aquel lejano noviembre de 2013, ya fue advertida acerca de la existencia azarosa que le esperaba, para qué venía a esta casa y cómo debía ganarse la gasolina con el sudor de su frente. Ésta, de igual manera, también ha sido puesta al corriente de su misión y aunque desde su rincón del garaje nos mira como quien no ha roto un plato, ya sabe que va a ser parte implicada en los Trabajos de Hércules que son estas andanzas nuestras por tierras navarras.


Hoy se estrena con visita a Igantzi. La hemos aleccionado al detalle, también ha sido puesta al día sobre nuestras manías y caprichos en la elección de carreteras tortuosas y aun así continúa observándonos con mirada pretendidamente enternecedora e implorando compasión.  En una primera impresión nos ha parecido que esta Perla Negra se las sabe todas. Tan joven y tan astuta.


Pero como más sabe el diablo por viejo que por diablo, ese intentar ablandarnos de primeras no le va a servir de mucho, al menos en esta ocasión. Ha de entrar en materia fogueándose por vericuetos y encrucijadas, surcando montañas y valles. Además, es por su bien, pues en periodo de rodaje es menester que circule por carreteras en las que todos sus órganos mecánicos se ejerciten debidamente. Al principio le dolerá pero después nos lo agradecerá.


Lo dicho, vamos a Igantzi rememorando una ruta de esas que en su día nos dejaron grato recuerdo por los goces de sus sombras, a la vez que nos sirve para ir adoctrinando a la recién llegada y también por evitar, en la medida de lo posible, rodar por la insufrible N-121-A, con abundante tráfico e infestada de camiones. A quienes no les suene Igantzi, pues que sepan que es la antigua Yanci renombrada, una de las Cinco Villas de la Montaña, a 70 kilómetros al norte de Pamplona camino de Behobia, pero acerca de su geografía después entraremos en detalles.


Con toda la pompa y boato que merece el acontecimiento, a la puerta del garaje procedemos al bautizo de la Perla Negra en estas lides. De entrada, aunque a regañadientes, accede a ser montada. Habrá que ir domesticándola poco a poco. Arranca con un rugido ligeramente más refinado que el de su antecesora, cuando llegue el día ya veremos hasta donde se deja estrujar el bicilíndrico, ahora que se vaya entonando paso a paso.


Finalizado el protocolo enfilamos hacia la montaña por el camino más enrevesado que se nos ha ocurrido. De salida el día acompaña, solecito tibio hasta el alto del Perdón por la carretera vieja que lleva a la capital. Pero diciembre es diciembre y tras culminar el puerto comprobamos con pesar que la Cuenca de Pamplona ha desaparecido envuelta en una densa niebla y la temperatura ha caído en picado. En Astráin tomamos el camino de Ororbia junto con ese tercer pasajero húmedo y opaco empeñado en acompañarnos y en deslustrar el paisaje. Continuamos hasta Irurtzun medio a ciegas y aquí parada a entonar el cuerpo con un café porque el cariño de la niebla raya la impertinencia. Repuestos de la tiritera, más de miedo que de frío, reinauguramos la marcha dirección norte por los atractivos paisajes que acompañan el discurrir de la NA-1300, siempre a la vera del río Larraun, si bien es cierto que debemos echarle un tanto de imaginación, porque con las brumas, lo que es ver vemos poco.

Pero no todo van a ser calamidades, tras internarnos en el valle de Basaburua por la NA-411 la niebla comienza a disiparse y el horizonte a clarear. Ahora que la naturaleza se ha despojado de su túnica de seda y deja sus encantos al descubierto comienza el disfrute para los sentidos. Son muchos los atributos de estas tierras, de los que ya hicimos mención cuando correspondía (ver Andanza XXIV), por lo que no reiteraremos cumplidos.


Abandonamos Basaburua siguiendo la NA-4114 con dirección a Saldías, para continuar por Beintza-Labaien hasta Santesteban. Ya hemos dicho en alguna otra ocasión que este tramo de carretera es sencillamente espectacular, mil y una curvas entre bosques y montañas y paisajes de cuento, pero en esta época del año también tiene su lado oscuro para las motos, pues la estrecha calzada se encuentra permanentemente húmeda, con muchísima hojarasca e incluso verdín en las zonas más sombrías. Sortear tal conjunción de enemigos requiere una conducción de extrema atención, así que el disfrute del paisaje queda para la pasajera.


Y a partir de Santesteban no nos queda otra opción que circular unos trece kilómetros por la repelente N-121-A (que conste que esta ojeriza es algo personal sin base científica) hasta coger un cruce a la izquierda a la altura del kilómetro 65 que, subiendo sin prisa pero sin pausa, lleva a Igantzi. Nos ha costado llegar casi tres horas rodando por carreteras de herradura con nieblas y humedades varias, y todo por evitar en lo posible la dichosa N-121-A. ¡Hay que ser cabezota!


En fin, aunque el refrán dice que «No hay buen fin por mal camino», parece que el dicho no se cumple en el caso de Igantzi. Es éste un municipio disperso. A vista de pájaro se observa un pequeño núcleo de edificios más o menos concentrados y un ingente número de viviendas desperdigadas por los alrededores, organizadas en los barrios de Berrizaun, Frain, Irisarri, Unanua, Elusta, Piedadeko Gaina y Sarrola, rodeados a su vez de prados cercados, campos de cultivo, helechales y alguna zona arbolada.


En Igantzi se nota la influencia del Cantábrico por la benignidad de su clima. Después de las calamidades pasadas con la niebla, el sol y los 18 grados de aquí se agradecen y mucho. También lo agradecían numerosos parroquianos brindando al sol a la puerta del bar que hay frente al ayuntamiento. Nosotros, envidiosos, rápidamente hemos ido a imitarles tras cumplir con los deberes de la visita. Allí, una cuadrilla de autóctonos conversaba pacíficamente pero con algo de acaloramiento sobre cierta cuestión que se nos escapaba, pues Igantzi es totalmente euskaldun, pero lo que sí alcanzamos a comprender fueron determinados exabruptos que profirieron, dado que para esas cuestiones la lengua de Cervantes parece ser que se les antoja algo más sonora.








miércoles, 7 de diciembre de 2016

Valle de Ibargoiti

Andanza LXXVIII: Ibargoiti, Valle de

Día: 02/10/2016

Las despedidas siempre son tristes, y triste es ésta aunque sea por separación de un artilugio mecánico. Por imperativo legal, nuestra querida GS (la moto) en breves días va a cumplir su tiempo de permanencia con nosotros y debe volver al redil del concesionario a la espera de nuevo dueño. Con qué ilusión la recibíamos allá por noviembre de 2013, aun pareciéndonos que fue ayer, y qué buen recuerdo nos deja por lo bien que se ha portado en los tres años transcurridos desde entonces, durante los que no la hemos oído quejarse ni lo más mínimo, aunque cierto es que ha sido la niña mimada de la casa. Se nos va en plena madurez, en lo mejor de su vida mecánica, con la experiencia acumulada de miles de kilómetros recorridos por toda la geografía navarra para dar vida a esta empresa y unos cuantos más en viajes diversos, siempre cargada como un burro y surcando las carreteras más recónditas, tipo a la que va de Mataculebras del Llano a Desollacabras del Monte, andurriales que la han castigado un poco más de los lomos, pues autopistas y autovías las conoce sólo por los chismes que le contaban sus congéneres en alguna que otra concentración.


A quien no está metido en esto del mundillo de la moto le sonará a desatino la existencia de un vínculo afectivo entre una máquina y su dueño. Por descontado que es un fenómeno que escapa a la lógica, pero ahí está, y este afecto resulta que va en aumento cuanto más tiempo se posee. De ello pueden dar fe miles de moteros enamorados, y moteras, que haberlas haylas. Y si además tenemos en cuenta que la moto es un artefacto donde tienen su asiento todas las incomodidades, apaga y vámonos, aquí hay una anomalía cuyo estudio se le escapó a Freud.


En fin, para despedida hemos elegido, más que nada porque así toca, el Valle de Ibargoiti. No es que seamos malos dueños y le regalemos un suplicio el último día, pero en esta jornada ha circulado por más pistas de tierra que en el resto de su existencia; que conste que ha sido sin conocimiento previo, buscando ciertos señoríos y lugares perdidos de la mano de Dios ubicados en Ibargoiti, y por ello le pedimos perdón, aunque es tan buena que ni nos lo echa en cara.


El Valle de Ibargoiti es un territorio que se extiende a la sombra de la colosal mole de la Higa de Monreal, una estribación de la sierra de Alaiz, y está cerrado al sur por la sierra de Izco. Situado a unos 22 kilómetros de Pamplona en dirección sureste, la reciente Autovía del Pirineo A-21 lo atraviesa de parte a parte, desperdigando a ambos lados todos los pueblos que lo integran. El municipio lo componen cuatro concejos: Abínzano, Idocin (donde se ubica el ayuntamiento), Izco y Salinas de Ibargoiti y cinco lugares habitados: Celigueta, Lecáun, Sengáriz, Vesolla y Zabalza de Ibargoiti. Entre todos se reparten una población de alrededor de 250 habitantes.


Nuestra andadura comienza en Salinas de Ibargoiti, pueblo sobre el que la sombra a la que antes nos referíamos se deja caer de manera verdaderamente alargada, pues la majestuosidad de la Higa le usurpa la propiedad del horizonte. En este horizonte truncado, ladera abajo se recorta la silueta del recientemente restaurado palacio de Equisoáin, en esplendor recuperado, tras siglos de abandono apartado de todo. En Salinas hemos coincidido, como muchos domingos en muchos pueblos, con la agitación de salida de misa, animada por unos pocos feligreses mientras departían antes de retirarse a sus aposentos.


Desde Salinas, una pista cementada que parece una espiral nos lleva con dirección sur hasta Zabalza de Ibargoiti, pequeño lugar semidespoblado, en el que las ruinas de su iglesia bien pudieran servir de inspiración para un cuadro romántico. En la torre, una diminuta campana teñida por la corrosión se ha enfrascado en una lucha imposible contra el tiránico verdor de la hiedra, empeñada en condenarla al oscuro olvido.


Desandando lo andado, al atravesar de nuevo Salinas reparamos en que cada mochuelo ya ha  retornado a su olivo. Debemos cruzar la A-21 para cambiar de acera en busca de Idocin. Aquí hay un poco más de barullo, por lo menos el que causan un par de patinadoras que entrenan carretera arriba por la NA-2420, ahora sin tráfico gracias a la autovía. En Idocin vio la luz Francisco Espoz y Mina, guerrillero en sus años mozos y militar de animada trayectoria profesional, durante la que tuvo poco tiempo para aburrirse.


Nuestro siguiente objetivo es Lecáun, un señorío cerrado a cal y canto, así que nos hemos de conformar con sacar una foto en la distancia. Seguimos hacía Abínzano atravesando de nuevo al otro lado de la A-21. Abínzano duerme el sueño de los justos, tan campante, en la ladera de la sierra de Izco. No se mueve una hoja, sólo un señor peleándose con una chimenea de acero inoxidable que se empeña en no quedarse tiesa. Éste, amablemente, nos advierte sobre la existencia de una pista que nos llevará hasta Izco sin volver a la carretera, y así es, pero no nos dijo que parte de su trazado era de tierra. Pulvis es et in pulverem reverteris y enharinados llegamos a Izco, pueblo más que concurrido comparado con los demás, dado que su albergue y sus peregrinos le dan vidilla, pues de algo le ha de servir estar situado en pleno Camino de Santiago aragonés.


Dejamos Izco en busca del arca perdida. Es un decir, en busca de los lugares perdidos del valle. Otra vez traspaso de la autovía a la caza y captura de Vesolla. El GPS se vuelve loco y no da pie con bolo. Al final, por intuición, tras seguir empolvándonos por diversos caminos, localizamos la ermita que da nombre a este lugar y que ha sido recientemente restaurada. A renglón seguido toca Celigueta y esta vez el GPS no se equivoca, pero nos encontramos con otro señorío cerrado. Una pena ya que su torre medieval bien merece una visita. Nos resignamos en la contemplación lejana, sobre todo por si hubiera perros tras la valla al acecho del intruso. Y colorín colorado en Sengáriz damos el camino por terminado. Terminado sí, pero tras otro paseo por pista mayormente de tierra hasta alcanzar la media ladera en la que se ha aupado este lugar, en el que únicamente hay una casa que parece habitada, otra ruinosa y ni un alma.

Fin de la Andanza y adiós a nuestra querida BMW R 1200 GS LC blanco alpino. Que San Glas, patrón de motos y moteros, te proteja en tu nueva vida.















jueves, 1 de diciembre de 2016

Hiriberri/Villanueva de Aezkoa - Huarte

Andanza LXXVII: Hiriberri/Villanueva de Aezkoa - Huarte

Día: 25/09/2016

¡Cómo cautiva el Pirineo! Cuando toca enfilar hacia allí no hay pereza que valga, nos entusiasmamos con su embriagadora inmensidad paisajística, en el disfrute de sus carreteras de mil y una curvas y se nos hace la boca agua pensando en su gastronomía. Los valles del Pirineo Oriental navarro son tierras con voz propia, cuyo cántico atrae a los moteros igual que las sirenas a Ulises y nosotros, que como él hemos decidido no hacer oídos sordos a las excelencias entonadas, somos víctimas voluntarias de esa cantinela seductora, aun a riesgo de ser devorados como los marineros imprudentes del amigo Ulises.


Por consiguiente, rumbo a nuestra particular isla de Artemisa, que no es isla sino tierra adentro y bien adentro, iniciamos la singladura de hoy poniendo proa hacía Hiriberri/Villanueva de Aezkoa y Huarte. Nuestro primer puerto de amarre, como decíamos, está en el Pirineo, en ese valle de Aezkoa que ya hemos visitado en anteriores ocasiones y que siempre colma las más exigentes expectativas respecto al deleite de los sentidos, pero resulta que Huarte pilla de camino al Pirineo, en consecuencia, haremos uso de esa triquiñuela que consiste en visitar primero al segundo y segundo al primero de acuerdo al dictatorial orden alfabético, más que nada por pragmatismo y porque nos tememos que ese Pirineo tan hospitalario siempre, hará que se nos abran las hambres, y con la panza llena da mucha pereza eso de andar pateando calles y visitando iglesias; pero que conste que esto es sólo una sospecha y no glotonería profética.


Pues por esas carreteras de Dios, que en la práctica es la vieja N-111, con sus altos de Mañeru y su puerto del Perdón antiguo, cuyo recuerdo se ha borrado en quienes utilizan la autovía A-12 y prohibida para nosotros, al menos cabalgando sobre dos ruedas, rápidamente nos plantamos en el área metropolitana de Pamplona y circunvalándola hacia el noreste allí está Huarte, en el hueco que dejan la propia capital, Burlada, Villava y el arranque de los valles de Ezcabarte, Esteríbar y Egués.


Huarte es otra víctima del abrazo del oso, gracias al cual ha pasado a convertirse en parte del todo. Con sus pocos menos de 7000 habitantes, hace mucho que dejó de ser una villa agropecuaria para transformarse en una urbe moderna y de servicios, aunque conservando rincones de sabor añejo. Asentada a orillas del Arga y en una encrucijada de caminos, se abre por el norte a los valles prepirenaicos, lo que en otros tiempos le otorgó la función de vigilante y guardián de Pamplona y que hoy ha trocado en el empeño por atraer para sí a alguno de esos peregrinos jacobeos que desde allí bajan hacia la capital.


Tras un poco de callejeo y visita a la parroquia de San Juan Evangelista, en cuyas inmediaciones anda merodeando una cuadrilla de gigantes, no sabemos con qué aviesas intenciones, nuestro bien amado GPS nos dirige en un pis pas hacia la NA-150, buscando el camino de Aoiz, y desde aquí, atravesando el bonito valle de Arce, hacia el dominio pirenaico remontando el río Irati. Y ensimismados en la contemplación de frondosidades abrumadoras avanzamos rumbo al destino marcado, un estado del que sólo escapamos durante las travesías de los pequeños pueblos que surgen al paso, como Oroz-Betelu, sitio que, seguramente por azar del destino, nos ha impregnado la memoria olfativa con un cierto tufillo a puchero que surgía a la orilla del río, cargándonos de incertidumbre sobre su origen.


Desconcertados ante semejante misterio y trepando NA-2040 arriba, pronto se abre a los sentidos el valle de Aezkoa, el más occidental de los valles orientales navarros, dispuesto de este a oeste y articulado por el río Irati. Pero no vamos a dedicarnos en esta ocasión a describir sus excelencias paisajísticas, sobre las que ya nos hemos empleado en anteriores Andanzas y que sería llover sobre mojado. Hoy nos place más bien divagar un poco sobre el paisaje social, el de una tierra donde se asientan cuatro de las diez localidades más elevadas de Navarra, con lo que esto conlleva, porque cuando las alturas arrecian y los caminos se estrechan la montaña comienza a mostrar su verdadera cara.


Entonces los pueblos empequeñecen, sus habitantes son pocos y envejecidos, los servicios  escasos o inexistentes y las carreteras de acceso quebradas. Un entorno adverso para las gentes de las cumbres, alejado de la imagen bucólica que proyecta a los visitantes estivales y que les abocó a una lucha cotidiana por la supervivencia y aún les aboca a pugnar por la permanencia. Pero estos montañeses supieron alcanzar en su hábitat el equilibrio necesario, con bravura, y esto marca, como marcó en su día el aislamiento geográfico de cara a la construcción de una identidad particular, ese endemismo del que hemos hablado en otras ocasiones eufemísticamente.


En definitiva, al buen observador no se le escapa que estos lugares son la secuela de una primitiva adaptación a la montaña y a sus exigencias, que un día dieron lugar a estilos de vida precarios, hoy prácticamente desaparecidos, pero cuyas reliquias se han conservado. Mas tampoco escapa que la puesta en escena para el turismo ha complicado la distinción entre idealizaciones y realidad. Pero para quien no sea etnólogo poco importan las adecuaciones de  identidades y el embellecimiento del pasado. Lo folclórico es más bonito cuando se descontextualiza de la carga de negatividad que tuvo, retomando sólo los aspectos positivos, con propósito de recuperar lo propio o lo que se cree como tal.


Y como nos hemos salido del tiesto volvemos a él, porque Hiriberri/Villanueva de Aezkoa es más bien un lugar ortodoxo con su pasado, vamos, que se ha idealizado poco porque su ubicación lo aleja del turismo masivo. Se ha subido en la ladera del monte Berrendi, de 1412 metros de altitud, y hasta allí se accede por una serpenteante carretera que se coge a la izquierda, una vez pasado Aribe con dirección a Garaioa. El pueblo cumple los cánones pirenaicos en cuanto a distribución urbanística anárquica, su correspondiente ración de cuestas, casonas de piedra o enlucidas con tejados de vertiente pronunciada y, además, ha logrado conservar una pareja de hórreos. A pesar de su nombre, presume de ser el más antiguo del valle, tal vez porque desde su emplazamiento privilegiado domina a casi todos los demás pueblos que lo integran.


Terminamos pues el reloj biológico ya ha avisado de la hora que es. Por eso, de regreso por donde habíamos venido, nos ha asaltado el recuerdo de aquel enigmático olor salutífero que tuvo a bien provocarnos cuando subíamos. Carcomidos por la curiosidad hemos parado a husmear en Oroz-Betelu, a la orilla del río Irati y, ¡sorpresa!, un molino reconvertido en restaurante ha surgido de la espesura como por ensalmo. En semejante entorno, en un comedor acristalado, viendo pasar, oyendo bramar las aguas del Irati y oliendo los aromas de ciertos pucheros que hierven en la cocina, no hay cristiano, ni pagano, que se resista a esta conjunción de elementos, así que, como la Armada Invencible hemos sido vencidos por ellos.










jueves, 24 de noviembre de 2016

Guirguillano

Andanza LXXVI: Guirguillano

Día: 18/09/2016

Son ya 76 las andanzas a nuestras espaldas dedicadas a hacer avanzar esto de «Navarra de la A a la Z», con sus respectivas crónicas paridas para perpetuarlas. Con tan fecundo parto hay días en los que nos parece ver el fondo del muy menguado saco de las ideas y que las palabras aquí garabateadas sirven para poco más que para tapar huecos a tontas y a locas en el papel virtual con el que nos tortura la pantalla del ordenador. Pero, para buenaventura de los indigentes en ocurrencias, resulta que Navarra es una tierra tan rica en inspiración que no hay domingo motero (o cualquier otro día de guardar que se tercie) en el que, finalmente, asome algún pueblo o paraje recóndito sobrado de atributos con los que sugestionar hasta la sesera más atolondrada.


En cualquier lugar surge la chispa que enciende la ocurrencia y hoy, durante la visita que debíamos a Guirguillano, se nos ha iluminado el magín al percatarnos espontáneamente de que nunca hemos prestado la atención debida a unas edificaciones repartidas por casi toda la geografía Navarra e impregnadas poderosamente de misterios, señeras del ámbito rural, y asentadas especialmente en pueblos y aldeas de la Montaña y Zona Media. 

Son los palacios Cabo de Armería, a los que en alguna ocasión nos hemos referido de soslayo y de quienes en esta oportunidad pensamos airear ciertas vanidades. Todo viene a cuento porque uno de ellos, el de Echarren de Guirguillano, aún insolente y todavía de semblante belicoso, con su altanería y descaro nos ha dado pie a esta pequeña reverencia, un cumplido hacia unos edificios ya sombras del pasado, un lejano tiempo en el que dieron carta de naturaleza a la primera nobleza navarra, a partir de cuyos solares irradiaba. Pero primero vamos a situarnos porque hoy hemos comenzado los enredos de lo particular a lo general y podemos perdernos en semejantes escabrosidades.

Guirguillano es un municipio compuesto por los lugares de Arguiñáriz, Echarren de Guirguillano, su capital, y el propio Guirguillano, el cual da nombre al ayuntamiento. Se ubican tales sitios en el Val de Mañeru, en la zona central de Navarra y comarca de Puente la Reina. Geográficamente se trata de un terreno muy quebrado, lleno de barrancos que desaguan en el río Arga, surcado por carreteritas autonómicas entre aceptables y caminos de cabras, tan de disfrutar de moto como la nuestra, ecléctica, trail o engendro, que a unos le sirve para todo y a otros para nada, a elegir. El caso es que, entre el disfrute del paisaje agreste y las sensaciones del sube y baja enlazando curva tras curva, casi sin darnos cuenta nos hemos plantado en Guirguillano, pueblo encumbrado, de entramado urbanístico anárquico como suele ser habitual, pero sin apenas cuestas y con calles relativamente anchas para su ubicación. Como también suele ser norma, no se ve un alma por la calle con quien departir del tiempo, así que, tras husmear un poco por aquí y por allá, cogiendo la carretera abajo partimos para Echarren.

Los dos lugares se encuentran uno frente al otro, Guirguillano encaramado y Echarren al fondo de una hondonada. Echarren se explaya por un terreno más o menos llano, aunque tiene su barrio alto y su barrio bajo. Es el primero dominio de lo sagrado, con la iglesia al frente, mientras que en el de abajo se enseñorea el palacio. Presume éste de ser el edificio de mayor empaque del pueblo, con permiso divino, y desde su emplazamiento controla todo bicho viviente que entra y sale del lugar. Fue erigido allá por el siglo XIV, en tiempos  inciertos, de ahí su papel de fortaleza defensiva. De apariencia majestuosa, es un bloque pétreo longitudinal flanqueado por torres cilíndricas en las que se abren algunas saeteras. Se accede a sus entresijos a través de un arco ojival descentrado, situado en la fachada principal y sobre el que se sitúa un matacán dispuesto para disuadir a quienes pretendieran profanar su intimidad sin permiso. Presuntuoso, ostenta la categoría de Cabo de Armería, de la que se jactaban esos palacios de raza autóctona, privativos de este reino. Y tenían motivos para ello, pues eran solares cuna de linaje. La divisa del blasón no pertenecía al dueño sino al palacio y de éste heredaban las armas las sucesivas casas que pudieran fundar los descendientes del palaciano. El viejo solar "no porta de otro", por lo que poseer semejantes palacios acreditaba nobleza, pero nobleza muy esclarecida.

A día de hoy todavía sobreviven muchos de ellos, unos arruinados y decrépitos, con su orgullo desperdigado entre los escombros que los rodean. Otros se mantienen vivos porque terminaron transformándose en casas de labranza, también perdieron su engreimiento nobiliario, pero al menos han perdurado en la modestia. Una minoría ha pervivido manteniendo su bizarría y prestancia señorial, sus dueños han sabido mantener los arrestos de los que un día gozaron, aunque sólo sea en espejismo.


Del de Echarren nos despedimos con el ansia de conocer qué enigmas se esconden tras sus muros, qué historias se guarda para sí. Hace mucho tiempo que enmudeció y si algún día hubiera de hablar lo hará por boca de polvorientos documentos, escondidos en oscuros archivos, o tal vez lo haga, y esto es lo más probable, desde alguna moderna réplica digitalizada de los miles de legajos que guarda el Archivo General de Navarra.


Con curiosidad y conjeturando sobre tales misterios nos vamos, mientras a nuestras espaldas se pierde de vista la gallarda silueta del palacio, pero hemos de finalizar la sesión en Arguiñáriz, un pequeño lugar casi a tiro de piedra en línea recta, al que para acceder por carretera hace falta dar un soberano rodeo, pero no pasa nada, es por la NA-7110, a la vera del Arga, que nunca nos cansaremos de recorrer. Después, poco antes de llegar a Belascoáin, toca coger un ratonero cruce a la izquierda y trepar y trepar hasta Arguiñáriz.


Arguiñáriz era hasta no hace mucho una triste sombra, un lugar prácticamente despoblado y arruinado; sin embargo, la instalación de una empresa de panadería ecológica le ha dado cierta vidilla.  El caserío de Arguiñáriz se agrupa de forma desordenada en la zona baja y la iglesia, dominando, lo hace en la parte de arriba, donde también se asienta una única vivienda. Un camino bien empinado y apto para cabras es el encargado de unir ambos núcleos. Es éste un buen sitio para terminar la jornada, aquí arriba el paisaje nos recuerda otra vez a ése donde Satanás tentó a Jesús, y del que, a la vista de lo presente, volvemos a poner en entredicho su verdadera ubicación.












lunes, 14 de noviembre de 2016

Valle de Guesálaz (2ª parte)

Andanza LXXV: Guesálaz, Valle de (2ª parte)

Día: 04/09/2016

Al alba, sin darnos cuenta, la holgazanería se ha colado en nuestros aposentos, se nos ha subido a la chepa subrepticiamente tras acecharnos agazapada durante un rato, con la idea de hacernos desfallecer en nuestro deber motero dominical, con la mala intención de conducirnos hacia el placer de la vagancia, un placer inmediato aliado de las sábanas pegadas. Por si no tuviéramos bastante con uno, otro pecado capital nos ronda intentando sustraer voluntades al son de su flauta. Pero no, ¡vade reto molicie! Arrancándonos del letargo adormecedor de la musiquilla perezosa, el viento amigo ha soplado al otro lado de la ventana diciendo: ¡venid!, y se ha colado por las rendijas musitando: ¡id!


Y obedientes a la camaradería del viento, hemos desoído a ese demonio meridiano encarnado en galbana, que desde el abismo de la indolencia tiraba de nosotros hacia lo profundo. Por un momento casi nos llegó a poseer embriagándonos con su extraña música al igual que hizo el Flautista de Hamelín con sus ratas, mas la voluntad de no oír venció en la lid, manteniéndonos firmes en nuestro objetivo. Bueno, entre nosotros, el caso es que nos hemos dormido, pero que esto no salga de aquí.


Ajusticiadas las legañas, vamos al lío. En la Andanza anterior dejamos en el tintero parte del Valle de Guesálaz, del que ya dimos pelos y señales sobre su ubicación geográfica, así que hoy acometeremos la visita al resto de sus localidades, que son estas seis: Iturgoyen, Muez, Irujo, Arguiñano, Vidaurre y Guembe. Todas ellas están situadas en la mitad norte del valle, al abrigo de la falda sur de la Sierra de Andía y un tanto sustraídas del influjo del Embalse de Alloz, al que la mayor parte de sus hermanas meridionales se encuentran sometidas para bien o para mal, según el cristal del interés con que se mire.


Y como todo ataque se hace a tambor batiente, así lo iniciamos, arrancándole bramidos a nuestro potente bóxer en la misma puerta de casa para tormento de los vecinos, aunque hoy su desazón deber ser algo menor, pues es más tarde de lo habitual por culpa de quien ya sabemos. La ruta elegida, como siempre, es de esas que dan enjundia a una teoría nuestra que dice que la distancia más tonta entre dos puntos es la línea recta y que todo camino derecho es engañoso, que toda verdad es curva y que el tiempo mismo es circular. Bueno, a decir verdad parte de esta teoría se la hemos tomado prestada a un enano actor secundario en una obra muy profunda sobre la vida y milagros de Zaratustra, ahí es nada.


Iturgoyen, primer objetivo de la mañana, es un lugar singular subido en un pedestal al que se accede trepando desde Riezu, en el Valle de Yerri, tras atravesar el río Ubagua. Allí arriba se ha recogido en una íntima calma, pero con la mirada abierta al valle. Da gusto husmear alrededor de sus caserones ancestrales, que ha sabido atesorar; muchos de ellos exteriorizando en las fachadas principales una traza heráldica de calidad. Una hidalguía colectiva de la que presumen sus vecinos y que, según dicen, les fue otorgada en el siglo XV por Carlos III el Noble, no por grandes hechos de armas, sino por su papel de zarramplines en las obras de un puente en Estella. Eso es democratizar la aristocracia. Y mientras se camina por sus callejas, no dejan de percibirse sonidos de ruralidad, sonidos de… “cencerro”, de los famosos cencerros de Iturgoyen, pues es este lugar uno de los pocos donde todavía se fabrican artesanalmente. Cuánta vaca hay por estas tierras que muge agradecida a las hábiles manos que dieron forma a ese artilugio que le cuelga del pescuezo haciendo... ¡tolón, tolón!

Volvemos sobre nuestros pasos cuesta abajo, desandando lo andado hasta el cruce de Riezu y desde ahí hasta Muez, localidad que actualmente ostenta la capitalidad del Valle tras desplumársela a Viguria allá por 1928. Por esos años Muez concentró servicios, pero ha ido perdiendo con el transcurso del tiempo su sistema de redes clientelares a favor de Estella; tuvo herrero, zapatero, veterinario, tienda, compañía local de autobuses, farmacia, escuelas, etc., y hasta allí acudía gente de todo el valle para acceder a sus productos y avituallarse. Hoy hay que ir a Estella para comprar cualquier cosa excepto el pan, que lo sirve una furgoneta ambulante. Alguno de sus vecinos con memoria histórica dirá que cualquier tiempo pasado fue mejor.


Adentrándonos en las profundidades del valle y tras desviarnos ligeramente de la serpenteante NA-7020 alcanzamos Irujo y Arguiñano, dos pequeños concejos próximos entre sí en los que el reloj avanza con parsimonia, o tal vez se detuvo hace tiempo. Como siempre ocurre en estos lugares, sus iglesias, de imponente mole, dominan el conjunto a la vez que languidecen mientras reclaman fieles desesperadamente en ilusorio afán. Diminutas aldeas de nombre sonoro, prestado como apellido a personajes célebres que se movieron y mueven entre la política y los fogones.


Seguimos avanzando por sinuosidades y antes de que el horizonte se constriña entre montañas, pronto se muestra Vidaurre, separado en dos mitades por la carretera. Es un pueblo bien dotado de casas de los siglos XVI y XVII, orgullosas de sus blasones sobre portaladas de grandes arcos, y hasta de ruinas engreídas, como las de su palacio Cabo de Armería, antiguo solar cuyos propietarios se encontraban entre los ricoshombres de Navarra. Destacando sobre el caserío se alza la corpulenta Iglesia de Santa Catalina, edificio que con su amenazante mole parece exigir a quien por allí se acerca a participar del culto.

Finalmente, al pie de las escabrosidades que llevan al Valle de Goñi, se sitúa Guembe. Aquí el horizonte se quiebra vencido por la verticalidad, pero a sus habitantes poco parece importarles. Es la hora de misa y hacia el templo se encaminan gentes ya entradas en años, con comedimiento por el peso de los años y porque no terminan de comprender esa razón misteriosa que elevó sobre riscos y peñascos tanto edificio sagrado, pero se conforman sufridamente en la idea de cercanía a la divinidad.