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viernes, 29 de diciembre de 2023

Olóriz

Andanza CXXIV: Olóriz

Día: 21/02/2021

Hoy nos hemos levantado sintiéndonos víctimas. Víctimas de un síndrome. Un síndrome muy común y que afecta a muchas personas, a pesar de que su nombre es interminable y parece un trabalenguas. Se trata del síndrome denominado por los especialistas en el comportamiento humano como "Quebonitoescanadá-Mecagoenlosputosrrenos". Resulta que los que padecen este síndrome no suelen reconocer sus síntomas ni se sienten aquejados. Suele manifestase en personas que se enfrentan a una situación inédita, como puede ser ir a vivir a un nuevo lugar, empezar a desarrollar un trabajo diferente, echarse flamantes amigos o haber contraído recientemente matrimonio o encontrado nueva pareja de hecho. Estos son sólo algunos ejemplos, pero la casuística en la que se revela este síndrome en muchísimo más variada y compleja.

La señal inicial que presentan las víctimas de este mal es la euforia, que viene a encontrarse sintetizada en la primera parte del nombre del síndrome, es decir "Quebonitoescanadá". La actitud de los afectados cuando empiezan a interactuar ante un nuevo entorno, como puede ser el caso de alguno de esos que hemos referido, es ésa, de entusiasmo frente a la novedad. Todo es bonito, es agradable, está lleno de ventajas, es lo mejor del mundo. Su vecino es la persona más sociable en kilómetros a la redonda, amable, servicial, no hace ni un ruido, aunque viva en el piso de arriba, y le presta sal o cualquier otro condimento en caso de necesidad.

Si se trata de un nuevo jefe, éste es encantador, trabajan en hermandad, no es jefe sino compañero y piensa que el aumento de sueldo está al caer. De los nuevos amigos del aquejado, qué decir. Son como hermanos, mejor que hermanos, camaradas, está seguro que irían con él al fin del mundo y piensa que si les pide dinero no titubearían en ofrecérselo. En cuanto a la nueva pareja, es lo más de lo más, está cañón, tiene un físico impresionante, rebosa simpatía, cariño, le es totalmente fiel y sabe a ciencia cierta que envejecerán juntos. Y así, fascinado en estos escenarios, que vienen a ser como una especie de jardín de las delicias, pasa nuestro doliente algunos meses, e incluso puede que más de un año, más feliz que un gorrino en el lodo.

Pero la víctima no sabe que está enfermo y que su felicidad pronto se trocará en desazón, porque el síndrome es inmisericorde. De manera que, pasados esos meses de impresiones positivas, el mal comienza a alterar la percepción sensorial y entra en acción el proceso explicitado por la segunda parte del nombre del síndrome: "Mecagoenlosputosrrenos". Ahora el entorno ambiental experimenta una transfiguración negativa para el sufrido aquejado, quien achaca sus males a comportamientos ajenos y culpa a todos esos que anteriormente eran maravillosos a sus ojos: el vecino, el jefe, los amigos y hasta a su propio consorte.

Las antiguas excelencias de los entornos y de sus inquilinos vienen a mudarse en auténticas mierdas insoportables. El vecino es un cabronazo, hijo de su madre, tocapelotas, que arrastra muebles y baila zapateados por las noches. El jefe se ha convertido en un tirano explotador de la clase obrera, un ladrón capitalista que reparte migajas y no reconoce sus sobrados méritos. Los amigos le han mostrado su verdadera cara. Son egoístas e interesados. Todos se echan atrás a la hora de pagar la ronda cuando les toca. Sabe que le critican a sus espaldas y también que han organizado merendolas sin avisarle. En cuanto a su consorte, ya no es quien parecía ser. Ha engordado. No para de darle la brasa con lo de que tiene que ayudar más en casa. Le echa en cara que esperaba más de su persona, que se ha vuelto un inútil, que no gana lo suficiente. Además, abriga la ligera sospecha de que tiene un lío y de ahí las críticas de sus amigos, que andan endosándole una cornamenta de ciervo de diez puntas.

Pues ésta viene a ser la manera que tiene de atacar a sus víctimas el famoso síndrome. Decíamos al principio que nosotros somos damnificados, pero nosotros, al contrario que la gran mayoría, sí somos conscientes de estar afectados. Cuando comenzamos nuestras andanzas, allá por un lejano 2013, creíamos que esta empresa era relativamente factible. Pensábamos que recorrer Navarra pueblo a pueblo en moto era cosa de dos o tres años, que no íbamos a gastar ni tres ruedas, que a los lumbagos de la edad no les íbamos a dar tiempo para incordiarnos demasiado, o que mientras durara la aventura no nos iban a hacer falta gafas de lejos. Qué ilusos y qué mala visión de futuro.

Muchos años después el síndrome nos ha hecho ver las cosas de otra manera. Sin llegar al extremo de defecarnos en los renos, es cierto que la euforia se nos ha aplacado. Nos la ha aplacado (vamos a buscar culpables) el sinnúmero de ruedas dejadas en el asfalto, el que ciertas compañías petrolíferas se estén forrando a nuestra cuenta, el que a estas alturas todavía no somos capaces de atisbar cuando vamos a finalizar o el que, y terminamos ya de lamentarnos, visto cuanto se está alargando esto, nuestro seguro de los muertos no para de subir porque presume que pronto se le acabará el negocio.

Pero, en fin, afectados o no, no vamos a dejar que el síndrome nos coma toda la moral, sólo la parte correspondiente al desgaste de los años. Así que, en un día ventoso y de la mano del síndrome, para joder, arrancamos nuestro bóxer teutón con el objetivo de avanzar otro pasito en nuestro interminable peregrinar por Navarra. Hoy toca Olóriz, un municipio compuesto, integrado por los concejos de Echagüe, Mendívil, Olóriz y Solchaga, y también por los lugares habitados de Oricin, el caserío de Eristáin y los antiguos señoríos de Lepuzáin y Bariáin, de acceso privado. Todos los vecinos de estos lugares juntos no llenarían un cine grande, pues son alrededor de 200.

Olóriz pertenece a la merindad de Olite, se ubica en la Valdorba, a medio camino entre Pamplona y Tafalla, más o menos, a la izquierda de la N-121 o de la AP-15 según se baja. Nuestra visita comienza en Echagüe, un pequeño lugar al que se accede desde la N-121, siguiendo la NA-5010 y después la NA-5030. Al llegar al pueblo te recibe la pared del frontón y una casita de fachada blanca. La calle que se abre paso entre ambas edificaciones franquea el paso hasta un espacio diáfano que es el centro neurálgico del lugar, presidido, como suele ser habitual, por la iglesia, que en este caso tiene por inquilina a la Virgen de la Asunción. Es un edificio aparente, recio, con un pórtico de doble arco abierto a la inmensidad del valle.

En un salto nos plantamos en Oricin, que está un poco más al sur y tiene unos 14 vecinos y a san Andrés un poco descuidado. No tardando mucho se le va a caer la techumbre de su casa sobre la cocorota por falta de mantenimiento. No sabemos si es irreverencia de los vecinos hacia su persona o dejadez por parte del santo a la hora de retejar. Yéndonos todavía más abajo nos plantamos en Olóriz, el concejo que le da nombre al municipio. Aquí está el ayuntamiento, san Bartolomé, con una iglesia de lo más cuca y mejor cuidada, y un montón de arbolado por todos sus rincones, que le confiere al lugar un aspecto cuidado, atractivo e idílico. Conserva también los vestigios de lo que fue un antiguo palacio Cabo de Armería.

Siguiendo derroteros de obligado cumplimiento hacemos acto de presencia en Solchaga, que está en un despejado rodeado de campos de labor. Tiene buenas vistas Solchaga porque no hay obstáculos para el buen mirar, sólo horizontes lejanos. También es un pueblo cuidado, luminoso, con menos arbolado que Olóriz pero en él se erigen unos cuantos caserones con apresto del bueno, de esos que lucen con orgullo sus blasones y además mantienen una vejez altiva gracias a la cirugía estética que se les ha practicado, entre ellos al palacio del mismo nombre, que fue solar de señorío, hasta con jurisdicción criminal.

Y de señorío en señorío. Nos vamos al de Eristáin, un sitio interesante al final de una carreterita que muere allí mismo. Éste es un lugar por el que el bucolismo campa a sus anchas. Envuelta en rusticidad se encuentra la iglesia de Santa María, que parece datar de finales del siglo X o principios de XI. Tiene un pórtico añadido en el siglo XVI en el que a ras de suelo se encuentran las tumbas de unos señores que debieron ser muy principales y para que nos las pisotee la gente han puesto una cuerda cutre delante.

Para completar nuestra andanza hemos dejado Mendívil en último lugar, el más poblado y más urbanizado de todos. Hasta tiene alguna industria.  Está situado en un altillo a la vera de la N-121 y el trasiego de esta carretera anima el cotarro, aunque no se quiera. Su iglesia ha optado por apartarse de semejante algarabía, san Miguel ha buscado la tranquilidad rodeado de vegetación al otro lado de la carretera, pero no ha roto todos los puentes, ha mantenido una pasarela sobre la N-121 por si algún fiel decide ir a expurgar sus pecados. Y con esta perspectiva tan sugerente, finalmente, con la tranquilidad del deber cumplido, parece que la sintomatología del síndrome ha remitido y lo negro lo vemos gris. Sea como fuere, la ligera mejoría nos ha levantado los ánimos y nos da cuerda para afrontar unas cuantas andanzas más. Seguiremos ahorrando para ruedas, gasolina y para mantener vigente el seguro de los muertos el tiempo necesario.


























miércoles, 13 de diciembre de 2023

Olite/Erriberri




Andanza CXXIII: Olite/Erriberri

Día: 07/02/2021


A veces este espacio parece nuestro particular Muro de las Lamentaciones, y es que, como no nos cansamos de repetir, son muchos años ya los dedicados a sustanciar nuestro ir y venir motero, que se nos antoja interminable, sin embargo, la obligada persistencia en el compromiso adquirido, que nos lo hemos encomendado voluntariamente, nos va curtiendo en el oficio de enfrentarnos al relato de cada Andanza, con mayor o menor fortuna de acuerdo los estímulos y a la lucidez del momento. Aun así, hay ocasiones en las que el toro con el que tenemos que lidiar se nos presenta como un morlaco descomunal, de enorme potencial, al cual no sabemos por dónde entrarle, y hoy es uno de esos días.

Resulta que en esta ocasión hemos de encarar el desafío presentado por la ineludible evocación de las excelencias de la ciudad de turno, Olite, lugar donde se derrocha historia en cada uno de sus rincones, porque se encuentra preñada de monumentalidad y porque, en consecuencia, en esa evocación se ha de encomiar mucho arte y mucha vida, y es por eso que sentimos que nos flaquean las fuerzas, abrumados ante semejante tarea. Pero, por esa perseverancia obligada de la que hablábamos, de estas flaquezas intentaremos sacar fuerzas, aunque sean pocas, para lustrar el relato que viene.

Cierto es que Olite es pequeña, pero es ciudad, y dotada de grandeza, oficializada por el penúltimo de los Austrias allá por 1630. No se sabe bien que ancestros tuvieron la feliz idea de ubicarla en terreno llano, en la Navarra media, a poco más de 40 kilómetros al Sur de Pamplona, a unos 51 al Norte de Tudela, a otros 40 al Oeste de Sangüesa y alrededor de 46 al Este de Estella. Su vecina grande, Tafalla, está a tiro de piedra de un forzudo, a tan solo 7 kilómetros a septentrión. Otros ancestros, más recientes y conocidos, le otorgaron la capitalidad de la merindad de su mismo nombre, la última creada en la Navarra medieval. Pero ya no hay merinos ni merindades, al menos como entidades territoriales y administrativas, aunque se mantengan en el recuerdo.

Ni que decir tiene lo contentos que están los habitantes de Olite con su pueblo, y son alrededor de 4000. Saben que todo aquel que lo visita queda prendado y tal admiración la han puesto por escrito innumerables viajeros ilustres, hechizados por su embrujo. No vamos a tomar prestadas aquí las palabras de elogio de otros, aunque sean gente esclarecida, y tan bien nos hubiesen venido para dar lustre y esplendor a esta crónica, así que nos quedamos con nuestra humilde verborrea que, eso sí, se ha visto estimulada encima de la moto nada más aproximarnos al lugar desde Tafalla, en cuanto una silueta de campanarios y atalayas recortada sobre el horizonte nos ha advertido sobre lo que esconde una vez materializada en piedra.

Es cierto que poner excesivo entusiasmo a la hora de describir no propicia la objetividad que se debiera y por eso Olite nos complica el relato. Con monumentos a diestro y siniestro no se puede ser imparcial. Por otra parte, resulta que Olite es un matagigantes. A pesar de su tamaño, se ha peleado a brazo partido con ciudades como Granada, Córdoba o Toledo a la hora de hacerse con el galardón de albergar la primera maravilla medieval de España, y su castillo, según determinados jueces, se ha erigido en campeón, y probablemente esos señores tengan razón. Además, para engrosar sus virtudes, Olite viene a ser tierra de vinos y olivos, de suelos fértiles y clima áspero, pero sin rigores, al menos cuando el cierzo no campa a sus anchas.

Que el buque insignia de Olite es su castillo salta a la vista, un capricho de Carlos III el Noble. Muchos dineros le costaron a Carlos sus caprichos, pero bien amortizados están porque no paran de atraer visitantes. El despilfarro de un rey de los siglos XIV-XV le ha venido de perlas al Olite moderno. Al rey se le antojó un castillo que no resultó castillo sino palacio, pues poco había que defender y mucho de lo que disfrutar, al estilo francés, como el propio rey. Poco tiene que envidiar el castillo de Carlos a los de Walt Disney, porque, si de esplendor se trata, rezuma por los cuatro costados, aunque tenga alguno más. Se construyó para el deleite y no se escatimó en ornato. Tiene, sobre todo, un maravilloso desorden arquitectónico porque no se diseñó como una obra de conjunto. Tiene torres de lo más heterogéneas, de diferentes formas y alturas, con nombres propios: del Homenaje, de las Tres Coronas, de Fenero, Joyosa Guarda, Cuatro Vientos, del Aljibe... Tiene salones y habitaciones para dar y tomar, jardines, patios, fuentes, nevera, por tener tuvo hasta zoológico y tiene una morera blanca que es monumento natural.

Cierto es que en su restauración se les fue la mano a los arquitectos imaginando cosas, pero, visto el resultado, se les pueden perdonar los excesos. Probablemente, se dejaron llevar por la fantasía y el capricho. Debieron imaginar un entorno de justas y torneos, veían caballeros con sus armaduras, damas encopetadas, pajes y doncellas, gente de iglesia, trovadores, halconeros y hasta algún bufón. Por eso no nos vamos a quejar aquí si alguna torre es más de cosecha propia y carece de rigor arquitectónico con lo que en su día fue. Hay que reconocer que lo tenían difícil de partida, pues lo que quedaba del castillo cuando se inició la restauración, a principios del siglo XX, presentaba un estado lamentable.

En fin, si nos entretenemos más en glorificar al castillo se nos acaba el papel y no acabaríamos nunca, porque Olite conserva muchas más cosas. Pero no vamos a entrar en detalles del Olite moderno, del Olite extramuros, porque lo viejo, lo que hay de muros para dentro nos absorbe, de unos muros que ahora son recuerdo o pedazos reutilizados, pero de los que quedan algunos portales, como restos del cinturón que ceñía al antiguo Olite sobre sí mismo.

Ya los romanos comenzaron a enriquecer el lugar y de las murallas de su oppidum algo queda, algunos de sus lienzos se aprovecharon en la edificación del Palacio Viejo de los Teobaldos, edificio singular que no se puede dejar en el tintero, pues fue sede real y en la actualidad ejerce de Parador Nacional. Y si del ámbito de lo sagrado se trata, Olite va sobrado de iglesias: a destacar el románico de San Pedro, de sobria belleza, y el gótico exuberante de Santa María la Real, que tan bello conjunto forma con el Palacio Viejo, dando cara a la Plaza de los Teobaldos. Desde esta plaza, siguiendo las estrecheces de la rúa de San Francisco y tras atravesar la Torre del Chapitel por sus arcos apuntados, se llega al centro neurálgico de la ciudad, la plaza de Carlos III. A la izquierda el castillo, a la derecha el ayuntamiento, por todos lados tiendas, bares, terrazas y bullicio de visitantes y parroquianos.

Lo viejo no tiene calles, las calles quedan para el Olite moderno. Allá por 1982 el Olite viejo volvió a la Edad Media, al menos en la nomenclatura de su vial urbano, retomando la denominación de rúas, de origen francés, para sus calles, refiriéndose a ellas con los mismos nombres que debieron tener en el siglo XIII merced a la memoria de los Registros del Concejo. Recuperar nombres tan sonoros y peregrinos como de la Judería, de la Tesendería, del Pozo o de la Cantarería nos devuelve reminiscencias de su historia.

Pero cómo no evocar aquellos tiempos callejeando por su laberíntico entramado, por las estrecheces de sus rúas, descubriendo rincones con encanto, husmeando tras los portalones de casonas blasonadas  y terminar, como no pude ser de otra manera, tomando un buen vino de Olite acompañado de alguna vianda en la plaza, contemplando el castillo de Carlos y agradeciéndole el despilfarro gracias al cual Olite enamora.