Andanza LIII: Esteribar, Valle de (2ª parte)
Día: 30/08/2015
Ya
advertíamos en la andanza anterior sobre la inmensidad del valle de Esteribar,
así que ante la perspectiva de horizontes tan amplios, hoy volvemos a la carga
con la mirada puesta en el Esteribar medio. Visitaremos cual irreductibles
penitentes: Akerreta, Larrasoaña, Irure, Setoáin, Ezkirotz, Urdániz, Ilarratz,
Inbuluzketa, Osteritz, Errea y el despoblado de Zai.

Decíamos que
este valle ha sido desde tiempo inmemorial tierra de tránsito, pero resulta que
también lo es de persistencia, de arraigo, y ello se evidencia claramente en el
semblante de sus pueblos, rebosantes de casonas que no son únicamente
interesantes por sí mismas, por su detalle tangible, sino también porque son
reflejo de pensamientos, reflexiones e irreflexiones. Son estas moradas la viva
imagen del enraizamiento de sus gentes, se erigen en portadoras del sentimiento
vital exteriorizado por sus dueños, que lo han heredado de antiguo, pero
también es el resultado de su exposición a los vaivenes folcloristas de la
contemporaneidad. Estos pueblos, en conjunto, terminan conformando un
patrimonio arquitectónico encadenado a su pasado, en el que se puede reconocer
un valor cultural propio, aunque a veces desnaturalizado o estereotipado. En
resumen, la cosa es que son pueblos agradables, pintorescos y que invitan a
recorrer sus entresijos. Nosotros lo hemos hecho, pues es a lo que hemos venido.
Teniendo como
referencia la carretera NA-135 y saltando a uno y otro lado de la bisectriz que
esta vía implanta en el valle, acudimos a la llamada de sus agradables rincones.
Pequeños lugares como Akerreta emanan sabor a aldea y a rusticidad, relegado en
su retiro distante y a la vez cercano. Irure, Setoáin o Ezkirotz no le van a la
zaga en estas cualidades, pero tampoco los demás; sin embargo Larrasoaña,
aunque comparte las mismas galas, se ve sometido a mayor perturbación, la que
le ocasiona el paso incesante de peregrinos, barajados en increíble revoltijo
de nacionalidades, razas y creencias.
Pero el
fecundo Esteribar también tiene todavía lugares que pugnan por persistir, por
mantener su lugar en la escena del mundo. Es Errea un lugar remoto en el
corazón del valle, al que conduce una carretera interminable y sin continuidad.
Apartado de todo, acurrucado sobre sí mismo, este pueblo duerme apaciblemente
en su alejamiento. Allí el tiempo se ha tomado un respiro, ha ralentizado su
marcha inexorable, y se diría que hasta sus habitantes envejecen perezosamente,
sin prisas, acompasando a ese tiempo somnoliento.
Pero
no todo es arraigo en estas tierras, pues la clausura de sus rincones a veces
paga un alto precio. Advertía con temple estoico el emperador filósofo Marco
Aurelio en sus Meditaciones, que todo
es efímero: el recuerdo y el objeto recordado. Y esta cavilación nos viene a la
memoria contemplando las ruinas del despoblado de Zai. A Zai se accede por la
misma carretera que llega hasta Errea, pero un poco antes hay que tomar un
camino a la derecha, custodiado por una vegetación vehemente, que nunca llegó a
conocer el asfalto. Zai es hoy una ilusión de lo que fue, inerte, arruinado. La
hiedra y la maleza se empeñan en sumirlo en el olvido, a lo que la torre de su
iglesia se niega a la desesperada. Mantiene una batalla a vida o muerte contra
la naturaleza que de sobra sabe perdida. Es consciente de que ya se perdió el
recuerdo, pero se obstina en mantener el objeto recordado.