Andanza LX: Ezcároz/Ezkaroze
Día: 27/12/2015
Sólo era cuestión de paciencia, pues el destino es
inexorable y, siempre, quien lleva a cabo una transgresión, ya sea por acción,
ya sea por omisión, acaba por volver al escenario de su fechoría. Esa atracción
fatal ha conseguido que nosotros, finalmente, pudiéramos sacarnos la espina
clavada en el primer capítulo de estas andanzas.
Hoy hemos salido de casa pintando bastos, como
compañera de partida una de esas nieblas cariñosas, de las que te abrazan sin
conocerte, te envuelven en humo y te ciegan con su amor. Hay amores que matan,
o al menos lo intentan con los pobres moteros. La misión encomendada nos
encamina a Ezcároz, en el Pirineo. La ruta elegida es sublime para la moto
cuando los horizontes son nítidos; cuando, como hoy, son de confines turbios,
nuestro transitar es agónico. La culpa la tiene el valle del Ebro, imán de
nieblas. En su penumbra la tacañería de la temperatura no ofrecía más que un grado.
Sin embargo, no todo iban a ser miserias. Encaramados al alto de Aíbar y
perdida la influencia del Ebro, el día clareaba como por ensalmo. Quien lo iba
a decir, a las puertas del Pirineo, a 27 de diciembre, hemos visto los 17
grados.
Otro ánimo nos invade ya en Navascués. Tras las
brumas, esta luminosidad nos hacer ver los espacios como si hubiesen sido
concebidos por la mano de Sorolla, nos apremia a agudizar la mirada y a
desplegarla cual águila oteadora, pero a ras de tierra. El paisaje invita a la
demora y así, pausadamente, convida también a extraer el placer que su estética
va presentando en hermandad al descubrimiento de sus interioridades. Las
tierras pirenaicas necesitan de una mirada distante para comprenderlas, pero a
su vez de otra cercana con la que intimar.
Y así, contemplando esplendores, casi sin darnos
cuenta hemos metido el hocico en Ezcároz. La villa es una encrucijada en pleno
valle de Salazar, atravesada por el río del mismo nombre. Su identidad
pirenaica salta a la vista: calles empedradas y empinadas, recios caserones
señoriales a prueba de fríos de montaña, con tejados de pronunciada vertiente
para protegerse de las pesadas nieves cansinas que se empeñan en hospedarse
durante gran parte del invierno. Su población ronda los 330 habitantes; en otra
época sus gentes hablaron un dialecto perdido, que hoy se intenta recuperar.
Aquí se disfruta de una naturaleza envolvente, bien compatibilizada con el
hacer ganadero, ahora venido a menos.
Aquellos pastores de antaño llevaban sus
rebaños a pastar a las Bardenas Reales durante los meses de invierno, por
derecho inmemorial. Esos mismos contaban, en voz baja, casi inaudible,
asustados, que en los tiempos en que la tecnificación aún no había espantado a
las leyendas, en cierto paraje a orillas del río Salazar habitaban unos seres
mágicos: unas señoras rubias y de pelo largo, con pies de pato, diestras en el
arte del canto, tanto que los engatusaban cuando llevaban el ganado a abrevar al
río. Lo que no cuentan es lo que hacían cuando se dejaban caer entre las garras
de las susodichas.
Terminado nuestro
compromiso con Ezcároz degustando un tentempié a base de bolas de hongo beltza
y tinto reconstituyente en el bar restaurante Casa Otsoa, aclaramos el porqué
de la espina sacada. Hace más de dos años, el 24 de noviembre de 2013, en
nuestra primera andanza de este periplo (quien se anime que le dé un repaso), teníamos
por objetivo visitar la Abaurrea Alta, entre otros lugares. Entonces, con una
nevada impresionante, un ventisquero cortó la carretera y con la moto recién
estrenada no nos atrevimos a intentar cruzarlo; más, ante el ejemplo de otro
motero que sí lo intentó y mordió el polvo, bueno, la nieve (sin
consecuencias). Así que hoy, a 17 grados de temperatura, y como Abaurrea Alta
está aquí al lado, hemos ido a sacarnos la dichosa espina. Con los deberes
cumplidos, han desaparecido antiguas inquietudes y angustias, y hemos espantado el remordimiento.
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