Andanza LVIII: Ezcabarte, Valle de (1ª parte)
Día: 06/12/2015
Hubo cierto filósofo alemán, al que le gustaba
presumir de polaco, que elucubró sobre el concepto de "el eterno retorno de lo idéntico", desarrollando
una concepción tan profunda de ese pensamiento que al común de los mortales se
nos escapa su alcance. Pero como dicha abstracción es sonora, tras consolarnos en
la pretensión de alcanzar algo de su calado, la hemos adoptado como hija y
adaptado a nuestro pragmatismo mundano, el de andar por casa.
Todo esto viene a
cuento sencillamente porque volvemos a las andadas, es decir, al eterno retorno
a nuestros queridos valles. Una obligación impuesta por su sobreabundancia y
una devoción animada por la amenidad geográfica y humana que su visita conlleva,
porque en ellos lo de idéntico es relativo, pues en esta Navarra tan diversificada
no hay dos iguales, aunque, en general, compartan muchas características.
Así que, a la sombra del monte San Cristóbal, al norte
de Pamplona, allí nos espera el valle de Ezcabarte, un municipio que está compuesto por 8 concejos:
Arre, Azoz, Cildoz, Eusa, Maquirriáin, Oricáin, Orrio y Sorauren; y 4 lugares
habitados: Anoz, Ezcaba, Garrués y el Señorío de Adériz. Parece mucha tela para
tan poco sastre, por lo tanto no nos queda más remedio que dividir la visita en
dos jornadas; en la de hoy nos conformaremos con rendir honores en Arre,
Oricáin, Sorauren, Anoz, Orrio, Cildoz, Maquirriáin y Eusa.
Nos estrenamos con Arre, pegadito a Pamplona y a sus
grandes pueblos satélites, tanto que se ha transformado en un lugar de
descongestión de actividades de la capital. Esto le ha convertido en un
apéndice de la metrópoli, para bien y para mal. Es como sufrir el abrazo del
oso, te estruja pero qué calorcito da su abrigo. Para nostálgicos, ahí queda la
iglesia de San Román, contemplando en su altillo cómo han cambiado las cosas
desde aquel lejano siglo XIII.
Seguimos por Oricáin, lugar vecino de Arre, que no
termina de librarse de los zarpazos colonizadores de la gran urbe, aunque resiste
en las alturas de una pequeña atalaya, acordonada por fincas de labor y al
auspicio de su torre almenada. Persistimos obstinadamente en nuestras
intenciones remontando el río Ulzama. Tras cumplir con Sorauren, momentáneamente
abandonamos Ezcabarte para volver a profanarlo, esta vez por el norte, buscando
el lugar de Anoz. Para ello nos adentramos en la carretera NA-4241 desde
Ciáurriz, pero tras sobrepasar Anocíbar, calificar de carretera a semejante vía
es de optimismo cándido. Tal vez un día lo fuera, sin embargo, a día de hoy es
poco más que un camino de herradura. Los ingenieros de caminos alegarán que
para llegar hasta donde llega y muere, en Anoz, no merece la pena gastarse un
euro, aunque los pocos vecinos del lugar no piensen lo mismo. A nosotros, en
nuestro egoísmo, nos gusta así, ideal para moto aventurera, siempre y cuando se
esté atento a algún que otro socavón como la boca del metro, pero es que te
adentra por parajes solitarios hasta alcanzar la aldea, otro de esos sitios en
los que se cumplen al pie de la letra los tópicos de ruralidad: cuatro casas
diseminadas, una iglesia en ladera, sus vacas defecando a su libre albedrío,
sus perros de intenciones aviesas que miran con ojos torvos al forastero y sus
aldeanos amables, de esos a los que se les supone pensamiento nebuloso. Vamos,
lo que se dice una bonita estampa bucólico pastoril, típica pero tópica, como
hemos dicho.
Tras rendir pleitesía a los encantos de Anoz, hemos de
volver sobre nuestros pasos, buscando el corazón de Ezcabarte. Acompañamos de
nuevo al río Ulzama, a su vera, a su par y a su ritmo, hasta desviarnos a la
derecha por la NA-4210, carretera que parte el valle en dos, mitad al norte,
mitad al sur, desde donde vigila, omnipresente, el monte San Cristóbal, o
Ezcaba, como se le quiera llamar, y parafraseando al filósofo, ése que traíamos
a colación al principio: "a 895
metros sobre el nivel del mar y mucho más alto aún sobre todas las cosas
humanas". Porque las cosas humanas de los pueblecitos aquí situados
transcurren con naturalidad íntima, comprimidos en un valle de horizonte
moderado pero suficiente. Nosotros, con ojos predispuestos para cosas no
vistas, escudriñamos Eusa, Maquirriáin, Orrio y Cildoz, pueblos guardianes de
tesoros propios, de mudos secretos escondidos entre las paredes de sus iglesias
de traza románica, pero también entre las de sus casonas rancias, aunque estos
son secretos ignotos, clandestinos, impenetrables para extraños como nosotros,
conformes con imaginarlos, o mejor, con idealizarlos, para salvaguardar el
encanto que mantiene el ignorarlos.









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