Cendea de Galar
Andanza LXIV: Galar, Cendea de
Día: 21/02/2016
Hace unos días, ese invierno timorato oculto allende
los Pirineos, se atrevió a salir de la guarida, dejó su enroque, bajó de las
alturas y osó rondar por aquí. Parecía avergonzado como aquél que llega tarde a
una cita y, por ello, se mostró apocado en cuanto a lo de hacer ostentación de
sus poderes. Se conformó sólo con insinuarlos; así que nos reímos de él y se
marchó por donde había venido. Con el rabo entre las patas ha vuelto a su
ignoto refugio. No sabemos qué le pasa, está como un poco hermético, encerrado
en sí mismo y entristecido; sospechamos que la causa es que sabe que este año
ya se le está pasando el arroz. Y como del árbol caído todos hacen leña,
nosotros también, así que moto para arriba, moto para abajo, sin gastar el
goretex, pues en esta Jauja climatológica, quien tiene que poner orden ha hecho
mutis por el foro.
Esa huida a la propia soledad del señor invierno ha
revertido en dejación de funciones,
melancolía y desánimo. Entonces los pequeños de solemnidad, cuando lo
grande y poderoso se arrincona, interpretamos esta pasividad como debilidad y
pagamos con desprecio. Mientras se encuentre aturdido, para nosotros es tiempo
de irreverencia y nos cachondeamos de antiguas borrascas, sólo le tememos
cuando hace ruido. Aprovechando su silencio gozamos de los caminos expeditos de
inclemencias, que hoy discurren por la Cendea de Galar.
La cendea es una entidad administrativa curiosa,
propia de Navarra y específica de la Cuenca de Pamplona. Es la congregación de
un determinado número de pueblos que conforman un municipio compuesto, más o
menos como un valle, pero que recibe este nombre únicamente por ubicarse
alrededor de la capital, formando un cinturón. La de Galar es la más meridional
de todas y la componen ocho concejos (Arlegui, Cordovilla, Esparza de Galar, Esquíroz,
Galar, Olaz, Salinas de Pamplona y Subiza) y un lugar habitado (Barbatáin).
Nos hemos propuesto profanar la cendea desde el sur, a
traición, penetrando por Olaz,
accediendo al descuido. Con descaro e impertinencia, sometiendo a los pacíficos
moradores del concejo a la tortura del bramar vespertino del escape de la moto,
señoreando el pueblo como horda de bárbaros, no hemos dado tregua al vecindario
ni a la Virgen sedente con el Niño de su iglesia gótica, sobresaltada por el
ruido.
Sin dar tiempo a un exabrupto divino por nuestra
insolencia, huimos camino de Subiza. Con ojos predispuestos para bien ver, nos
adentramos en las profundidades de Galar, a ordeñar la vaca de sus excelencias.
La cendea no es recatada y se desnuda en extensión a la mirada del viajero, sus
encantos son captados en un único golpe de vista. Es tierra de cereal, ahora
privada de manto, ni verde ni amarillo, sólo el ocre de los suelos yermos. Sus
vergüenzas las cubren Pamplona por el Norte, arañándole, como tiene por
costumbre hacer con sus vecinos, el don de la rusticidad; al Este, los
generadores eólicos del Perdón parecen querer arrancar de la tierra ese trozo
de monte y llevarlo en volandas hasta Dios sabe dónde; al Suroeste, la sierra
de Alaiz, carcomida, muestra sin pudor las cicatrices cinceladas en lo profundo
por las canteras de Tiebas.
Todos los pueblos de la cendea se han dejado querer
por la capital en mayor o menor medida. Pamplona les ha regalado vecinos y
urbanizaciones a cambio de una pérdida de identidad directamente proporcional a
lo recibido. De entre ellos, Cordovilla ha vendido su alma al diablo, bueno,
más bien a Pamplona, y es que no queda ni rastro de aquel pueblo que en la Alta
Edad Media parece ser que recibió su nombre como herencia de la Córdoba
musulmana, traído por mozárabes emigrados. Hasta le ha cedido La Morea, un
barrio donde se ha instalado un populoso parque comercial.
Otros de sus lugares, más afortunados, o menos, según
se mire, han guardado un mejor equilibrio entre lo pueblerino y lo ciudadano,
que se decanta en uno u otro sentido en relación a la distancia que los separa
de la urbe. Alguno aún conserva vestigios de antiguos esplendores, como Subiza,
donde se yergue engreído un palacio dieciochesco que parece fuera de contexto, pues aparenta ser
de indiano adinerado del Baztán, y tiene su explicación, ya que quien lo
construyó, aunque nacido en Pamplona, era de origen baztanés y añoraba tanto su
terruño que quiso traérselo a casa.
Vamos terminando. Esquíroz es también una víctima de
la vorágine de Pamplona y además tiene por vecino al aeropuerto que da un poco
la lata, aunque no mucho. A Barbatáin casi nos lo pasamos de largo. Son tres
casas, a ojo de buen cubero, y una ermita al lado de un polígono industrial que
rompe un poco el encanto. Salimos de la cendea buscando la A-12, dejando para
el final Esparza y Galar, lugar este último que ha cedido el nombre a la
entidad. Estos dos pueblos nos han dejado buen sabor de boca. Ubicados en el
declive de sendos cerros, se han sabido enmascarar entre el verde y no hay
calle que no se envuelva de zonas arboladas, huertos o jardincillos. En lo más
alto, sus iglesias, impasibles, desconfían de las moscas cojoneras que como
nosotros, vienen a enturbiar la paz. Ellas, como el invierno, parecen enrocarse
también en su propia soledad.
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