Día: 24/01/2016
Decía Agustín de Hipona, alias san Agustín, que el mal
no tiene una realidad en sí mismo, que
es una privación, o sea, una ausencia del bien; vamos, que cuando
desaparece el bien, el mal se instala por defecto donde el bien deja hueco. No
andaba muy descaminado san Agustín mientras filosofaba al respecto, allá por el
siglo V, o al menos eso nos ha parecido a nosotros cuando, según amanecía,
indagábamos por la ventana acerca de la presencia de un sol prometido días
atrás por ciertos meteorólogos, al parecer de tres al cuarto. Pues no, ante la
ausencia del bien, personificado en ese sol creador y dador de ánimos y
alegrías, que se ha escondido Dios sabe dónde; el mal campa a sus anchas, representado
por una niebla plomiza, pegajosa y mal intencionada, tanto, que según
asomábamos el morro por la ventana mostraba intenciones y nos tosía su humedad
en la cara.
Pues qué le vamos a hacer, con la evidencia de que el
mal existe, tiene entidad propia mal que le pese a san Agustín y que lo vamos a
sufrir en nuestras carnes, inauguramos nueva letra con visita a Falces y
Fitero, dos localidades riberas, la primera perteneciente a la Ribera Alta y la
segunda propia de la de Tudela.
Más abrigados que un oso polar gracias a la lamentable
ausencia del bien, arrancamos motores camino del sur con malas sensaciones,
mojados como si estuviera lloviendo y, además, sin ver un carajo. Damos gracias
a que en estas tierras las carreteras son poco sinuosas, porque las curvas, aún
en pleno día, debemos tomarlas casi palpando. Según circulamos se ve que la
maldad de la niebla no tiene intenciones de tomarse un descanso, sólo a la
entrada de Falces parece aliviar un poco la presión, tal vez porque la
templanza que desprende el pueblo la obliga a clarear, aunque no mucho. Qué
difícil nos ponen las brumas de marras declarar singularidades de Falces, llana
y simplemente porque, más allá de nuestras narices, no vemos más que unos
edificios atenazados por el gris y mortecinos. A duras penas se atisba el
promontorio a cuyo pie tuvo a bien asentarse el pueblo, de algo más de 2400
habitantes. Es una localidad que se estira longitudinalmente, con dos núcleos
de población: el antiguo, abigarrado y anárquico, de urbanismo medieval; el
moderno, ordenado y reticular.
Dos son las peculiaridades que dan notoriedad a
Falces: los ajos y el encierro del Pilón. Ajo
de Falces es una marca propia que singulariza el producto cultivado en este
municipio y al que el ayuntamiento se empeña en promocionar. Los falcesinos se
iniciaron en el cultivo del ajo allá por el siglo XVII, para eludir el pago de
impuestos, pues al tratarse de un fruto de nueva implantación se hallaba exento
de cargas fiscales. En cuanto al encierro del Pilón, de sobra es conocido, al
menos en Navarra y alrededores. El espectáculo que dan mozos y vaquillas
corriendo por un estrecho camino pendiente abajo, flanqueados por la pared de
la montaña a un lado y al otro por un barranco de vértigo, da juego, sí señor.
Abandonamos Falces sin que la niebla, con su
perseverancia, deje de tocarnos las partes pudendas. Seguimos hacia el sur,
hacia tierras de la merindad de Tudela, camino de Fitero, frontera de reinos.
Allí, a orillas del río Alhama, confluyeron las soberanías de Pamplona, Aragón
y Castilla. La villa de Fitero creció al calor y a la sombra del monasterio de
Santa María la Real, un impresionante cenobio cisterciense que ejerció el
señorío sobre la localidad hasta que con las desamortizaciones del siglo XIX
los monjes fueron expulsados. El control del abad sobre la población fue
sistemático, ejercía la jurisdicción criminal, nombraba los cargos municipales
y hasta llegó a prohibir la construcción de grandes mansiones y el uso de
blasones en las viviendas. Nada debía hacer sombra a la autoridad del abad.
Esto dio lugar a frecuentes pugnas entre la villa y el monasterio, que en
ocasiones degeneraron en violencia. En la actualidad el poder del monasterio es
únicamente de atracción, pues se ha convertido en imán del turismo por su
calidad artística, convertido en una mezcolanza de edificaciones de diversas
épocas.
Y no hemos de marchar de Fitero sin hacer una visita a sus baños, lugar próximo y reputado donde… ¡milagro!, la niebla ha desaparecido como por ensalmo y luce aquel ausente sol bondadoso. Hay bullicio en los Baños de Fitero, su actividad termal atrae a muchos jubilados que curan achaques en sus aguas salutíferas. Le vienen de antiguo las propiedades paliativas de males, captadas ya por los romanos. Aquí pasaba el poeta Bécquer temporadas restableciendo su delicada salud, y mientras tomaba las aguas se consolaba dando vida a leyendas como El Miserere o La Cueva de la Mora, gruta real y cercana al balneario en la que, según se cuenta, todavía aparece por las noches el ánima de una princesa mora que acude a saciar la sed de su amado cristiano, quien buscó cobijo allí, herido en la guerra de frontera contra el infiel.
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