Andanza LXXV: Guesálaz, Valle de
(2ª parte)
Día: 04/09/2016

Al alba, sin darnos cuenta, la
holgazanería se ha colado en nuestros aposentos, se nos ha subido a la chepa
subrepticiamente tras acecharnos agazapada durante un rato, con la idea de
hacernos desfallecer en nuestro deber motero dominical, con la mala intención
de conducirnos hacia el placer de la vagancia, un placer inmediato aliado de
las sábanas pegadas. Por si no tuviéramos bastante con uno, otro pecado capital
nos ronda intentando sustraer voluntades al son de su flauta. Pero no, ¡vade
reto molicie! Arrancándonos del letargo adormecedor de la musiquilla perezosa,
el viento amigo ha soplado al otro lado de la ventana diciendo: ¡venid!, y se
ha colado por las rendijas musitando: ¡id!
Y obedientes a la camaradería del
viento, hemos desoído a ese demonio meridiano encarnado en galbana, que desde
el abismo de la indolencia tiraba de nosotros hacia lo profundo. Por un momento
casi nos llegó a poseer embriagándonos con su extraña música al igual que hizo
el Flautista de Hamelín con sus ratas, mas la voluntad de no oír venció en la
lid, manteniéndonos firmes en nuestro objetivo. Bueno, entre nosotros, el caso
es que nos hemos dormido, pero que esto no salga de aquí.
Ajusticiadas las legañas, vamos
al lío. En la Andanza anterior dejamos en el tintero parte del Valle de
Guesálaz, del que ya dimos pelos y señales sobre su ubicación geográfica, así
que hoy acometeremos la visita al resto de sus localidades, que son estas seis:
Iturgoyen, Muez, Irujo, Arguiñano, Vidaurre y Guembe. Todas ellas están
situadas en la mitad norte del valle, al abrigo de la falda sur de la Sierra de
Andía y un tanto sustraídas del influjo del Embalse de Alloz, al que la mayor
parte de sus hermanas meridionales se encuentran sometidas para bien o para
mal, según el cristal del interés con que se mire.
Y como todo ataque se hace a
tambor batiente, así lo iniciamos, arrancándole bramidos a nuestro potente
bóxer en la misma puerta de casa para tormento de los vecinos, aunque hoy su
desazón deber ser algo menor, pues es más tarde de lo habitual por culpa de
quien ya sabemos. La ruta elegida, como siempre, es de esas que dan enjundia a
una teoría nuestra que dice que la distancia más tonta entre dos puntos es la
línea recta y que todo camino derecho es engañoso, que toda verdad es curva y
que el tiempo mismo es circular. Bueno, a decir verdad parte de esta teoría se
la hemos tomado prestada a un enano actor secundario en una obra muy profunda
sobre la vida y milagros de Zaratustra, ahí es nada.
Iturgoyen, primer objetivo de la
mañana, es un lugar singular subido en un pedestal al que se accede trepando
desde Riezu, en el Valle de Yerri, tras atravesar el río Ubagua. Allí arriba se
ha recogido en una íntima calma, pero con la mirada abierta al valle. Da gusto
husmear alrededor de sus caserones ancestrales, que ha sabido atesorar; muchos
de ellos exteriorizando en las fachadas principales una traza heráldica de
calidad. Una hidalguía colectiva de la que presumen sus vecinos y que, según
dicen, les fue otorgada en el siglo XV por Carlos III el Noble, no por grandes
hechos de armas, sino por su papel de zarramplines en las obras de un puente en
Estella. Eso es democratizar la aristocracia. Y mientras se camina por sus
callejas, no dejan de percibirse sonidos de ruralidad, sonidos de… “cencerro”,
de los famosos cencerros de Iturgoyen, pues es este lugar uno de los pocos
donde todavía se fabrican artesanalmente. Cuánta vaca hay por estas tierras que
muge agradecida a las hábiles manos que dieron forma a ese artilugio que le
cuelga del pescuezo haciendo... ¡tolón, tolón!
Volvemos sobre nuestros pasos
cuesta abajo, desandando lo andado hasta el cruce de Riezu y desde ahí hasta
Muez, localidad que actualmente ostenta la capitalidad del Valle tras
desplumársela a Viguria allá por 1928. Por esos años Muez concentró servicios,
pero ha ido perdiendo con el transcurso del tiempo su sistema de redes
clientelares a favor de Estella; tuvo herrero, zapatero, veterinario, tienda,
compañía local de autobuses, farmacia, escuelas, etc., y hasta allí acudía
gente de todo el valle para acceder a sus productos y avituallarse. Hoy hay que
ir a Estella para comprar cualquier cosa excepto el pan, que lo sirve una
furgoneta ambulante. Alguno de sus vecinos con memoria histórica dirá que
cualquier tiempo pasado fue mejor.
Adentrándonos en las
profundidades del valle y tras desviarnos ligeramente de la serpenteante
NA-7020 alcanzamos Irujo y Arguiñano, dos pequeños concejos próximos entre sí
en los que el reloj avanza con parsimonia, o tal vez se detuvo hace tiempo.
Como siempre ocurre en estos lugares, sus iglesias, de imponente mole, dominan
el conjunto a la vez que languidecen mientras reclaman fieles desesperadamente
en ilusorio afán. Diminutas aldeas de nombre sonoro, prestado como apellido a
personajes célebres que se movieron y mueven entre la política y los fogones.
Seguimos avanzando por
sinuosidades y antes de que el horizonte se constriña entre montañas, pronto se
muestra Vidaurre, separado en dos mitades por la carretera. Es un pueblo bien
dotado de casas de los siglos XVI y XVII, orgullosas de sus blasones sobre
portaladas de grandes arcos, y hasta de ruinas engreídas, como las de su
palacio Cabo de Armería, antiguo solar cuyos propietarios se encontraban entre
los ricoshombres de Navarra. Destacando sobre el caserío se alza la corpulenta
Iglesia de Santa Catalina, edificio que con su amenazante mole parece exigir a
quien por allí se acerca a participar del culto.
Finalmente, al pie de las
escabrosidades que llevan al Valle de Goñi, se sitúa Guembe. Aquí el horizonte
se quiebra vencido por la verticalidad, pero a sus habitantes poco parece
importarles. Es la hora de misa y hacia el templo se encaminan gentes ya
entradas en años, con comedimiento por el peso de los años y porque no terminan
de comprender esa razón misteriosa que elevó sobre riscos y peñascos tanto
edificio sagrado, pero se conforman sufridamente en la idea de cercanía a la
divinidad.
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