Hiriberri/Villanueva de Aezkoa - Huarte
Andanza LXXVII:
Hiriberri/Villanueva de Aezkoa - Huarte
Día: 25/09/2016
¡Cómo cautiva el Pirineo! Cuando
toca enfilar hacia allí no hay pereza que valga, nos entusiasmamos con su
embriagadora inmensidad paisajística, en el disfrute de sus carreteras de mil y
una curvas y se nos hace la boca agua pensando en su gastronomía. Los valles
del Pirineo Oriental navarro son tierras con voz propia, cuyo cántico atrae a
los moteros igual que las sirenas a Ulises y nosotros, que como él hemos
decidido no hacer oídos sordos a las excelencias entonadas, somos víctimas
voluntarias de esa cantinela seductora, aun a riesgo de ser devorados como los
marineros imprudentes del amigo Ulises.
Por consiguiente, rumbo a nuestra
particular isla de Artemisa, que no es isla sino tierra adentro y bien adentro,
iniciamos la singladura de hoy poniendo proa hacía Hiriberri/Villanueva de
Aezkoa y Huarte. Nuestro primer puerto de amarre, como decíamos, está en el
Pirineo, en ese valle de Aezkoa que ya hemos visitado en anteriores ocasiones y
que siempre colma las más exigentes expectativas respecto al deleite de los
sentidos, pero resulta que Huarte pilla de camino al Pirineo, en consecuencia,
haremos uso de esa triquiñuela que consiste en visitar primero al segundo y
segundo al primero de acuerdo al dictatorial orden alfabético, más que nada por
pragmatismo y porque nos tememos que ese Pirineo tan hospitalario siempre, hará
que se nos abran las hambres, y con la panza llena da mucha pereza eso de andar
pateando calles y visitando iglesias; pero que conste que esto es sólo una
sospecha y no glotonería profética.
Pues por esas carreteras de Dios,
que en la práctica es la vieja N-111, con sus altos de Mañeru y su puerto del
Perdón antiguo, cuyo recuerdo se ha borrado en quienes utilizan la autovía A-12
y prohibida para nosotros, al menos cabalgando sobre dos ruedas, rápidamente
nos plantamos en el área metropolitana de Pamplona y circunvalándola hacia el
noreste allí está Huarte, en el hueco que dejan la propia capital, Burlada,
Villava y el arranque de los valles de Ezcabarte, Esteríbar y Egués.
Huarte es otra víctima del abrazo
del oso, gracias al cual ha pasado a convertirse en parte del todo. Con sus
pocos menos de 7000 habitantes, hace mucho que dejó de ser una villa
agropecuaria para transformarse en una urbe moderna y de servicios, aunque
conservando rincones de sabor añejo. Asentada a orillas del Arga y en una
encrucijada de caminos, se abre por el norte a los valles prepirenaicos, lo que
en otros tiempos le otorgó la función de vigilante y guardián de Pamplona y que
hoy ha trocado en el empeño por atraer para sí a alguno de esos peregrinos
jacobeos que desde allí bajan hacia la capital.
Tras un poco de callejeo y visita
a la parroquia de San Juan Evangelista, en cuyas inmediaciones anda merodeando
una cuadrilla de gigantes, no sabemos con qué aviesas intenciones, nuestro bien
amado GPS nos dirige en un pis pas hacia la NA-150, buscando el camino de Aoiz,
y desde aquí, atravesando el bonito valle de Arce, hacia el dominio pirenaico
remontando el río Irati. Y ensimismados en la contemplación de frondosidades
abrumadoras avanzamos rumbo al destino marcado, un estado del que sólo
escapamos durante las travesías de los pequeños pueblos que surgen al paso,
como Oroz-Betelu, sitio que, seguramente por azar del destino, nos ha
impregnado la memoria olfativa con un cierto tufillo a puchero que surgía a la
orilla del río, cargándonos de incertidumbre sobre su origen.
Desconcertados ante semejante
misterio y trepando NA-2040 arriba, pronto se abre a los sentidos el valle de
Aezkoa, el más occidental de los valles orientales navarros, dispuesto de este
a oeste y articulado por el río Irati. Pero no vamos a dedicarnos en esta
ocasión a describir sus excelencias paisajísticas, sobre las que ya nos hemos
empleado en anteriores Andanzas y que sería llover sobre mojado. Hoy nos place
más bien divagar un poco sobre el paisaje social, el de una tierra donde se
asientan cuatro de las diez localidades más elevadas de Navarra, con lo que
esto conlleva, porque cuando las alturas arrecian y los caminos se estrechan la
montaña comienza a mostrar su verdadera cara.
Entonces los pueblos
empequeñecen, sus habitantes son pocos y envejecidos, los servicios escasos o inexistentes y las carreteras de
acceso quebradas. Un entorno adverso para las gentes de las cumbres, alejado de
la imagen bucólica que proyecta a los visitantes estivales y que les abocó a
una lucha cotidiana por la supervivencia y aún les aboca a pugnar por la
permanencia. Pero estos montañeses supieron alcanzar en su hábitat el
equilibrio necesario, con bravura, y esto marca, como marcó en su día el
aislamiento geográfico de cara a la construcción de una identidad particular,
ese endemismo del que hemos hablado en otras ocasiones eufemísticamente.
En definitiva, al buen observador
no se le escapa que estos lugares son la secuela de una primitiva adaptación a
la montaña y a sus exigencias, que un día dieron lugar a estilos de vida
precarios, hoy prácticamente desaparecidos, pero cuyas reliquias se han
conservado. Mas tampoco escapa que la puesta en escena para el turismo ha
complicado la distinción entre idealizaciones y realidad. Pero para quien no
sea etnólogo poco importan las adecuaciones de
identidades y el embellecimiento del pasado. Lo folclórico es más bonito
cuando se descontextualiza de la carga de negatividad que tuvo, retomando sólo
los aspectos positivos, con propósito de recuperar lo propio o lo que se cree
como tal.
Y como nos hemos salido del
tiesto volvemos a él, porque Hiriberri/Villanueva de Aezkoa es más bien un
lugar ortodoxo con su pasado, vamos, que se ha idealizado poco porque su
ubicación lo aleja del turismo masivo. Se ha subido en la ladera del monte
Berrendi, de 1412 metros de altitud, y hasta allí se accede por una
serpenteante carretera que se coge a la izquierda, una vez pasado Aribe con
dirección a Garaioa. El pueblo cumple los cánones pirenaicos en cuanto a
distribución urbanística anárquica, su correspondiente ración de cuestas,
casonas de piedra o enlucidas con tejados de vertiente pronunciada y, además,
ha logrado conservar una pareja de hórreos. A pesar de su nombre, presume de
ser el más antiguo del valle, tal vez porque desde su emplazamiento
privilegiado domina a casi todos los demás pueblos que lo integran.
Terminamos pues el reloj
biológico ya ha avisado de la hora que es. Por eso, de regreso por donde
habíamos venido, nos ha asaltado el recuerdo de aquel enigmático olor
salutífero que tuvo a bien provocarnos cuando subíamos. Carcomidos por la
curiosidad hemos parado a husmear en Oroz-Betelu, a la orilla del río Irati y,
¡sorpresa!, un molino reconvertido en restaurante ha surgido de la espesura
como por ensalmo. En semejante entorno, en un comedor acristalado, viendo
pasar, oyendo bramar las aguas del Irati y oliendo los aromas de ciertos
pucheros que hierven en la cocina, no hay cristiano, ni pagano, que se resista
a esta conjunción de elementos, así que, como la Armada Invencible hemos sido
vencidos por ellos.
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