Valle de Guesálaz (1ª parte)
Andanza LXXIV: Guesálaz, Valle de
(1ª parte)
Día: 28/08/2016
Redundando sobre lo dicho en la
retahíla con la que encabezábamos la última Andanza, miren ustedes por dónde ha
caído de nuevo en nuestras garras otra víctima a quien desvalijar pensamientos:
el bueno de don Miguel, don Miguel de Unamuno. Y es que hoy lo soltamos en este
ruedo, quiera o no, para que nos secunde en la defensa de uno de los conceptos
de una dicotomía, para unos antagónica y para otros complementaria, ésa que
encara al campo y sus excelencias con la ciudad y las suyas.
Quien siga estas crónicas ya sabe
de qué pie cojeamos al respecto, pero es que el patrocinio de un intelectual
como don Miguel no tiene precio, además, bilbaíno de pro, y que escribía allá
por 1911 este alegato a la ruralidad: «¡Desdichado
del hombre que se aburre si tiene que permanecer solo unos días en medio de la
campiña libre! ¡Desdichado del hombre que no puede prescindir del ruido y el
trajín de sus prójimos!, porque este tal no se ha encontrado a sí mismo, ni ha
sabido siquiera buscarse, ni se ve sino reflejado en los demás». Decía
también refiriéndose a la urbe: «La
acumulación de excitaciones sensoriales es tal que no puede ser asimilada por
el sujeto y ello lleva a eso que se afirma de que en las ciudades "se vive
demasiado aprisa"».
Se rumorea que el necio que sabe
callar no difiere del sabio en nada y más nos valdría a nosotros acatar tal
premisa, enmudecer y dejar que sea Unamuno quien siga hablando, dado que tan
bien defendió al campo en multitud de sus obras; pero no, nosotros, como el
cuervo del refrán que te saca los ojos, a enredar por nuestra cuenta y riesgo extrayendo
provecho de lo ajeno, eso sí, justificándonos en la querencia hacia la gleba,
en el sentimiento estético hacia la naturaleza y un poco como consuelo
metafísico.
Y con la intención de aplicar
nuestra cutre filosofía de indigentes en alabanza del paisaje de hoy, que es lo
que se dice rural, rural, arrancamos motores, más bien uno sólo y bicilíndrico,
acomodamos las posaderas a horcajadas y enfilamos nuestra montura por esas
carreteras de Dios en la convicción de que no hay paisaje rústico feo y con la
idea de demostrar que el campo es una liberación frente a la ciudad, le duela a
quien le duela.
Es el Valle de Guesálaz el
objetivo a alcanzar, cuyo espacio se sitúa al nordeste de la Merindad de
Estella y se estira longitudinalmente de Norte a Sur a la vez que el relieve va
perdiendo altura según sus dominios se alejan de la Sierra de Andía. Es un
valle disperso, pródigo en lugares, con 15 concejos, por lo que nos vemos en la
tesitura de dividir la exploración en dos jornadas, así que en esta primera
toca auscultar la parte meridional, con visitas a Lerate, Irurre, Garísoain,
Muzqui, Arzoz, Esténoz, Viguria, Izurzu y Muniáin de Guesálaz. ¡Buff!, tela
marinera, porque, a la vista de lo pretendido, quien mucho abarca poco aprieta.
Asaltamos estas tierras desde el
sur, por la NA-7171, y una vez superada la presa, enseguida salta a la vista
que en toda esta parte del valle el embalse de Alloz ha marcado impronta. Es
una obra de 1930, cuya construcción dejó una huella indeleble en el territorio.
Para bien o para mal, hoy se ha convertido también en un centro de ocio que
atrae, especialmente en verano, a usuarios del camping, bañistas y marineros de
agua dulce, porque tiene escuela de vela y todo. Lerate es un pueblo víctima de
esta circunstancia, o hace su agosto, según se mire, pues se ha convertido en
receptor de turistas y para evitar agobios ha prohibido la circulación de
vehículos forasteros por sus calles, así que toca visita a pata.
Seguimos escalando un poquito hasta
Irurre, que tiene un museo de escultura, para seguir hasta Garísoain y Muzqui,
sitios desde los que contemplar el valle con mayor perspectiva. El pantano lo
preside y nos hace caer en la cuenta de cómo el hombre va convirtiendo poco a
poco a la naturaleza en su cuarto de estar, pero que grato es admirar desde
aquí arriba esos campos silenciosos de tierra ocre derramados hasta la línea
del horizonte.
Continuamos nuestro deambular por
Arzoz y Esténoz, pueblecitos en los que el color de las piedras se confunde con
el color de sus campos; allí se recogen unos pocos vecinos de arraigo y alguno
más extemporáneo huyendo de una civilización que va demasiado deprisa y no se
deja seguir. Aquí retoman el ánimo perdido y cargan pilas para resistir la
semana próxima.
Perseverando, perseverando,
recalamos en Viguria, lugar que abraza como un nido. Quién diría que este sitio
fue la capital del Valle y quién diría, a parte del Príncipe de Viana, que pudo
haber sido la cuna del primer rey de Navarra. Hoy sus habitantes se cuentan con
los dedos de una mano y aún sobra alguno. Es un lugar donde impera el
recogimiento y el silencio de sus ruinas, en especial las de su solemne
palacio, víctima del abandono insensible, de la ingratitud ante pasadas
glorias, todavía perseverando indiferente ante el espolio y deterioro. Pero
además, hermana en la adversidad es la iglesia de Santa María, presa también
del olvido y de la hiedra, hiedra impía obsesionada con devolver a la tierra lo
que ya es pura cáscara, y después, que la paz bendiga la soledad del sitio.
Saldamos el día en Izurzu y
Muniáin de Guesálaz, dos concejos separados forzosamente del territorio del
resto del valle merced a la desafección de Salinas de Oro allá por 1852, que
pasó a convertirse en ayuntamiento propio. Son más de lo mismo, lluvia de paz
en sus paisajes de soledad y silencio, por lo que sólo cabe agradecer a la
naturaleza los favores que nos hace, y es que los que somos de pueblo sabemos
que nuestro lugar de nacimiento nos puso anteojeras para la percepción del
mundo. Y así, hoy que nos hemos hartado de campo, de sentimiento estético de la
naturaleza, finalizamos esta invocación a la ruralidad de nuevo con palabras de
don Miguel, quien siendo hijo de una ciudad que nunca dejó de amar, dijo
refiriéndose a ella: « Que progrese, sí,
que progrese; mas sin que yo lo vea, a ser posible...».
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