Andanza LXXIII: Güesa/Gorza
Día: 15/08/2016

A fuerza de repetirnos, es cierto
que nunca estaremos lo bastante agradecidos a toda esa caterva de lumbreras de
toda calaña que continuamente traemos a colación para sustanciar e intentar dar
lustre y esplendor a las crónicas de nuestras andanzas moteras aquí plasmadas.
Vienen a ser como musas inspiradoras a las que vamos echando mano en los
momentos de nublado mental, que son muchos, y cuyas sentencias doctas adoptamos
para ahuyentar a ese fantasma que habitualmente nos acecha, el del aburrimiento
por falta de inventiva, de manera que,
de no ser por ellos, hace tiempo que el espectro del bostezo camparía a sus
anchas por estas páginas. Pues eso, que piensen ellos, que nosotros seguiremos
dando uso a sus reflexiones a nuestra conveniencia, pagando lo tomado prestado
con nuestra eterna gratitud.
Y, erre que erre, hoy también
tenemos la intención de abducir los pensamientos de alguno de esos próceres
sesudos, así que al lío. Decía Montesquieu que el hombre es siempre el mismo en
todas las épocas, siempre que se mantenga en los mismos lugares. Esto viene a
confirmar lo que, a su vez, indicábamos nosotros en la crónica de la Andanza
LXVI, cuyos dislates dimos a luz tras una de nuestras anteriores visitas al
valle al que volvemos en esta jornada, el Valle de Salazar. Entonces,
mancillando las ideas de algún señor de esos a los que antes nos referíamos, de
quien ya ni nos acordamos, elucubrábamos sobre el concepto de endemismo, y sin
encomendarnos a Dios ni al diablo lo extrapolábamos de la particularidad de las
especies de bichos o verduras, a la generalidad de todo un valle, incluidos sus
vecinos de dos patas. Sí señor, con dos taxones...
Bueno, el caso es que hoy
repetimos visita a Salazar, pues toca Güesa, que es el ayuntamiento, y con él
sus dos lugares dependientes: Ripalda e Igal. Y como en anteriores ocasiones en
que hemos visitado el valle, las sensaciones que irradia han vuelto a hacernos
experimentar un no sé qué especial sobre el que volvemos a la carga.
Creo que ya lo hemos dicho en
ocasiones anteriores, pero por si acaso lo repetimos, el Valle de Salazar se
sitúa en el corazón del Pirineo navarro, se estira de Norte a Sur y el río del
mismo nombre lleva tiempo horadándolo en igual dirección. Tiene a Francia por
vecina al Norte, el Valle del Roncal al Este, el de Aézkoa por el Oeste y el
Almiradío de Navascués por el Sur. Fue, en suma, un lugar que hasta antes de
ayer se encontró apartado de cualquier gran ruta de tránsito, especialmente del
Camino de Santiago, vía de penetración de ideas y cambio, y por ello nuestro
valle permaneció ajeno casi del todo a "modernidades" ideológicas,
económicas o espirituales, y en su aislamiento se ha encontrado desde tiempo
inmemorial más contento que un cochino en su charco.
Nosotros arribamos a Güesa desde
Navascués, remontando el río Salazar que se ha obstinado en acompañar a la
carretera NA-178 en paralela hermandad, o tal vez sea al revés. Güesa es uno de
los pueblos más modestos de Salazar, pues no conserva el tipismo de alguno de
sus vecinos, dado que la mayor parte de sus casas han sido reformadas perdiendo
en parte las particularidades tradicionales de las que hacen gala otros
lugares, pero alguna sí que le queda. Su iglesia, de alrededor de 1200, también
se ve un poco ensombrecida por los edificios que tiene adosados, empeñados en
deslucir su semblante medieval. Pero a salto de mata de Güesa está Ripalda, a
donde se llega tras alcanzar la orilla derecha del río por un estrecho puente y
avanzar unos centenares de metros por un polvoriento camino sin asfaltar.
Ripalda es un vestigio medieval que ha perdurado hasta el presente. Hoy es un
caserío a los pies de los montes Alburua y Aldu, y en su día fue señorío
nobiliario con palacio Cabo de Armería y todo. De entre sus escasas
edificaciones destaca la iglesia de la Ascensión, en muy mal estado pero en
proceso de consolidación. Ripalda es un paraje constreñido por escabrosidades,
es como una pequeña flor que exhala un gran perfume en medio de un entorno
selvático, cuya fragancia trasciende al tiempo.
Otra vez empolvados, abandonamos
este rincón bucólico volviendo sobre nuestros pasos hasta Güesa, para tomar a
la derecha la NA-2130, la cual, tras recorrer dos kilómetros nos deja en Igal.
También es este un lugar modesto, sin grandes arquitecturas, en cambio es de
los que deja entrever que antaño existieron vínculos muy estrechos entre sus
moradores, exigidos por su propia forma de vida, con un claro sentido
comunitario de su existencia; una solidaridad, ya extinguida, símbolo de unicidad
y armonía.
Nuestra visita se va agotando, y
así, a la salida del pueblo, la iglesia de San Vicente Mártir se encarga de
despedir al viajero. En su pórtico cuatro estelas funerarias, expectantes y muy
pragmáticas, han puesto manos a la obra en aquello de recordar a quien por allí
transita eso de "Memento homo, quia pulvis es, et in pulveren
revertis". Nosotros, ingenuos, somos más de creer que el polvo a que se
refieren es ése que todavía llevamos encima, el del camino de Ripalda. Amén.
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