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martes, 1 de noviembre de 2016

Güesa/Gorza


Andanza LXXIII: Güesa/Gorza

Día: 15/08/2016

A fuerza de repetirnos, es cierto que nunca estaremos lo bastante agradecidos a toda esa caterva de lumbreras de toda calaña que continuamente traemos a colación para sustanciar e intentar dar lustre y esplendor a las crónicas de nuestras andanzas moteras aquí plasmadas. Vienen a ser como musas inspiradoras a las que vamos echando mano en los momentos de nublado mental, que son muchos, y cuyas sentencias doctas adoptamos para ahuyentar a ese fantasma que habitualmente nos acecha, el del aburrimiento por falta de inventiva, de manera  que, de no ser por ellos, hace tiempo que el espectro del bostezo camparía a sus anchas por estas páginas. Pues eso, que piensen ellos, que nosotros seguiremos dando uso a sus reflexiones a nuestra conveniencia, pagando lo tomado prestado con nuestra eterna gratitud.


Y, erre que erre, hoy también tenemos la intención de abducir los pensamientos de alguno de esos próceres sesudos, así que al lío. Decía Montesquieu que el hombre es siempre el mismo en todas las épocas, siempre que se mantenga en los mismos lugares. Esto viene a confirmar lo que, a su vez, indicábamos nosotros en la crónica de la Andanza LXVI, cuyos dislates dimos a luz tras una de nuestras anteriores visitas al valle al que volvemos en esta jornada, el Valle de Salazar. Entonces, mancillando las ideas de algún señor de esos a los que antes nos referíamos, de quien ya ni nos acordamos, elucubrábamos sobre el concepto de endemismo, y sin encomendarnos a Dios ni al diablo lo extrapolábamos de la particularidad de las especies de bichos o verduras, a la generalidad de todo un valle, incluidos sus vecinos de dos patas. Sí señor, con dos taxones...


Bueno, el caso es que hoy repetimos visita a Salazar, pues toca Güesa, que es el ayuntamiento, y con él sus dos lugares dependientes: Ripalda e Igal. Y como en anteriores ocasiones en que hemos visitado el valle, las sensaciones que irradia han vuelto a hacernos experimentar un no sé qué especial sobre el que volvemos a la carga.


Creo que ya lo hemos dicho en ocasiones anteriores, pero por si acaso lo repetimos, el Valle de Salazar se sitúa en el corazón del Pirineo navarro, se estira de Norte a Sur y el río del mismo nombre lleva tiempo horadándolo en igual dirección. Tiene a Francia por vecina al Norte, el Valle del Roncal al Este, el de Aézkoa por el Oeste y el Almiradío de Navascués por el Sur. Fue, en suma, un lugar que hasta antes de ayer se encontró apartado de cualquier gran ruta de tránsito, especialmente del Camino de Santiago, vía de penetración de ideas y cambio, y por ello nuestro valle permaneció ajeno casi del todo a "modernidades" ideológicas, económicas o espirituales, y en su aislamiento se ha encontrado desde tiempo inmemorial más contento que un cochino en su charco.


Nosotros arribamos a Güesa desde Navascués, remontando el río Salazar que se ha obstinado en acompañar a la carretera NA-178 en paralela hermandad, o tal vez sea al revés. Güesa es uno de los pueblos más modestos de Salazar, pues no conserva el tipismo de alguno de sus vecinos, dado que la mayor parte de sus casas han sido reformadas perdiendo en parte las particularidades tradicionales de las que hacen gala otros lugares, pero alguna sí que le queda. Su iglesia, de alrededor de 1200, también se ve un poco ensombrecida por los edificios que tiene adosados, empeñados en deslucir su semblante medieval. Pero a salto de mata de Güesa está Ripalda, a donde se llega tras alcanzar la orilla derecha del río por un estrecho puente y avanzar unos centenares de metros por un polvoriento camino sin asfaltar. Ripalda es un vestigio medieval que ha perdurado hasta el presente. Hoy es un caserío a los pies de los montes Alburua y Aldu, y en su día fue señorío nobiliario con palacio Cabo de Armería y todo. De entre sus escasas edificaciones destaca la iglesia de la Ascensión, en muy mal estado pero en proceso de consolidación. Ripalda es un paraje constreñido por escabrosidades, es como una pequeña flor que exhala un gran perfume en medio de un entorno selvático, cuya fragancia trasciende al tiempo.

Otra vez empolvados, abandonamos este rincón bucólico volviendo sobre nuestros pasos hasta Güesa, para tomar a la derecha la NA-2130, la cual, tras recorrer dos kilómetros nos deja en Igal. También es este un lugar modesto, sin grandes arquitecturas, en cambio es de los que deja entrever que antaño existieron vínculos muy estrechos entre sus moradores, exigidos por su propia forma de vida, con un claro sentido comunitario de su existencia; una solidaridad, ya extinguida, símbolo de unicidad y armonía.


Nuestra visita se va agotando, y así, a la salida del pueblo, la iglesia de San Vicente Mártir se encarga de despedir al viajero. En su pórtico cuatro estelas funerarias, expectantes y muy pragmáticas, han puesto manos a la obra en aquello de recordar a quien por allí transita eso de "Memento homo, quia pulvis es, et in pulveren revertis". Nosotros, ingenuos, somos más de creer que el polvo a que se refieren es ése que todavía llevamos encima, el del camino de Ripalda. Amén.






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