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martes, 14 de junio de 2016

Garaioa

Andanza LXVII: Garaioa

Día: 03/04/2016

De vez en cuando, pero cada vez más a menudo, nos dejamos arrastrar por la credulidad, más que nada por soslayar esfuerzos analíticos, por holganza mental; porque, como dicen por ahí: la razón profunda de la credulidad natural es la pereza. Y ésta nos lleva a la ausencia de crítica, que es un estado mental placentero, como el de aquel limbo de los niños, desgraciadamente desaparecido por decreto canónico, en el que reposaban cándidamente los inocentes fenecidos, esperando no se sabe bien qué.

Así que hoy, al abrigo de los Pirineos, que tan buenamente nutren esa candidez perezosa que nos predispone a exaltar las excelencias de sus atractivos pueblos si no son escandalosamente inverosímiles (que no lo son), las aceptaremos, las defenderemos, las pregonaremos, y en caso preciso, las aderezaremos lo justo y necesario.

Vamos a ello y volvemos a la carga a lomos de nuestra tenaz e incansable GS, fiel aliada, internándonos por el quebrado manto verde donde se asienta el valle de Aézkoa, tierra madre de Garaioa, objeto de nuestra curiosidad y una de las nueve villas que en tiempo inmemorial decidieron plantar sus reales en estos parajes, en sabia elección o por azar del destino.

Es Aézkoa dominio pirenaico, ya lo advertíamos, de orografía áspera, pero con montañas por debajo de los 1.500 metros, porque aquí el Pirineo ha comenzado a ceder ya en enojo y sus escabrosidades se han suavizado. Por ello, selvas majestuosas de robles, hayas y abetos otorgan al horizonte aezcoano su cautivador embrujo, en amigable alianza con las aguas vivas, prestas a horadar cicatrices en arroyadas vertiginosas, para después amansarse pausadamente.

La villa de Garaioa es la hija agraciada de una madre engalanada por naturaleza. Un pueblo pequeño, articulado por la carretera que lo atraviesa de parte a parte, de postal, que seduce por contexto y contorno. Ingenuo y abierto, pero a la vez constreñido por montañas. De arquitectura popular, de típicos caseríos pirenaicos de piedra o encalados, de tejados con vertientes aptas para la escalada, de sillares rosas, de tejas rojas, de flores multicolores. De puentes y hórreos. Garaioa tiene el suyo propio, el de Maisterra, uno de los 15 que se concentran en Aézcoa, tierra que, escasa de cereal, se dotó de estas construcciones para defender sus menguadas existencias de las humedades y roedores.

Abundó la ganadería antaño, de vacuno y, sobre todo, de ovino, que en grandes rebaños recorrían las cañadas hacia la Ribera de Navarra anticipándose al invierno, antes de que sus rigores hicieran acto de presencia, y quedan secuelas hogaño en esos reducidos tropeles de ovejas, menos peregrinas, cuya leche es la selecta materia prima de unos espectaculares y solicitados quesos tradicionales.

Tiene también esta comarca un dialecto local, un habla propia que a duras penas se mantiene viva. Atesorado en precario, lo que queda del euskera aezcoano es un acontecimiento oral, remoto, que ha deparado una huella de orden psicológico difícil de desentrañar, al contrario de lo que ocurre con los acontecimientos que dejan impronta material, y que permiten con ello establecer razonamientos encadenados entre el suceso y su vestigio.

Nosotros, en una mañana apacible, hemos deambulado sin prisa por sus calles y damos fe de que su huella inmediata produce efectos en el ánimo; no sabemos si como resultado de las dichosas cuestiones materiales, o acaso de las inmateriales, aunque sospechamos que tal vez pudiera ser cosa de las ánimas, las de ciertas señoras brujas que en tiempos remotos y según el Santo Oficio, por aquí campaban a sus anchas. Camparon hasta que la Inquisición tomó cartas en el asunto, llevándose a seis de ellas a Logroño a purgar sus culpas. Y bien que las purgaron, pues cuatro, hechiceras o no, mudaron de estado por el disgusto, de este mundo al otro.

En fin, sin atrevernos a afirmar si la sugestión que nos atenaza es cosa de la credulidad, de la pereza mental o del hechizo, porque ciertamente da igual, pues ahora la que apremia es otra bien material, ésa que fluye a determinadas horas, las del sustento, nos vemos en la tesitura de buscar donde satisfacerla, y como por estos lares las gentes muestran gran pericia en el buen yantar, siguiendo el instinto básico concupiscente rápidamente hacemos acto de presencia en cierta taberna de nombre Ibarra Etxea donde, en ambiente casi familiar, la patrona del local consigue aplacar esa gula terca e ingobernable que periódicamente nos asalta a traición.






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