Garde
Andanza LXVIII: Garde
Día: 17/04/2016
Es de sobra
conocido, para nosotros los entusiastas, que el hecho de ir por esos mundos de
Dios en moto regala una porción de aventura superior a la que aporta cualquier
otro vehículo a motor y por ello tal trajín es campo abonado para engrosar el
anecdotario de peripecias diversas, gracias a su mayor y más próximo contacto
con el medio natural. Y si además, como es nuestro caso, sistemáticamente se
elige viajar por rutas alejadas de urbes multitudinarias buscando el entorno
asilvestrado, el episodio curioso cae cual fruta madura.
Se cuentan ya
por miles los kilómetros recorridos a lo largo de todas estas andanzas moteras
e incontable el tiempo que a ellas hemos dedicado. Tal perseverancia viajera
nos ha venido surtiendo habitualmente de la correspondiente porción de
anécdotas con las que nutrir nuestras crónicas, cual cuerno de la cabra
Amaltea, facilitándonos el esfuerzo pseudo literario en que nos hemos enzarzado
voluntariamente para mortificarnos de buen grado; pero, sin embargo, de vez en
cuando no deja de asaltarnos cierto “horror vacui”, horror al vacío de una
página en blanco, a la que nos vemos abocados por falta de estímulos sobre el
terreno o de inspiración, porque las tornadizas musas no están por la labor de
sugestionarnos la sesera.
Ciertamente,
es verdad que determinados derroteros se presentan más atractivos y floridos,
allanándonos la tarea de elucubrar nuestros desvaríos, o que hay localidades
que ofrecen y se prestan más que otras a descripciones seductoras, cuando no a
chanzas, chistes o historietas surtidas, reduciendo las demandas mentales
necesarias para vestir páginas desnudas. Pues bien, hoy, gracias al Cielo, en
unos de esos días en los que andamos como un poco turbios, toca visita a un
sitio de los que facilitan la faena de ilustrar el papel, aunque sea virtual.
Toca otra vez Pirineo, toca de nuevo valle, toca el idílico lugar de Garde.
Además, resulta que la ruta que nos conduce hasta allí
es de las de disfrutar plenamente de la moto, y por la que no nos cansamos de
circular aún siendo muchas las veces que la hemos recorrido. Curvas para dar y
tomar, en un continuo sube y baja, con buen asfalto y mejores paisajes, que,
finalmente nos llevan, tras descender el técnico puerto de Las Coronas, hasta
las puertas del valle del Roncal.
Hablábamos aquí mismo, no hace mucho, del endemismo de
algunos lugares de Navarra, y el Roncal se nos antoja uno de ellos. Decíamos no
sé qué de particularismos inconcretos y herederos de un pretérito aislamiento
geográfico, que es mucho decir, pero se palpan en el ambiente singularidades
propias del retraimiento ancestral de estos pueblos. Es como una especie de
marca al agua persistente en las cosas y casi hasta en las personas, es la
terquedad del hombre por perpetuarse atávicamente.
El Roncal deleita al viajero con su demora en el
tiempo, pero en reflejo rejuvenecido y hermoseado. Es este valle un pequeño y
fecundo universo, articulado por el río Esca de norte a sur, a cuyas orillas se
suceden pueblos, bosques y prados. Hasta los osos se han decantado por este rincón del pirineo para plantar sus
reales. Los siete pueblos que integran el valle tienen el privilegio de ostentar
el título de villa y poseer ayuntamiento propio; entre ellos nuestro objetivo:
Garde.
Garde, huidizo, se desmarca de los márgenes del Esca y
marca frontera por la derecha con Huesca, enclavado a la vera de la regata
Gardalar, cuyas cristalinas aguas fluyen mansamente en vecindad a un conjunto
urbano que ha sabido conservar ese tipismo arquitectónico característico del
valle. El caserío, presidido en altura por la recia iglesia de Santiago
Apóstol, se descuelga por una ladera hasta el arroyo, entretenido durante
siglos en la esforzada labor de erosionar un pasillo entre montañas. Las calles
de la villa cobijan un tumulto de caserones en confusa ordenación, en los que
la piedra y la madera se exhiben en las fachadas. También hacen ostentación de
escudos nobiliarios, recordatorio orgulloso de la hidalguía de estas gentes.
Sin embargo, tan vigorosas moradas se empequeñecen bajo la adusta mirada de las
cumbres pirenaicas que las envuelven y advierten sobre la insignificancia de la
obra del hombre.
Garde, en su humildad, ha sido patria de ilustres
personajes. Como muestra un botón: Pedro Navarro, conde de Oliveto, a quien la
villa tiene erigida una estatua. Fue éste un militar aventurero y hasta
corsario en sus ratos libres, cuyas hazañas darían para muchas películas de
Hollywood. Quien quiera pasar un rato entretenido no tiene más que echar un
vistazo a alguna de las biografías que de él existen en Internet.
Garde tuvo además un precursor centro de salud, de salud
mental, atendido desde el ámbito de lo sagrado. Y es que Nuestra Señora de
Zuberoa, aposentada en su ermita del monte Calveira, ejerció de sanadora de
endemoniados hasta fechas no muy lejanas, hasta el día en que el pobre Satanás
perdió sus poderes por la incredulidad de las gentes. Antes de que el
escepticismo se adueñara de la sociedad, eran legión los poseídos que acudían
en peregrinación a solicitar los servicios paliativos de la Virgen.
Nosotros, como siempre, terminamos requiriendo los
servicios, no de la Virgen pues el demonio parece que últimamente ha decaído en
eso de poseer a nadie, sino del tabernero del bar del camping de Garde, quien,
muy solícito, nos recomendó catar un embutido de aspecto parecido al chorizo,
típico de la zona, cuyo nombre se nos ha olvidado, y de contenido no apto para
estómagos melindrosos. En fin, con un buen vino todos los gatos son pardos.
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