
Andanza CXXIX: Pamplona/Iruña
Día: 20/02/2022
Un poco amedrentados y, también, víctimas de una sutil inquietud, hoy alcanzamos otro hito en la consumación de este quehacer motero con el que nos venimos flagelando desde hace unos cuantos años. Pero se nos antoja que darle forma propia y sentido apropiado a la puesta en escena de un acontecimiento de tal calado se encuentra fuera del alcance de unos puros charlatanes como nosotros, yéndosenos entre los dedos todo intento de sustanciación acorde al evento. Y es que hoy nos toca cumplir con la visita a la capital del Viejo Reino.
Sin embargo, en un lluvioso día de febrero, no nos queda otra que aceptar el destino que se nos viene y cumplirlo, con carencias, pero sin vacilaciones y sin apresuramientos, porque no deja de ser la consumación de una etapa más encadenada a la anterior y amarrada a la siguiente, en este proceso de necesidad autoimpuesta cual cilicio de penitente, y lo a gusto que lo sufrimos, sobre todo, en ocasiones como ésta, con un objetivo como Pamplona, tan extenso en contingencias y memorias acumuladas a lo largo de sus siglos de historia.
Pero, lamentablemente, resulta que cuando lo requerido es enorme se llega fácilmente a comprobar la estrechez de los propios límites, aunque nosotros los hubiéramos deseado inmensos. Por eso, en este caso, la vulgaridad es muy aconsejable y nos servirá de remedio por conciencia de no saber que decir en justicia a lo merecido por tan excelsa urbe. Ciertamente, aunque intentemos una apariencia reflexiva, no habrá más que fachada, así que, con toda probabilidad, nuestras palabras serán dichas para tapar huecos, porque tanta abundancia nos descoloca y tanto recuerdo ancestral nos resulta imposible condensarlo, ni aún en el caso de que las musas llegaran a apiadarse de nosotros regando abundantemente nuestro erial imaginativo.
También pudiera ser que por llegar al oasis perdamos el privilegio de los espejismos, porque los lugares del deseo requieren la distancia que permita anhelarlos y el alcanzarlos significa la caída del mito. Así, de esta manera, ante tan negra perspectiva y tal cúmulo de adversidades, hemos decidido hacer nuestro aquello que dijo Unamuno en sus pendencias con Ortega y Gasset… ¡que inventen ellos!, o lo que vendría a ser lo mismo… ¡que describan otros!
El bueno de Ortega calificó a lo dicho por Unamuno como producto del «Energumenismo» y nosotros nos consideramos acérrimos seguidores de una corriente filosófica como ésa, tan de andar por casa, a la que tan bien nos acomodamos. De manera que, si de estrujarse el magín se trata para describir las excelencias de Pamplona, que lo hagan otros y nos remitiremos a la sublime narrativa de escritores consagrados. Vamos a encomendarle a nuestros lectores una tarea: la de escrutar lo mucho y bueno dicho sobre Pamplona por literatos, ensayistas, prosistas, poetas... Muchos son los cronistas al respecto. Nosotros nos acordamos de unos pocos: Félix Urabayen, José María Iribarren, Rafael García Serrano, Pío Baroja, José Joaquín Arazuri, Dolores Redondo, Ernest Hemingway, Mary Wels Hemingway, James A. Michener, Christopher Smith, Samuel Edward Cook, Hans Tovoté... Pero hay incontables más.
Verá el lector que el esfuerzo de búsqueda merecerá la pena, aunque se acuerde de nuestros ancestros para mal ante tamaño trabajo. Verá como todos estos describen, como cuentan, como definen una ciudad de nostalgias seculares, de rincones insólitos que desprenden encontradas sensaciones. Verá relatos de la vieja y de la nueva Pamplona, de una ciudad seductora, donde resulta complicado no caer en sus embrujos.
Se trata de pretéritas historias y de otras no tanto, algunas situadas en un casco histórico que hoy se conserva como un viejo presuntuoso por el que parece que no pasan los años. Ambientadas también en sus parques y jardines, de verde refulgente salpicado de motas de color. Novelas que acomodan a los personajes que pululan por sus páginas en sus cafeterías, en sus tabernas, y hasta en sus bares de pinchos, ante cuya visión se te abren las hambres y te quedas sin sentido; son relatos igualmente aclimatados a su entorno cultural, a su agitación jacobea, a sus comercios centenarios y, sobre todo, a sus bulliciosos y coloridos Sanfermines.
Pero como a nosotros tanta excelencia puesta por escrito nos empequeñece por no saber qué decir, y persuadidos de esta mengua, entre humedades tan poco amigas de los andantes en moto, por inercia procedemos a dar comienzo a la auscultación que nos toca, transitando por la vieja N-111 hasta llegar a la orilla del río Arga donde se asienta Pamplona, rodeada de montañas y descollando sobre la llanura que la circunda, mientras se ve abrazada por otras poblaciones vecinas que se le han metido debajo de las faldas.
Por ese no saber qué decir vamos apuntando que Pamplona es una ciudad pequeña con aspiraciones a mediana y que gracias a eso y a sus pocos más de 200.000 habitantes mantiene la conciencia de sí misma, de lo que fue y de lo que aspira a ser. La ruralidad de Pamplona se fue perdiendo con la desaparición de las murallas que la encorsetaban y con la construcción del primer Ensanche, iniciado a finales del siglo XIX. La modernidad le fue llegando con el comienzo del segundo Ensanche, construido entre 1921 y 1950. Pero de su antiguo corsé todavía le queda un conjunto amurallado con una ciudadela renacentista tan bien conservada que despierta envidias.
Diremos también que en la Plaza del Castillo late el corazón de Pamplona. El castillo que le dio nombre desapareció en tiempo inmemorial, después fue descampado, mercado y hasta ha ejercido de plaza de toros. Hace ya mucho que se convirtió en el espacio de encuentro y disfrute más estimado por las gentes de la ciudad. Como toda plaza que se precie es amplia -casi 14.000 metros cuadrados-, está porticada y tiene quiosco central columnado. Los edificios que la ciñen son distinguidos, de mucho postín y de luminoso colorido. En sus bajos se ubican establecimientos de renombre, inmortalizados por algunos de esos escritores de los que antes nos acordábamos, como el Café Iruña o el Hotel la Perla, tan del agrado de Hemingway. Bares y restaurantes los hay también, y extienden sus servicios en terrazas desde donde es un gusto cotillear todo lo que se cuece en la plaza tomándose un buen vino y su correspondiente pincho, o lo que se tercie.
Desde el ayuntamiento se requiere sólo un pequeño esfuerzo a pie para acercarse hasta la catedral de Santa María la Real, que es visita obligada. Aunque su controvertida y sobria fachada neoclásica llame a engaño, en el interior se esconden tesoros góticos deslumbrantes, que a Hemingway también impresionaron, si bien, en una primera impresión le resultó más bien fea. Destaca sobre todo el espectacular claustro y también el sepulcro de alabastro de los reyes Carlos III el Noble y Leonor de Trastamara.
¡Bufff¡… ya nos estamos liando con descripciones, que se nos antojan muchas y con las que esto se prolongaría hasta el infinito, que nos vienen grandes y que dejamos en manos de esas gentes consagradas en el arte de relatar, y como además va llegando la hora de deleitar otros sentidos menos espirituales y más corporales, por todo eso y porque estamos en el casco viejo, rondando las míticas calles Estafeta, San Nicolás, Comedias o Mercaderes, donde el ambiente y los bares de pinchos hacen que los ojos se te salgan de sus órbitas, vamos a satisfacer ahora ese materialismo tan animal que surge del estómago, dejando la espiritualidad a su libre albedrío, al menos por hoy.
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