Andanza CXXVIII: Oteiza de la Solana
Día: 29/08/2021
Hay que ver lo caprichoso que es
el acontecer histórico. Si la providencia, la casualidad, los designios
divinos, o la propia voluntad en el cumplimiento de una misión, como es el
caso, te llevan a reposar fatigas a un lugar campestre y bucólico, del que sabes
de oídas que es un sitio que contiene ciertos posos históricos aparentemente
inconexos, y si durante esa merecida holganza tirado en el césped, enredando
con el smartphone para documentarte por curiosidad sobre esos acontecimientos
pretéritos, mediando el azar o la cabezonería, a base de insistir con el
Google, descubres que no hay tal desconexión, que hay hilos que todo lo
vinculan, y que conectan a San Tirso con el emperador romano
Adriano, vas y te quedas pasmado.
Todo esto viene a cuento, porque
hoy nos toca la visita a Oteiza de la Solana, que está a tiro de piedra de
nuestra casa, y como en la agenda no tenemos anotados más pueblos, para hacer
tiempo se nos ha ocurrido aplacar durante un rato los calores del estío en los
prados de la ermita de San Tirso, que se ubica en el término de Oteiza, en un
camino que sale a la izquierda desde la carretera NA-132, dirección Larraga,
donde, además de la ermita, hay miliarios que nos hablan de la romanización de
estas tierras, en los que se evoca al emperador romano Adriano.
Y allí, gracias a las nuevas
tecnologías, nos hemos enterado que San Tirso, ahora tranquilamente aposentado
en la hornacina de la ermita, fue en su tiempo un cristiano que vivió en la
Anatolia turca en tiempos del Imperio Romano y fue diácono. Parece ser que este
señor alcanzó la santidad por un desacuerdo respecto a lo de honrar al
emperador romano de turno, que entonces era Decio, con algún sacrificio de vez
en cuando, según lo ordenado. Tirso no estaba de acuerdo con eso de inmolar
bichos a la salud del emperador y por ahí le vinieron los males.
También es cierto que Decio era
un poco cabezota. Se le metió en el magín que allá por el siglo III Roma estaba
de capa caída, que había mucha corrupción y pérdida de valores, y se le ocurrió
que recuperando antiguas tradiciones las cosas volverían a ser como antes. Se
propuso restaurar por decreto los viejos cultos y las ofrendas ancestrales en
honor al emperador y en bienestar del imperio. Pero a los cristianos esto les
supo a cuerno quemado y se pusieron farrucos, porque ellos no sacrificaban
corderos más que a su Dios. Al emperador que le dieran.
La propaganda cristiana colgó a
Decio el sambenito de tirano feroz, aunque, a decir verdad, Decio pensó aquello
de “para cabezón yo” y proporcionó a la iglesia cristiana unos cuantos mártires
con los que engrandecer el santoral. El caso es que San Tirso, uno de los
cabecillas revoltosos más significados de su pueblo, por contumaz en lo de no
honrar al emperador se convirtió en uno de esos mártires. Dice la tradición que
cuando el centurión Máximo Brutus Obtuso fue a su casa a pedirle explicaciones
sobre su negativa a sacrificar en honor a su emperador y al imperio, el santo
le respondió que se defecaba en él, en Júpiter, en Minerva, en la madre que los
parió a todos juntos y en el Imperio también. Y ahí se lio todo.
La tradición cuenta igualmente
que a San Tirso primero se le torturó un poco y después se le intentó cortar
por la mitad con una sierra, no se especifica si a lo largo o a lo ancho, pero
parece ser que era de hueso duro y no lo consiguieron del todo, pero sí lo
suficiente para que dejara de soliviantar al personal de por vida. Si Decio se
alegró del martirio de San Tirso no se supo nunca, sobre todo porque no le dio
tiempo. Ese mismo año, en el 251 d.C., cuando andaba de broncas con los
bárbaros a orillas del Danubio, en un descuido, esos rústicos señores le dieron
matarile a él y a su hijo y heredero, y de paso facilitaron que se produjeran
notables altercados en Roma a la hora de elegir el siguiente emperador.
Alguno se preguntará que dónde
está la relación entre San Tirso y el Adriano de los miliarios. Pues la hay,
aunque un poco cogida por los pelos. Y está en que el verdadero nombre de Decio
era Gayo Mesio Quinto Trajano Decio, y este nombre le viene de cuando el Senado
romano reconoció a Decio como emperador, dándole el atributo Traianus, una referencia a la dignidad
del emperador Trajano, que resulta ser el tío-abuelo del Adriano de los
miliarios de la ermita de San Tirso. Por el hilo se saca el ovillo, por muy
enredado que esté.
Aunque está bien esto de
descansar en el prado trasteando con el móvil antes de trabajar, ahora toca
cumplir con la visita a Oteiza. Como estamos al lado nos cuesta un minuto
llegar a esta villa de Tierra Estella oriental, situada a 11 kilómetros de la
capital de la merindad y a 51 de Pamplona. Tiene Oteiza poco más de 900
habitantes que reparten sus aposentos por calles un tanto laberínticas. El
Pueblo es un batiburrillo de casas jóvenes, entremezcladas con otras de mediana
edad y con algunas de edad avanzada, no faltando en esta amalgama unas pocas
que ya se encuentran en plena decrepitud.
Oteiza tiene su centro neurálgico
en una confluencia de calles que, a modo de plaza, viene a ubicarse, más o
menos, en medio del polígono irregular que conforma su perímetro. En este
espacio marcan preeminencia el ayuntamiento y la parroquia de San Miguel. La
morada del santo es un edificio un tanto ecléctico. Medieval en su origen, pero
con diversos añadidos fechados entre los siglos XVI al XVIII. Se eleva sobre un
pedestal que da lugar a otra plazoleta acomodada frente a la triple arcada de
su atrio, con árboles de buena sombra y bancos para sentarse. El sitio invita
al reposo contemplativo, pero como nosotros ya hemos agotado nuestra porción de
holganza en casa de San Tirso nos dedicamos a callejear un poco por el lugar y
a ver la ermita de San Salvador, que es otro santo que tiene solvencia en
Oteiza.
Para ser un pueblo de secano y
tierra adentro Oteiza tiene una curiosa vinculación marinera, y es que a sus
habitantes les llaman “balleneros”, y no porque alguno de ellos se halla
dedicado a la pesca de este cetáceo, al menos que se sepa. Lo de “balleneros”
les viene a los de Oteiza por culpa de cierto labrador que un día, cuando
regresaba a su casa después de una ardua labor en el campo, cansado y con la
bota de vino huera del todo según dicen las malas lenguas, al pasar junto a una
balsa próxima al pueblo que por aquel entonces parecía una laguna, vio o creyó
ver una ballena chapoteando. El hombre, más alarmado que si hubiera visto al
monstruo del lago Ness, fue a dar aviso al pueblo, desde donde se envió al
lugar una comisión armada hasta los dientes para enfrentarse a la fiera, que
resultó ser una simple albarda flotando, perdida por alguna mula de las que
allí iban a abrevar.
No hay noticia de si al pobre labrador le molieron las
costillas por andar dando semejantes sustos a los vecinos, o de si se tomaron
el asunto a chanza. Lo que sí es cierto es que en cuanto los paisanos de los
pueblos vecinos se enteraron del suceso, les faltó tiempo para guasearse de los
de Oteiza y endosarles el mote de “balleneros” del que, por cierto, hoy en día
están orgullosos.
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