Isaba/Izaba
Andanza LXXXIII: Isaba/Izaba
Día: 19/02/2017
Hay quien suspira por llevar una
vida sin el peso de las cosas. No sabemos si ésta es una actitud reprobable, o
irresponsable, o como de avestruz, que ante un peligro acechante esconde la
cabeza para no verlo, pero sospechamos que debe ser un proceder de lo más
cómodo, aunque ciertamente ilusorio, porque llevarlo a la práctica escapa del
propio deseo. Hay factores externos que se empeñan en chafar esta pretensión y
son muchos, sin embargo, otros ayudan a lograrlo, aunque sea sólo en parte. De
entre ellos el paisajístico, cuando se presta a echar un capote, es de los que
contribuye a suspender el juicio en un estado de despreocupación temporal.
Y nosotros, predispuestos a
obnubilarnos sabedores de buena tinta que hoy el paisaje correspondiente va a
socorrernos con el susodicho capote, más contentos que unas pascuas arrancamos
tempranito a bordo de la Perla Negra en singladura terrestre hacia la montaña
oriental de Navarra. No es ningún secreto nuestra debilidad por las tierras
pirenaicas, ya hemos dado la vara aquí al respecto más de una vez y más de dos,
y aunque fracasemos de continuo en el intento de pintarlas con palabras, a base
de insistir, puede que algún día las consigamos retratar en toda su intensidad,
convencer de que merecen ser vividas, porque allí no hay nada inexpresivo ni
vulgar. Aunque bien es cierto que el interés que nos mueve no es únicamente el
paisajístico. Está ese otro del goce de las carreteras que surcan el Pirineo,
tan espectaculares y tan de moto. Y es que, a semejante conjunción de sensualidad,
¿quién puede resistirse?
A veces nos preguntamos por el
porqué de esta atracción. La sugestión del paisaje geográfico está clara, pero
también existe la seducción tocante al paisaje social. Son los posos de tiempos
pasados, las huellas dejadas por los condicionantes físicos en el hábitat y en
los habitantes de la montaña. Porque Isaba, blanco de nuestra curiosidad en
este día, es de esos lugares de improntas muy marcadas, ni más ni menos que las
propias del valle del Roncal, donde las restricciones de sus recias cumbres
forjaron una identidad propia y un modo de vida acomodado al medio.
Estas gentes, tan supeditadas a
la montaña, en el pasado hubieron de apañarse con sus precarios recursos y una
muy exigua aportación externa. Ello dio lugar a singularidades, que hoy
resultan tan atractivas y tan bien se venden a quien busca entre cumbres
espacios de recreo y ocio, ámbitos naturales virginales o anhela encontrar
determinados arquetipos de sus ensoñaciones. Isaba cumple con las expectativas
de todos ellos, es de esos sitios donde se encarnan autenticidades y mitos.
Es el pueblo perteneciente al
valle del Roncal situado más al norte. Aupado a una altura por encima de los
800 metros sobre el nivel del mar, se encuentra a 94 kilómetros de Pamplona
y tiene frontera con Francia por el
Bearne y Zuberoa, al sureste limita con el valle de Ansó (Huesca) y al oeste
con el valle de Salazar. Isaba es un lugar confinado por las alturas que lo
rodean, e intentando escapar de estrecheces se encarama en una ladera. Por sus
alrededores confluyen las aguas de ríos Uztárroz, Belagua y Belabarce quienes,
en comunión, a partir de ahí dan carta de naturaleza al Esca, cuyo caudal,
aguas abajo, lo convirtieron en otros tiempos en río almadiero por excelencia.
Isaba es un pueblo que desprende
una profunda simpatía. Un pueblo de callejuelas que suben y que bajan,
empedradas y empinadas, laberínticas, maestras en jugar al engaño con el
viajero que osa adentrarse en ellas. Un pueblo de casas de montaña, bravías en
su pelea con el clima áspero de estas tierras. De vertiginosos tejados rojos,
de mil formas y maneras, de muros de piedra gris y parda, que tapan sus
vergüenzas ante miradas indiscretas enmarcando sus huecos con cálidas maderas.
En Isaba reina la armonía,
comulgan naturaleza y hombre en respeto mutuo. Es un lugar pequeño de vida
intensa, avispado, que ha sabido acogerse a un sistema de vida basado en la
atracción de esa creciente demanda de espacios naturales del hombre urbano, la
de espacios de esparcimiento en ámbitos rurales, sobre todo de montaña. En
consecuencia, la corriente turística se satisface e Isaba sobrevive muy
dignamente allá en las alturas.
Pero, en Isaba hay a quien le
envuelve una inquietante sensación, la de sentirse observado. Porque, reinando
en sus tejados, recias chimeneas escudriñan el espectáculo que se ofrece a sus
pies. Chimeneas audaces, desvergonzadas, altaneras sabiéndose hijas legítimas
del Roncal, miran muy por encima de las cosas humanas. Viejas y engreídas,
jóvenes a imagen y semejanza de sus mayores, escondidas en un rincón o
desafiantes en medio de vetustos tejados, con su enorme presencia recortan
silueta sobre cielos nítidos y ven desfilar, impertérritas, bandadas de nubes
bogando sobre un límpido azul. Aquí abajo, sentimos nostalgia de ellas,
sentimos envidia de su poder.
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