Andanza LXXXV: Iturmendi
Día: 19/03/2017

Allá por la noche de los tiempos,
hubo una época en que se debía cumplir con un deber inexcusable, unos pocos lo
hacían voluntariamente o de buena gana, otros muchos con indiferencia, algunos
a rastras y otros, sencillamente, hacían mutis por el foro. Era ese deber
exclusivo de varones, que sólo recuerdan quienes peinan canas y si no las
peinan es porque se las tiñen o, también puede ser y es lo más probable, que ya
no peinen nada. Resulta que, para hacer efectivo el cumplimiento de este deber
se te llevaban de tu casa, para hacerte un hombre decían, te uniformaban de un
determinado color, te metían en unos barracones y te enseñaban jerarquía y las
industrias de la milicia, y después de mucho bregar por esos montes de Dios
(los más pringados), cuando te devolvían a tus padres, te despachaban con una
cartilla en la que, entre otras cosas,
evaluaban tus destrezas en el ejercicio castrense.
“La Blanca” le decían al librillo
de marras, y en él, en el apartado de “valor”, solía dársele al calificado el
beneficio de la duda con un “se le supone”, más que nada porque desde el 39 muy
pocos se vieron en la tesitura de ir a pegar tiros de verdad por ahí y
demostrar valor o salir por patas. Si para los varones éste era por aquel
entonces un criterio de valor, se nos ha ocurrido aquí una forma de
diagnosticar este atributo respecto algunas mujeres, las mujeres moteras; no
las que pilotan motos, que haberlas haylas, sino de las que se suben sin susto
en la parte de atrás de ese engendro mecánico que es una moto, donde todas las
incomodidades tienen su asiento y los riesgos rondan. A ellas el valor no se
les supone, lo derrochan a raudales.
Como el tiempo todo lo cura y si
no lo cura lo encallece, resulta que las moteras experimentadas han logrado
ahuyentar estos miedos, o por lo menos apaciguarlos, depositando una confianza
ciega en el insensato que conduce. Eso lo hace la costumbre y es nuestro caso,
porque el roce hace el cariño y la moto es vehículo de contacto, así que al
final, tras tantos y tantos años sobre la moto y miles y miles de kilómetros
recorridos, quien ocupa el asiento trasero de la Perla Negra ha terminado por
fiarse de cierto energúmeno. Eso es tener fe y mucha.
Pero hay casos de valentía
extraordinarios y hoy hemos tenido la ocasión de comprobarlo. El otro día una
amiga, inexperta en esto de la moto, alrededor de unos refrescos y unas
cervezas, tuvo noticia de nuestra siguiente salida, que sería a Iturmendi, o
sea, la de hoy, y que en esta ocasión no iríamos solos sino acompañados por
otro amigo común motero, y va la chica, sin pensárselo dos veces, y se apunta a
la ruta. Eso es tener arrojo y mucho, porque desconocía las habilidades del
piloto y porque la moto para la que reservó billete se trataba de una RR, una
Kawasaki Ninja, es decir, una de esas casi de carreras, en las que no hay donde
agarrarse a no ser al propio piloto como una lapa, y en la que se va subido en
un minúsculo y duro asiento sobreelevado, como en un andamio, en postura fetal;
vamos, lo ideal para, a la primera experiencia, cogerle odio eterno a las
motos.
Para más escarnio, la ruta a
realizar es de las de armas tomar: puerto de Lizarraga para bajar hasta la
Barranca y puerto de Urbasa para el retorno por las Améscoas. Un trayecto no
apto para gente con vértigo. Aún así, nuestra amiga, llegado el momento, no ha
dudado en subirse a la máquina de tormento con ánimo estoico. Algo terrorífico
barruntaba pero la esencia femenina no se achanta ante nada. Bien es cierto que
el espléndido día y las vistas contribuían
a templar la angustia que produce en una neófita comprobar cómo la moto se
inclina más y más en las curvas. ¡Qué se cae!, ¡qué se cae!, y al final no se
cae. Pero los sustos ahí quedan, uno detrás de otro.
En fin, que mientras alguna
sufría, otros, algo más curtidos en lides moteras, disfrutamos de una ruta
espectacular deslizándonos carretera abajo desde el alto de Lizarraga, porque
Iturmendi está situado en el valle de la Burunda, dentro del llamado corredor
de la Barranca, por el que discurre apaciblemente el río Araquil, a unos 45 kilómetros
de Pamplona. Su término municipal limita al norte con Ataún (Guipúzcoa), al
este con Bacáicoa, al sur con la Sierra de Urbasa y al oeste con el municipio
de Urdiáin. Allí nos hemos plantado a la hora de misa y nuestra amiga ha podido
dar gracias al Altísimo por llegar con bien al pueblo, desde la puerta, eso sí,
más que nada por no molestar a los feligreses que ya estaban dentro del templo.
Los casi 400 habitantes de
Iturmendi se cobijan en un lugar de apariencia apacible a la sombra de la mole
de San Donato y del verde manto de la vertiente norte de la sierra de Urbasa.
Tampoco aquí parece haber prisas y menos un domingo. Sólo la tienen quienes
transitan por la cercana autovía A-10. Allá ellos. Nosotros, tras comprobar la
recia estampa y solidez de los caserones de Iturmendi y haber hecho hambre,
determinamos que nuestra amiga aún era capaz de seguir sobrellevando su
martirio particular, así que, puerto de Urbasa para arriba hasta Eulate, a
almorzar, que con la panza llena cualquier mal es menor.
De postre, una ración de curvas a buen ritmo hacia
Estella, para santificar allí la fiesta con el vermouth y aplaudir, alabar y
remojar el coraje demostrado por nuestra buena amiga, quien ha sufrido más que
disfrutado de su experiencia en moto, pero aguantó la tempestad como una jabata
y ni siquiera llegó a insinuar lo de volverse a casa en taxi.