Andanza CXXVII: Oronz/Orontze –
Oroz-Betelu - Orreaga/Roncesvalles
Día: 11/07/2021
Cuando el cumplimiento de nuestra
misión nos encamina hacia el Pirineo se nos alegra el día. Los motivos ya los
hemos explicado en varias ocasiones: carreteras sinuosas muy de moto, paisajes
espectaculares, pueblos con encanto y el buen yantar. Hoy es uno de esos días,
en el que, además, la alegría nos viene por partida triple, pues los tres
municipios a los que acudiremos plantan sus reales en tierras pirenaicas, y
todo porque así lo dispone el abecedario, que es quien nos marca la pauta
geográfica a seguir; en este caso: Oronz/Orontze, Oroz-Betelu y
Orreaga/Roncesvalles.
Aunque en los tiempos que corren
todo lo pirenaico nos pueda parecer un dechado de virtudes y bondades, no ha
sido siempre así, al menos para todas las gentes que allí habitaban. Y esto nos
lo ha venido a recordar un estudio etnográfico que ha caído en nuestras manos
mientras hurgábamos en los innumerables cajones de sastre que tiene internet,
buscando materia prima con la que adornar estas historietas nuestras. Se trata
de una extensa monografía sobre Oroz-Betelu escrita por Leoncio Urabayen hace
más de 100 años, allá por 1916. Y como Oroz-Betelu es uno de los pueblos a los
que debemos visita hoy, vamos a tirar de ella.

Creemos que lo contado por el
señor Urabayen en su estudio respecto al modo de vida de las gentes de
Oroz-Betelu puede ser extensible a cualquier otro pueblo del Pirineo durante
esos años, pero, para no aburrir, puesto que se trata de un estudio
etnográfico, en el que se manejan datos estadísticos y serios, nosotros lo
extrapolaremos, lo aderezaremos a nuestra conveniencia y lo convertiremos en
charlatanería, cosa que tan bien se nos da, y que don Leoncio nos perdone.
Hablaba don Leoncio de la calidad
de vida en el Pirineo y decía que allí no había pobres de solemnidad, sin
embargo, las condiciones de vida relatadas, con no ser demasiado malas, tampoco
eran muy deseables para mucha gente, al menos en grado suficiente para
retenerla en su lugar de origen. Decía que el clima era riguroso, el trabajo
duro para el que no estaba acostumbrado, y que la organización de ese trabajo
hacía que únicamente fuera llevado a cabo por los vecinos, eliminando la
presencia de forasteros.
Urabayen se refería también a
cierto exceso de población causada por la fecundidad de los vecinos, estimulada
por las largas noches de invierno. Por esto, por la pobreza del suelo y por el
afán aventurero de los naturales, se originó un caso particular de emigración
hacia Norteamérica: los que escapaban para hacerse pastores en California. De
todas formas, era una emigración impulsada también, según Urabayen, por la
ambición más que por la necesidad, y caracterizada por el retorno al hogar una
vez ahorrado el dinero suficiente para poder adquirir posesiones en el pueblo y
pasar el resto de la vida holgadamente.

Una las primeras faenas de los
emigrados al inicio de su peregrinar era cambiar la boina por un sombrero
flexible. No era de razón aparecer en California con la boina calada, eso
exteriorizaba sin ningún género de dudas el porte de garrulo montañés, así que,
mediante una simple permuta de la prenda de cabeza, se conseguía encubrir la
rusticidad. El fugado iniciaba su aventura gracias a que algún pariente o
conocido, que ya se encontraba en tierras norteamericanas, enviaba 1000 pesetas
al aspirante a pastor en calidad de préstamo, para que pudiera costearse el
pasaje y cubrir los primeros gastos del viaje, debiendo devolver esa cantidad
en un plazo de cuatro meses.

Con estos dineros escondidos en
el forro de la chaqueta de pana, nuestro aventurero emprendía camino a pinrel
hacia San Juan de Pie de Puerto, una caminata de 40 kilómetros o más,
dependiendo de su lugar de procedencia. Aquí cogía el tren hacia París y,
precisamente, en la capital francesa era donde daba sepultura a la boina
enterrándola en lo más profundo de la maleta, pero no era una despedida
definitiva sino temporal.
Tocado ya con sombrero nuevo el
buen hombre se trasladaba hasta Le Havre, a fin de embarcar con rumbo a Nueva
York. Hecha la travesía en tercera clase, una vez allí, desde la costa Este
debía coger el ferrocarril que, tras ocho días de viaje, lo dejaba en el otro
extremo del país, en San Francisco (California). En San Francisco entraba en contacto con
algún paisano que le proporcionaba alojamiento y lo ponía al corriente del
trabajo que, como ya hemos dicho, era al mando de un rebaño de ovejas.

Si se le entregaba o no un manual
sobre el oficio de pastor, no hay certeza. Seguramente, la labor no tendría
mucha dificultad, más allá de la soledad, las inclemencias del tiempo y de la
interacción con los perros, pues éstos entendían el inglés y, si acaso, alguna
palabra suelta en español por los antecedentes históricos, pero de vasco ni
media. La manutención corría por cuenta del jefe, de manera que nuestro pastor,
como no tenía gastos, lograba ahorrar 3000 pesetas al año, si bien es cierto
que muchos de ellos debían enviar dinero a su familia, que subsistía gracias a
esas aportaciones.

Al cabo de unos años, cuando el
pastor ya había ahorrado lo suficiente o se había aburrido de la monótona
conversación con las ovejas, que a todo contestaban “beeeee”, llegaba el
momento de regresar a casa, salvo alguno que, por derrochador y haberse dado a
la mala vida, se veía abocado a seguir ahorrando alguna temporada más en
California, aunque los juerguistas eran los menos. La gran mayoría retornaba al
nido y recuperaba la boina del fondo de la maleta. Según Urabayen, regresaban
con un capital de 35 a 40.000 pesetas y con unos cuantos kilos de más, un
sobrepeso que hacía que se le resintieran los lomos al retomar los duros
trabajos autóctonos, si es que se veían obligados a ello, cosa que no era lo
habitual, pues con lo atesorado mediante el pastoreo les daba para holgazanear
en su pueblo de por vida.

Así era el Pirineo de hace más de
un siglo, en el que había que sobrevivir, el de hoy es más de disfrutar de la
vida y de menos boina. Nosotros, con la cabeza cubierta, no de boina sino de
casco, como es menester para nuestro quehacer, y dando por bueno el dicho aquel
que dice que la distancia más tonta entre dos puntos es la línea recta, tomamos
la curva como referencia. Cuantas más mejor hasta Lumbier, lo que se traduce en
que de autovías nada. Desde Lumbier encaramos ya la NA-178, vía Romanzado,
valle de Salazar, que de curvas va bien surtida, y que poco antes de morir en
Ezcároz nos deja en Oronz, el primero de nuestro plan y uno de los pueblos
salacencos.

El valle de Salazar tiene una
división territorial administrativa característica que se conoce como Quiñón, y
tiene tres. Uno de ellos es el de Atabea, al que pertenece Oronz. En su día,
allá por la Edad Media, se crearon los quiñones a fin de efectuar
repartimientos y cobrar, sobre todo, los tributos. Pero como para eso Hacienda
no necesita ayudantes, los quiñones se han quedado sin competencias. Oronz es
un pequeño pueblo en curva que se asienta en una suave ladera a la orilla del
río Salazar, de casas mayoritariamente blancas, coronadas por esos tejados
rampantes tan del Pirineo, cuya verticalidad busca ahuyentar la nieve.

Son menos de 50 los inquilinos de
un lugar con una belleza serena que no hace falta describir con una retahíla de
epítetos altisonantes. Además, para su tamaño, está bien dotado de servicios.
Para satisfacer las inquietudes espirituales esta la parroquia de San Cosme y
San Damián, dos santos poderosos que, según la tradición, como médicos que
eran, trasplantaron la pierna de un esclavo negro a un blanco que andaba un
poco cojo. Aunque la tradición no da detalles, pero atendiendo a que Cosme y
Damián llegaron a la santidad, se supone que el negro ya debía estar fallecido
cuando le extirparon la extremidad. En Oronz también se encuentran cubiertos
otros servicios más materiales. Tiene hotel y restaurante para aquietar los
apetitos carnales y gasolinera para dar de comer a los caballos mecánicos.

Seguimos ruta tirando de
pragmatismo y rebelándonos contra la tiranía del orden alfabético. Ese
pragmatismo nos lleva a dejar Oroz-Betelu para el final e ir hasta Roncesvalles
primero. Entre Oronz y Roncesvalles nos separan 40 kilómetros de auténtico
Pirineo. Nada más encarar la NA-140 en Ezcároz, el contoneo ascendente de la
carretera nos lleva por Jaurrieta, las Abaurreas y Garralda hasta hartarnos de
curvas. Afortunadamente, para recuperarnos del dolor de muñecas, el tramo de la
N-135 que lleva a Roncesvalles es casi una recta.

Roncesvalles, situado al pie del
puerto de Ibañeta, dista 48 kilómetros de Pamplona y unos 25 de San Juan de Pie
de Puerto. Su población de hecho es de unos 25 habitantes, pero como se trata
de un paso natural para acceder a la Península Ibérica, ha sido siempre
protagonista de un gran trasiego humano desde Francia y a la inversa. Por Ibañeta Y Roncesvalles entra el Camino de
Santiago francés y eso ha convertido al pueblo en un enclave fundamental para
los peregrinos y ha llevado a que su economía esté centrada en la atención a
éstos y a toda clase de turistas que por allí pululan durante todo el año, pues
tradicionalmente, se considera la primera etapa en España del Camino.

Por eso, a pesar de su pequeño
tamaño y población, el pueblo cuenta con una notable oferta de servicios: tiene
bares y restaurantes, un hotel, apartamentos turísticos, dos hostales, oficina
de turismo, un museo, una oficina de atención al peregrino y un albergue para
éstos gestionado por la Colegiata. La iglesia colegiata de Santa María es el
edificio más emblemático de Roncesvalles y un magnífico ejemplo del gótico
navarro. Se construyó en tiempos de Sancho el Fuerte (1194-1234), quien la
eligió como lugar de enterramiento y ahí se encuentra su sepulcro con estatua
yacente a tamaño real, la cual, si ahora estremece, no llegamos a imaginar la
impresión que causaría en la Edad Media un señor que, según un estudio
antropométrico realizado a partir de las medidas de su fémur, podría haber
medido entre 2,22 y 2,31 metros.

También se sitúa en sus
proximidades la llanada en la que los cantares de gesta emplazan la famosa
batalla contra los carolingios, en la que Roldán y compañía murieron a manos de
los vascones, o de los sarracenos o de quien quiera que fuera, allá por el año
778, año arriba, año abajo. Un monumento conmemorativo que se encuentra en los
jardines frente a la Colegiata recuerda el infortunio de Roldán, infortunio que
le convirtió en un mito de la literatura de tintes épicos.
Y como el tiempo vuela y aún nos
queda Oroz-Betelu, volvemos por la NA-140 hasta coger un cruce a la derecha
para incorporarnos a la NA-2040 con dirección al Valle de Arce. Una bonita
carretera plagada de curvas nos va dejando caer a la vera del río Irati,
primero hasta Olaldea, un antiguo barrio industrial de Oroz-Betelu, que tuvo
mina de hierro, papelera y fábrica de luz, y después, tres kilómetros y medio
más abajo, hasta Oroz-Betelu.

Este bonito pueblo desertó a
mediados del siglo XIX del Valle de Arce para hacerse municipio independiente a
consecuencia de la industrialización que hemos referido. Es un lugar cuidado,
lleno de bonitas casas, muchas de ellas gracias a los dineros ahorrados por los
indianos californianos, en las que la piedra, el blanco y la madera le dan un
aire como de cuento. No le falta ambiente a Oroz-Betelu, pues a pesar de contar
con menos de 150 habitantes, tiene restaurante y bar, y un entorno entre montañas
espectacular, con el sonido del fluir del río Irati en vecindad.
Nosotros, más de una y más de dos veces hemos hecho
los honores pertinentes al buen yantar del restaurante Zaldu de Oroz-Betelu, y
hoy, para acabar esta Andanza con buen sabor de boca no va a ser menos. Así
que, una vez más, en la terraza, a la orilla del río para refrescarnos en un
día de mucho calor, no hay cosa mejor que unos espárragos, chuletillas de
cordero y sepia, para recuperar las fuerzas que nos permitan llegar a casa tras
una hartada de curvas pirenaicas que nos han dejado exhaustos, pero bien
colmados de naturaleza.