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jueves, 19 de septiembre de 2024

Oteiza de la Solana

Andanza CXXVIII: Oteiza de la Solana

Día: 29/08/2021

Hay que ver lo caprichoso que es el acontecer histórico. Si la providencia, la casualidad, los designios divinos, o la propia voluntad en el cumplimiento de una misión, como es el caso, te llevan a reposar fatigas a un lugar campestre y bucólico, del que sabes de oídas que es un sitio que contiene ciertos posos históricos aparentemente inconexos, y si durante esa merecida holganza tirado en el césped, enredando con el smartphone para documentarte por curiosidad sobre esos acontecimientos pretéritos, mediando el azar o la cabezonería, a base de insistir con el Google, descubres que no hay tal desconexión, que hay hilos que todo lo vinculan, y que conectan a San Tirso con el emperador romano Adriano, vas y te quedas pasmado.

Todo esto viene a cuento, porque hoy nos toca la visita a Oteiza de la Solana, que está a tiro de piedra de nuestra casa, y como en la agenda no tenemos anotados más pueblos, para hacer tiempo se nos ha ocurrido aplacar durante un rato los calores del estío en los prados de la ermita de San Tirso, que se ubica en el término de Oteiza, en un camino que sale a la izquierda desde la carretera NA-132, dirección Larraga, donde, además de la ermita, hay miliarios que nos hablan de la romanización de estas tierras, en los que se evoca al emperador romano Adriano.

Y allí, gracias a las nuevas tecnologías, nos hemos enterado que San Tirso, ahora tranquilamente aposentado en la hornacina de la ermita, fue en su tiempo un cristiano que vivió en la Anatolia turca en tiempos del Imperio Romano y fue diácono. Parece ser que este señor alcanzó la santidad por un desacuerdo respecto a lo de honrar al emperador romano de turno, que entonces era Decio, con algún sacrificio de vez en cuando, según lo ordenado. Tirso no estaba de acuerdo con eso de inmolar bichos a la salud del emperador y por ahí le vinieron los males.

También es cierto que Decio era un poco cabezota. Se le metió en el magín que allá por el siglo III Roma estaba de capa caída, que había mucha corrupción y pérdida de valores, y se le ocurrió que recuperando antiguas tradiciones las cosas volverían a ser como antes. Se propuso restaurar por decreto los viejos cultos y las ofrendas ancestrales en honor al emperador y en bienestar del imperio. Pero a los cristianos esto les supo a cuerno quemado y se pusieron farrucos, porque ellos no sacrificaban corderos más que a su Dios. Al emperador que le dieran.

La propaganda cristiana colgó a Decio el sambenito de tirano feroz, aunque, a decir verdad, Decio pensó aquello de “para cabezón yo” y proporcionó a la iglesia cristiana unos cuantos mártires con los que engrandecer el santoral. El caso es que San Tirso, uno de los cabecillas revoltosos más significados de su pueblo, por contumaz en lo de no honrar al emperador se convirtió en uno de esos mártires. Dice la tradición que cuando el centurión Máximo Brutus Obtuso fue a su casa a pedirle explicaciones sobre su negativa a sacrificar en honor a su emperador y al imperio, el santo le respondió que se defecaba en él, en Júpiter, en Minerva, en la madre que los parió a todos juntos y en el Imperio también. Y ahí se lio todo.

La tradición cuenta igualmente que a San Tirso primero se le torturó un poco y después se le intentó cortar por la mitad con una sierra, no se especifica si a lo largo o a lo ancho, pero parece ser que era de hueso duro y no lo consiguieron del todo, pero sí lo suficiente para que dejara de soliviantar al personal de por vida. Si Decio se alegró del martirio de San Tirso no se supo nunca, sobre todo porque no le dio tiempo. Ese mismo año, en el 251 d.C., cuando andaba de broncas con los bárbaros a orillas del Danubio, en un descuido, esos rústicos señores le dieron matarile a él y a su hijo y heredero, y de paso facilitaron que se produjeran notables altercados en Roma a la hora de elegir el siguiente emperador.

Alguno se preguntará que dónde está la relación entre San Tirso y el Adriano de los miliarios. Pues la hay, aunque un poco cogida por los pelos. Y está en que el verdadero nombre de Decio era Gayo Mesio Quinto Trajano Decio, y este nombre le viene de cuando el Senado romano reconoció a Decio como emperador, dándole el atributo Traianus, una referencia a la dignidad del emperador Trajano, que resulta ser el tío-abuelo del Adriano de los miliarios de la ermita de San Tirso. Por el hilo se saca el ovillo, por muy enredado que esté.

Aunque está bien esto de descansar en el prado trasteando con el móvil antes de trabajar, ahora toca cumplir con la visita a Oteiza. Como estamos al lado nos cuesta un minuto llegar a esta villa de Tierra Estella oriental, situada a 11 kilómetros de la capital de la merindad y a 51 de Pamplona. Tiene Oteiza poco más de 900 habitantes que reparten sus aposentos por calles un tanto laberínticas. El Pueblo es un batiburrillo de casas jóvenes, entremezcladas con otras de mediana edad y con algunas de edad avanzada, no faltando en esta amalgama unas pocas que ya se encuentran en plena decrepitud.

Oteiza tiene su centro neurálgico en una confluencia de calles que, a modo de plaza, viene a ubicarse, más o menos, en medio del polígono irregular que conforma su perímetro. En este espacio marcan preeminencia el ayuntamiento y la parroquia de San Miguel. La morada del santo es un edificio un tanto ecléctico. Medieval en su origen, pero con diversos añadidos fechados entre los siglos XVI al XVIII. Se eleva sobre un pedestal que da lugar a otra plazoleta acomodada frente a la triple arcada de su atrio, con árboles de buena sombra y bancos para sentarse. El sitio invita al reposo contemplativo, pero como nosotros ya hemos agotado nuestra porción de holganza en casa de San Tirso nos dedicamos a callejear un poco por el lugar y a ver la ermita de San Salvador, que es otro santo que tiene solvencia en Oteiza.

Para ser un pueblo de secano y tierra adentro Oteiza tiene una curiosa vinculación marinera, y es que a sus habitantes les llaman “balleneros”, y no porque alguno de ellos se halla dedicado a la pesca de este cetáceo, al menos que se sepa. Lo de “balleneros” les viene a los de Oteiza por culpa de cierto labrador que un día, cuando regresaba a su casa después de una ardua labor en el campo, cansado y con la bota de vino huera del todo según dicen las malas lenguas, al pasar junto a una balsa próxima al pueblo que por aquel entonces parecía una laguna, vio o creyó ver una ballena chapoteando. El hombre, más alarmado que si hubiera visto al monstruo del lago Ness, fue a dar aviso al pueblo, desde donde se envió al lugar una comisión armada hasta los dientes para enfrentarse a la fiera, que resultó ser una simple albarda flotando, perdida por alguna mula de las que allí iban a abrevar.

No hay noticia de si al pobre labrador le molieron las costillas por andar dando semejantes sustos a los vecinos, o de si se tomaron el asunto a chanza. Lo que sí es cierto es que en cuanto los paisanos de los pueblos vecinos se enteraron del suceso, les faltó tiempo para guasearse de los de Oteiza y endosarles el mote de “balleneros” del que, por cierto, hoy en día están orgullosos.

martes, 4 de junio de 2024

Oronz/Orontze - Oroz-Betelu - Orreaga/Roncesvalles

 

Andanza CXXVII: Oronz/Orontze – Oroz-Betelu - Orreaga/Roncesvalles

Día: 11/07/2021

Cuando el cumplimiento de nuestra misión nos encamina hacia el Pirineo se nos alegra el día. Los motivos ya los hemos explicado en varias ocasiones: carreteras sinuosas muy de moto, paisajes espectaculares, pueblos con encanto y el buen yantar. Hoy es uno de esos días, en el que, además, la alegría nos viene por partida triple, pues los tres municipios a los que acudiremos plantan sus reales en tierras pirenaicas, y todo porque así lo dispone el abecedario, que es quien nos marca la pauta geográfica a seguir; en este caso: Oronz/Orontze, Oroz-Betelu y Orreaga/Roncesvalles.

Aunque en los tiempos que corren todo lo pirenaico nos pueda parecer un dechado de virtudes y bondades, no ha sido siempre así, al menos para todas las gentes que allí habitaban. Y esto nos lo ha venido a recordar un estudio etnográfico que ha caído en nuestras manos mientras hurgábamos en los innumerables cajones de sastre que tiene internet, buscando materia prima con la que adornar estas historietas nuestras. Se trata de una extensa monografía sobre Oroz-Betelu escrita por Leoncio Urabayen hace más de 100 años, allá por 1916. Y como Oroz-Betelu es uno de los pueblos a los que debemos visita hoy, vamos a tirar de ella.

Creemos que lo contado por el señor Urabayen en su estudio respecto al modo de vida de las gentes de Oroz-Betelu puede ser extensible a cualquier otro pueblo del Pirineo durante esos años, pero, para no aburrir, puesto que se trata de un estudio etnográfico, en el que se manejan datos estadísticos y serios, nosotros lo extrapolaremos, lo aderezaremos a nuestra conveniencia y lo convertiremos en charlatanería, cosa que tan bien se nos da, y que don Leoncio nos perdone.
 
Hablaba don Leoncio de la calidad de vida en el Pirineo y decía que allí no había pobres de solemnidad, sin embargo, las condiciones de vida relatadas, con no ser demasiado malas, tampoco eran muy deseables para mucha gente, al menos en grado suficiente para retenerla en su lugar de origen. Decía que el clima era riguroso, el trabajo duro para el que no estaba acostumbrado, y que la organización de ese trabajo hacía que únicamente fuera llevado a cabo por los vecinos, eliminando la presencia de forasteros.

Urabayen se refería también a cierto exceso de población causada por la fecundidad de los vecinos, estimulada por las largas noches de invierno. Por esto, por la pobreza del suelo y por el afán aventurero de los naturales, se originó un caso particular de emigración hacia Norteamérica: los que escapaban para hacerse pastores en California. De todas formas, era una emigración impulsada también, según Urabayen, por la ambición más que por la necesidad, y caracterizada por el retorno al hogar una vez ahorrado el dinero suficiente para poder adquirir posesiones en el pueblo y pasar el resto de la vida holgadamente.

Una las primeras faenas de los emigrados al inicio de su peregrinar era cambiar la boina por un sombrero flexible. No era de razón aparecer en California con la boina calada, eso exteriorizaba sin ningún género de dudas el porte de garrulo montañés, así que, mediante una simple permuta de la prenda de cabeza, se conseguía encubrir la rusticidad. El fugado iniciaba su aventura gracias a que algún pariente o conocido, que ya se encontraba en tierras norteamericanas, enviaba 1000 pesetas al aspirante a pastor en calidad de préstamo, para que pudiera costearse el pasaje y cubrir los primeros gastos del viaje, debiendo devolver esa cantidad en un plazo de cuatro meses.

Con estos dineros escondidos en el forro de la chaqueta de pana, nuestro aventurero emprendía camino a pinrel hacia San Juan de Pie de Puerto, una caminata de 40 kilómetros o más, dependiendo de su lugar de procedencia. Aquí cogía el tren hacia París y, precisamente, en la capital francesa era donde daba sepultura a la boina enterrándola en lo más profundo de la maleta, pero no era una despedida definitiva sino temporal.

Tocado ya con sombrero nuevo el buen hombre se trasladaba hasta Le Havre, a fin de embarcar con rumbo a Nueva York. Hecha la travesía en tercera clase, una vez allí, desde la costa Este debía coger el ferrocarril que, tras ocho días de viaje, lo dejaba en el otro extremo del país, en San Francisco (California).  En San Francisco entraba en contacto con algún paisano que le proporcionaba alojamiento y lo ponía al corriente del trabajo que, como ya hemos dicho, era al mando de un rebaño de ovejas.

Si se le entregaba o no un manual sobre el oficio de pastor, no hay certeza. Seguramente, la labor no tendría mucha dificultad, más allá de la soledad, las inclemencias del tiempo y de la interacción con los perros, pues éstos entendían el inglés y, si acaso, alguna palabra suelta en español por los antecedentes históricos, pero de vasco ni media. La manutención corría por cuenta del jefe, de manera que nuestro pastor, como no tenía gastos, lograba ahorrar 3000 pesetas al año, si bien es cierto que muchos de ellos debían enviar dinero a su familia, que subsistía gracias a esas aportaciones.

Al cabo de unos años, cuando el pastor ya había ahorrado lo suficiente o se había aburrido de la monótona conversación con las ovejas, que a todo contestaban “beeeee”, llegaba el momento de regresar a casa, salvo alguno que, por derrochador y haberse dado a la mala vida, se veía abocado a seguir ahorrando alguna temporada más en California, aunque los juerguistas eran los menos. La gran mayoría retornaba al nido y recuperaba la boina del fondo de la maleta. Según Urabayen, regresaban con un capital de 35 a 40.000 pesetas y con unos cuantos kilos de más, un sobrepeso que hacía que se le resintieran los lomos al retomar los duros trabajos autóctonos, si es que se veían obligados a ello, cosa que no era lo habitual, pues con lo atesorado mediante el pastoreo les daba para holgazanear en su pueblo de por vida.

Así era el Pirineo de hace más de un siglo, en el que había que sobrevivir, el de hoy es más de disfrutar de la vida y de menos boina. Nosotros, con la cabeza cubierta, no de boina sino de casco, como es menester para nuestro quehacer, y dando por bueno el dicho aquel que dice que la distancia más tonta entre dos puntos es la línea recta, tomamos la curva como referencia. Cuantas más mejor hasta Lumbier, lo que se traduce en que de autovías nada. Desde Lumbier encaramos ya la NA-178, vía Romanzado, valle de Salazar, que de curvas va bien surtida, y que poco antes de morir en Ezcároz nos deja en Oronz, el primero de nuestro plan y uno de los pueblos salacencos.

El valle de Salazar tiene una división territorial administrativa característica que se conoce como Quiñón, y tiene tres. Uno de ellos es el de Atabea, al que pertenece Oronz. En su día, allá por la Edad Media, se crearon los quiñones a fin de efectuar repartimientos y cobrar, sobre todo, los tributos. Pero como para eso Hacienda no necesita ayudantes, los quiñones se han quedado sin competencias. Oronz es un pequeño pueblo en curva que se asienta en una suave ladera a la orilla del río Salazar, de casas mayoritariamente blancas, coronadas por esos tejados rampantes tan del Pirineo, cuya verticalidad busca ahuyentar la nieve.

Son menos de 50 los inquilinos de un lugar con una belleza serena que no hace falta describir con una retahíla de epítetos altisonantes. Además, para su tamaño, está bien dotado de servicios. Para satisfacer las inquietudes espirituales esta la parroquia de San Cosme y San Damián, dos santos poderosos que, según la tradición, como médicos que eran, trasplantaron la pierna de un esclavo negro a un blanco que andaba un poco cojo. Aunque la tradición no da detalles, pero atendiendo a que Cosme y Damián llegaron a la santidad, se supone que el negro ya debía estar fallecido cuando le extirparon la extremidad. En Oronz también se encuentran cubiertos otros servicios más materiales. Tiene hotel y restaurante para aquietar los apetitos carnales y gasolinera para dar de comer a los caballos mecánicos.

Seguimos ruta tirando de pragmatismo y rebelándonos contra la tiranía del orden alfabético. Ese pragmatismo nos lleva a dejar Oroz-Betelu para el final e ir hasta Roncesvalles primero. Entre Oronz y Roncesvalles nos separan 40 kilómetros de auténtico Pirineo. Nada más encarar la NA-140 en Ezcároz, el contoneo ascendente de la carretera nos lleva por Jaurrieta, las Abaurreas y Garralda hasta hartarnos de curvas. Afortunadamente, para recuperarnos del dolor de muñecas, el tramo de la N-135 que lleva a Roncesvalles es casi una recta.

Roncesvalles, situado al pie del puerto de Ibañeta, dista 48 kilómetros de Pamplona y unos 25 de San Juan de Pie de Puerto. Su población de hecho es de unos 25 habitantes, pero como se trata de un paso natural para acceder a la Península Ibérica, ha sido siempre protagonista de un gran trasiego humano desde Francia y a la inversa.  Por Ibañeta Y Roncesvalles entra el Camino de Santiago francés y eso ha convertido al pueblo en un enclave fundamental para los peregrinos y ha llevado a que su economía esté centrada en la atención a éstos y a toda clase de turistas que por allí pululan durante todo el año, pues tradicionalmente, se considera la primera etapa en España del Camino.

Por eso, a pesar de su pequeño tamaño y población, el pueblo cuenta con una notable oferta de servicios: tiene bares y restaurantes, un hotel, apartamentos turísticos, dos hostales, oficina de turismo, un museo, una oficina de atención al peregrino y un albergue para éstos gestionado por la Colegiata. La iglesia colegiata de Santa María es el edificio más emblemático de Roncesvalles y un magnífico ejemplo del gótico navarro. Se construyó en tiempos de Sancho el Fuerte (1194-1234), quien la eligió como lugar de enterramiento y ahí se encuentra su sepulcro con estatua yacente a tamaño real, la cual, si ahora estremece, no llegamos a imaginar la impresión que causaría en la Edad Media un señor que, según un estudio antropométrico realizado a partir de las medidas de su fémur, podría haber medido entre 2,22 y 2,31 metros.

También se sitúa en sus proximidades la llanada en la que los cantares de gesta emplazan la famosa batalla contra los carolingios, en la que Roldán y compañía murieron a manos de los vascones, o de los sarracenos o de quien quiera que fuera, allá por el año 778, año arriba, año abajo. Un monumento conmemorativo que se encuentra en los jardines frente a la Colegiata recuerda el infortunio de Roldán, infortunio que le convirtió en un mito de la literatura de tintes épicos.

Y como el tiempo vuela y aún nos queda Oroz-Betelu, volvemos por la NA-140 hasta coger un cruce a la derecha para incorporarnos a la NA-2040 con dirección al Valle de Arce. Una bonita carretera plagada de curvas nos va dejando caer a la vera del río Irati, primero hasta Olaldea, un antiguo barrio industrial de Oroz-Betelu, que tuvo mina de hierro, papelera y fábrica de luz, y después, tres kilómetros y medio más abajo, hasta Oroz-Betelu.

Este bonito pueblo desertó a mediados del siglo XIX del Valle de Arce para hacerse municipio independiente a consecuencia de la industrialización que hemos referido. Es un lugar cuidado, lleno de bonitas casas, muchas de ellas gracias a los dineros ahorrados por los indianos californianos, en las que la piedra, el blanco y la madera le dan un aire como de cuento. No le falta ambiente a Oroz-Betelu, pues a pesar de contar con menos de 150 habitantes, tiene restaurante y bar, y un entorno entre montañas espectacular, con el sonido del fluir del río Irati en vecindad.

Nosotros, más de una y más de dos veces hemos hecho los honores pertinentes al buen yantar del restaurante Zaldu de Oroz-Betelu, y hoy, para acabar esta Andanza con buen sabor de boca no va a ser menos. Así que, una vez más, en la terraza, a la orilla del río para refrescarnos en un día de mucho calor, no hay cosa mejor que unos espárragos, chuletillas de cordero y sepia, para recuperar las fuerzas que nos permitan llegar a casa tras una hartada de curvas pirenaicas que nos han dejado exhaustos, pero bien colmados de naturaleza.





 

martes, 12 de marzo de 2024

Orísoain - Orkoien

 Andanza CXXVI: Orísoain - Orkoien

Día: 18/04/2021

En ocasiones la historia se comporta de manera caprichosa y, de vez en cuando, lo comprobamos durante la sustanciación de estas Andanzas nuestras. Todo depende de quien la cuente, porque contadores de historia hay muchos, unos por activa y otros por pasiva, cado uno de su padre y de su madre. La historia la cuentan las personas, pero también la cuentan las cosas. Los individuos que cuentan historia, si lo que narran es contemporáneo a su existencia o próximo en el tiempo, tienen gran credibilidad, a no ser que se muevan por intereses sibilinos, que los hay y los ha habido muy reputados. En cambio, si su existencia se encuentra más o menos alejada de lo que pretenden historiar, este distanciamiento hace que su relato vaya perdiendo consistencia, aunque algunos procuran documentarse lo mejor posible antes de contar nada.

En cuanto a lo que cuentan las cosas y cómo lo cuentan, hoy no vamos a entrar en detalles, porque allá por el año 2017, cuando paríamos la Andanza XCVII, ya hacíamos mención a la verborrea que tienen ciertas cosas, como las piedras, que hablan, y hablan mucho. Nos referíamos entonces a la relación entre las piedras con cicatrices y sus causas, aunque el hablar de las piedras es un hablar un tanto confuso, que da pie a interpretaciones dispares, si bien, el desciframiento de lo que dicen siempre comienza con la observación y termina con el pretendido conocimiento de los acontecimientos.

Pero resulta que las piedras con cicatrices no suelen ser amigas de contar la historia lineal, ni la política, ni la de los grandes personajes, y como se encuentran a sus anchas en arquitecturas humildes y destartaladas, son más de confesar secretos de andar por casa. Ahora bien, hay que tener cuidado con lo que dicen porque, a veces, pretenden engañar. Entonces, si a la hora de interpretarlas, a sus fingimientos sumamos que, digan lo que digan las piedras, nosotros entendemos lo que nos parece y se nos antoja que lo mejor es mirarnos al ombligo antes que darles crédito, apaga y vámonos.

Con esta predisposición a la mirada de corto alcance, a la historia-ficción, a ser engañados por las piedras y, también con premeditada mala fe, porque sabemos que este pasado a rememorar va a existir únicamente en las cosas que contaremos sobre él; sin un ápice de remordimiento, arrancamos la moto dispuestos a bucear en los misterios de las dos localidades que son el objetivo previsto a visitar, de nombre Orísoain y Orkoien. La primera perteneciente a la Merindad de Olite, situada a 30 kilómetros al Sur de Pamplona y la otra vecina a la capital, ubicada en su misma Cuenca, a tan solo 5 kilómetros.

La predisposición transgresora de la que hablamos viene dada, en gran parte, con motivo de nuestra aparición en Orísoain, un lugar de la Valdorva, de poco más de 70 habitantes, al que se llega por la carretera N-121, cogiendo un cruce a la izquierda según se baja, a la altura de Barásoain.  Orísoain tiene un viejo palacio, que es el que nos ha predispuesto. Aunque en la actualidad está reconvertido en alojamiento rural, fue Palacio Cabo de Armería, de los que retienen historias y cuyas piedras hablan a voces, al menos nos han hablado a nosotros, gracias a la predisposición de marras.

Nos ha hablado la clave de su portalón, que tiene un escudo de cinco fajas de gules, y es de lo más locuaz, y nos ha contado, o al menos esto es lo que hemos entendido, que el suyo fue un linaje privilegiado, tanto como el de tener su palaciano derecho a iniciar la vendimia tres días antes que los demás vecinos del pueblo y que por esta poca cosa la moral del resto del vecindario se encontraba socavada.

Ocurrió así que un día, dice la piedra, allá por septiembre del año 1568, el bueno de Martín de Elizalde, por entonces señor del palacio, al alimón con su suegro don Pedro de Elío, se fueron a vendimiar tres jornadas antes que los demás, según era su derecho ancestral. No lo hicieron por joder, aunque la piedra tiene alguna duda al respecto, sino porque el día invitaba a ello y las uvas ya estaban en sazón. Lo de vendimiar, siendo señores del palacio, es un decir. Fueron con mula y pertrechos: mesita, sillas de mano y sombrilla, magras con tomate y vino en frasca de barro.

Y así, tan ricamente, los dos hidalgos se encontraban vendimiando con la vista, a la orilla de sus viñedos, empinando el codo, trasegando magras e incentivando a grandes voces la labor de sus jornaleros, cuando, de manera sorpresiva, aquella escena bucólico-campestre tan bella se vio bruscamente truncada por una lluvia inesperada, pero no de agua salutífera, que hubiera sido bien recibida por la vid sedienta, sino por un chaparrón de boñigas de vaca, de generosas dimensiones, las cuales, cual proyectiles endiablados, impactaron en las jetas de los señores hidalgos, en las magras con tomate y, con suma habilidad, penetraron en el interior de la frasca de vino. Don Martín y don Pedro no daban crédito a lo ocurrido y, por su posición, jamás imaginaron ver llover excrementos sobre sus personas.

Cuenta la piedra que el estamento de labradores de Orísoain, muy mohíno y muy en contra de privilegios en el calendario agrícola, reunido en asamblea nombró una comisión de entre sus integrantes, de "echados palante" y pelo en pecho, la cual, conociendo la rutina del palaciano, tuvo a bien buscar el lugar adecuado junto a las viñas del señor, oculto de miradas indiscretas, y desde allí, preventivamente enguantados todos los conjurados y surtidos sobradamente de deposiciones de ganado vacuno cual munición, hicieron llover aquel maná sobre los caballeros.

Una vez repuestos del sobresalto los agraviados, con gran desazón en el cuerpo por ver las magras y el vino malogrados, alcanzaron a vislumbrar de dónde provenía el origen de sus males, que era de unos matorrales próximos, tan espesos que no se veía figura humana, pero si se oían grandes carcajadas y consiguieron escuchar claramente improperios como “Sean vuestras mercedes bien servidos, pues gran tempestad de mierda os ha descargado sobre las espaldas por vendimiar a deshora. Id con Dios”.

Semejante atrevimiento fue muy en menoscabo del honor de don Martín y don Pedro, quienes mentaron, a grandes voces también, a las madres de los comisionados en los matorrales, aunque estos no se dieron por enterados e hicieron oídos sordos. Los señores amenazaron igualmente con elevar pleito ante la Corte Mayor de Navarra, cosa que cumplieron, pero la piedra no ha entrado en detalles respecto al sentido de la sentencia del proceso. O no lo sabía o no quiso decírnoslo; de todas formas, lo de las magras con tomate nos hizo sospechar respecto a la mucha imaginación y fantasía de la piedra en su elocuencia, pues, aunque el tomate llegó a España a principios del siglo XVI, su uso culinario no se extendió hasta bastante después, así que los hidalgos difícilmente pudieron almorzar magras con esa salsa el día del altercado, y luego nos echan la culpa a nosotros de que nos inventamos lo que nos parece.

La piedra nos ha puesto la cabeza loca a la puerta del palacio y, aunque su cháchara ha resultado amena, debemos continuar con nuestra misión. De camino hacia Orkoien, antes de incorporarnos a la N-121 dirección Pamplona, hacemos una parada en la ermita de Katalain, porque merece la pena contemplar su románico, en especial su bella fachada occidental, sobria pero que no deja de tener cierta monumentalidad. Seguimos, y Pamplona la dejamos a la derecha circunvalándola por la A-15, plantándonos en Orkoien por la NA-700.

Orkoien ya no es lo que era, no sabemos si para mejor o para peor, depende del gusto de cada uno. Ahora forma parte del área metropolitana de Pamplona, con las ventajas y los inconvenientes que eso tiene. Su población se ha multiplicado exponencialmente desde 1970, cuando se inició la industrialización del municipio. Ahora tiene más de 4000 habitantes, cuando a principio de los 70 no llegaba a los 250.

Esta condición de localidad industrial y ciudad dormitorio se ha materializado en su abandono de su antiguo perfil agrícola y en su deserción de la Cendea de Olza, a la que perteneció hasta 1991, año en que se constituyó como municipio independiente. El aumento de población ha conllevado la ejecución de un nuevo planeamiento urbanístico, con la construcción, esencialmente, de viviendas residenciales ordenadas a escuadra y cartabón. Del pueblo viejo poco queda ya, sin embargo, aún sobrevive algo en lo que hoy en día es el límite occidental del municipio.

En este espacio, en lo más alto del caserío, se encuentra la Iglesia de San Miguel, el principal monumento que ha subsistido y en las calles de los alrededores todavía se conservan también algunos caserones engreídos, para refrescarle la memoria a la gente, y reconozca que ésta es la parte antigua del pueblo. La iglesia es de estilo gótico, del siglo XIII, edificada, al parecer, sobre otra anterior románica. Probablemente, aquí se debió ubicar alguna torre defensiva o de vigilancia, teniendo en cuenta su situación estratégica y de privilegiada visibilidad.

Desde aquí hay una panorámica espectacular de Orcoyen y parte de la Cuenca de Pamplona y por eso se ha habilitado un mirador. El templo, a pesar de la edad, luce magnífico, cosa que se nos hace un tanto extraña. Seguramente tiene más retoques que Ortega Cano. Será por eso que sus piedras son poco expresivas. Con tanto cemento nuevo han perdido la memoria y no nos dicen ni mu. En fin, no hay mal que por bien no venga, de manera que el poco alboroto de las piedras nos proporciona la necesaria paz para la contemplación del espléndido paisaje de la Cuenca de Pamplona en un día luminoso como hoy.

jueves, 29 de febrero de 2024

Orbaitzeta - Orbara

 Andanza CXXV: Orbaitzeta - Orbara

Día: 14/03/2021

Recientemente, por boca de algún filósofo de los antiguos, nos hemos enterado de que la ontología es la parte de la metafísica que se ocupa de averiguar qué cosas existen y cuáles no, independientemente de lo que puedan parecer. A nosotros, siempre tan propensos a la abstracción y con tendencia a confundir nuestras propias emociones con la realidad, nos vendría bien una ración de esa ontología salutífera de cara a aclarar algunos de los conceptos nebulosos que nos rondan.

Y en ello estábamos cuando, esta vez alcahueteando en los escritos del aita Barandiarán, hemos venido a conocer que todo lo que tiene nombre existe, o sea, lo real abarca, no sólo cuanto alcanzan a percibir los sentidos y la razón da por sentado, sino también todo lo que tiene nombre. Es decir, cualquier nombre es expresión fehaciente de la realidad física de algo en un momento dado. ¡Válganos el Señor!

Si al final va a resultar que nuestra deriva metafísica tiene fundamento y en eso de creer en seres mitológicos, en los dioses del Olimpo, en fantasmas y hasta en el Coco o en el Hombre del Saco no andamos demasiado descaminados. Pero en esta credulidad no somos los únicos. Todo esto viene a cuento, o más bien se relaciona, que cuento no es, con la visita de la jornada. Resulta que hoy nos toca hacer acto de presencia en los dos últimos pueblos que nos quedan del valle de Aezkoa: Orbaitzeta y Orbara.

Y así, aprovechando que el Irati pasa por Aezkoa de la misma manera que el Pisuerga pasa por Valladolid, vamos a hacer mención de los vecinos más singulares de este valle y que algunos dicen que no son tales, porque no se encuentran empadronados. Como Aezkoa, al igual que muchas otras regiones rurales, es presa de la despoblación de sus pueblos y a medida que van desapareciendo sus habitantes de mayor edad, van quedando las tradiciones también en el olvido, estos vecinos se han vuelto un tanto escurridizos. Además, sea por lo que fuere, por feos, por extravagantes o porque se salen de lo que es considerado como normalidad, no todos cohabitan con el resto de la población y, hasta no hace muchos años, los que lo hacían era ocultando su verdadera identidad.

Pero ahí están. Palabrita del Niño Jesús. También es innegable que, de vez en cuando, tienen cierta tendencia a atemorizar al vecindario, y cuando salen de las entrañas de la tierra, donde la mayoría tiene fijada su residencia, lo hacen en plan ser horripilante, al menos a los ojos de sus supuestas víctimas, si bien es obvio que éstas, ante su aparición, ya se encuentran sugestionadas de antemano, sobre todo por las murmuraciones difamantes que han llegado a sus oídos por boca de los cotillas de turno.

Aezkoa es uno de sus hábitats predilectos, porque Aezkoa se lo pone a huevo a la hora de conseguir vivienda a bajo coste. El valle está lleno de cuevas y simas, pues es terreno kárstico con más agujeros que un queso gruyere, y allí estos vecinos esquivos se alojan sin necesidad de hipotecarse y sin pagar contribución, aunque mejor sería no darles ideas a los ayuntamientos, que en cuestiones de recaudar están al quite.

No vamos a entrar en detalle de todos esos vecinos excéntricos, porque son muchos. Nos centraremos únicamente en los menos esquivos y más dados a dejarse ver, aun siendo lo poco sociables que son. Hablamos de las sorguiñas, de las lamias y del basajaún. Las sorguiñas son de género femenino y parecen gente normal. Éstas, a diario y de manera encubierta, sí que conviven con el resto del vecindario y van a por el pan como cualquiera. Mosquea un poco el no verlas ir a misa y que, misteriosamente, desaparezcan por las noches de vez en cuando, principalmente los fines de semana. Dicen que se van al monte a adorar al macho cabrío y a los sapos, durante unos festejos que llaman akelarres, que se desnudan alrededor del fuego y se montan en una escoba. El macho cabrío, que tiene muy mala baba, las incita a hacer el mal, provocando daños en las cosechas, averías en los molinos y ferrerías, enfermedades y todo tipo de calamidades en las personas. De ahí les viene a las sorguiñas la mala reputación que tienen.

Las lamias también son de género femenino, si bien, no conviven con la gente normal porque, aunque son guapas, rubias y de buen tipo, tienen patas de pato y eso les da vergüenza y se esconden. Cuentan que son embaucadoras y atraen a los mozos con sus cantos porque son sirenas de tierra adentro. Parece ser que tienen predilección por los pelirrojos guapos, pero como de esos hay pocos se conforman con cualquier machote, aunque sea calvo y feo. Hay quien comenta que las más osadas se cuelan por las chimeneas para dar sustos de muerte, pero esto no está muy bien documentado.

Y por fin está el basajaún. El basajaún es un engendro, es como si fuera el yeti pero en plan garrulo. Es un poco dejado, es grande, tiene todo el cuerpo peludo y luce melena hasta las rodillas. Aunque posee apariencia de humano desastrado, resulta que tiene una pierna normal y la otra como de elefante, tipo pezuña, y eso le afea todavía más. Quienes han tenido trato con él aseguran que es de buen corazón porque cuida los rebaños de ovejas, aunque no sean suyos. Además, de tonto no tiene ni un pelo, sabe cosas del campo, de herrería y de molinero, y los hombres le copiaron estos saberes. Es el único al que se le conoce pareja, la basandere, quien, al contrario que el basajaún, debe ser muy bella y anda desnuda por los bosques, no obstante, esto último más parecen elucubraciones de las mentes calenturientas de los pastores por la soledad de su trabajo.

Por las ganas de conocer a gente tan singular se nos hace la boca agua y no vemos la hora de arrancar hacia Aezkoa. Lo hacemos curveando, como siempre, aunque en el Alto de Lerga hace acto de presencia la lluvia para acompañarnos sin ser invitada. El agua se empeña en formar parte de nuestro séquito por esas carreteritas que atraviesan Aibar, Lumbier, Aoiz, Oroz-Betelu y nos meten en el valle de Aezkoa por Aribe. A la par que el Irati se deja caer, la NA-2030 escala desde Aribe hacia los dominios de nuestros pretendidos anfitriones. Primero está Orbara, que atravesamos sin prestarle atención por el momento, más que nada por seguir el orden alfabético.

Unos dos kilómetros más arriba está Orbaitzeta, donde nos plantamos envueltos en humedad. Por ser hora tan temprana o porque las humedades campan a sus anchas, no vemos a ninguno de los 240 habitantes que dicen que tiene el pueblo, y para nuestra desesperación, tampoco se dejan ver los vecinos raros, cosa que ya sospechábamos, pues andarán al refugio de sus cavernas. Así que, para entretenernos, es cuestión de echar un vistazo al pueblo, que bien lo merece, por sí mismo y por su entorno de pastos y frondosos hayedos, y es que es la última población antes de sumergirse en la Selva de Irati.

Nos acogemos a lo sagrado y la moto se queda vigilada por san Pedro, dueño de una iglesia un tanto ecléctica, de origen románico y modificada ni se sabe las veces, unas porque tocaba y otras por los incendios. El urbanismo de Orbaitzeta es laberíntico pero diáfano, si bien, pródigo en cuestas, con casas de tejados vertiginosos para defenderse de la nieve y muy reformadas, en muchos casos a consecuencia de los incendios, provocados durante las invasiones de los vecinos franceses, pero también durante las carlistadas.

El grueso de la población se sitúa en la orilla derecha del Irati, pero a su izquierda, tras atravesar un puente, hay un pequeño barrio. Aunque lloviznando, no deja de ser un placer pasearse por los entresijos de Orbaitzeta. Se nota que sus recios caserones han sido rehechos con el paso de los siglos, aunque algunos de ellos siguen conservando vestigios de su construcción primitiva en ventanas y portalones, muchos de ellos presididos en su clave por el escudo del valle de Aezkoa, en el que se representa un jabalí bajo un roble. Pero, como afirman los relojes, tempus fugit, y debemos subir todavía unos pocos kilómetros más hacia el norte, hacia las ruinas de la antigua fábrica de armas.

Aquí sí, aquí seguro que los vecinos excéntricos han buscado cobijo y para dar fe de ello Iker Jiménez vino hace unos años a entrevistar a las sorguiñas que, según él, habían encontrado refugio entre los muros de la fábrica, ya desolados y ocultos, y al abrigo de la frondosidad del bosque de Irati.  La Real Fábrica de Armas y Municiones de Orbaiceta se construyó a finales del siglo XVIII, sobre lo que con anterioridad fue una ferrería, aprovechando la riqueza maderera del entorno y los cursos de agua. Se edificó durante el reinado de Carlos III y, por su condición de emplazamiento militar, fue objeto de continuos saqueos e incendios desde Francia. El complejo estaba formado por la fábrica, un poblado, del que se conservan varios edificios restaurados y otros de nueva construcción, y la Iglesia de la Inmaculada, con sus dos torres de estilo neoclásico. Allí llegaron a vivir más de 150 trabajadores con sus familias, además del personal militar encargado de su custodia.

A nuestra llegada, la lluvia persistente hace más lúgubre al lugar y no se ve a nadie, solo un gato a la puerta de la iglesia ahora desacralizada. ¿Será el gato maligno que siempre acompaña a las sorguiñas? Al rato aparece un señor guiando unas ovejas muy de dar miedo. Nosotros a lo nuestro, y a ver si distinguíamos algún macho cabrío satánico entre el rebaño que conducía este pastor, pero no, ni siquiera había carneros; además, el pastor nos aseguró que las sorguiñas, cuando se enteraron de la presencia de Iker Jiménez en las ruinas de la fábrica se dieron a la fuga porque les daba vergüenza salir en Cuarto Milenio, por miedo a perder el prestigio.

Al final, no hemos visto ni sorguiñas, ni lamias, ni al basajaún, sólo al pastor y al gato, pero no es de extrañar con estas humedades. Aun así, seguimos creyendo que todos estos personajes andan por aquí, sin embargo, cada vez son más reacios a mostrarse al público en general por la incredulidad imperante. Un tanto desencantados por la poca hospitalidad volvemos sobre nuestros pasos hasta Orbara para finalizar la Andanza. Orbara es como Orbaitzeta pero en pequeño: diáfano, anárquico, de casas de tejados pronunciados y húmedo, al menos hoy. Destaca la iglesia de san Román, del siglo XIII y con menos retoques que la de Orbaitzeta. Los cinco contrafuertes de su fachada principal le dan un aspecto sólido y severo. Y ante este templo, donde seguramente los vecinos díscolos de Aezkoa no van hacer acto de presencia, hemos decidido tomar al pie de la letra otras palabras del aita Barandiarán, quien vino a decir: “lo que ha sido no puede ser revivido, pero sí puede alimentar lo que vendrá”. Así que, interpretándolo a nuestra manera, camino de casa vamos a hacer parada en Nagore, donde, en previsión del disgusto de no encontrar a quienes buscábamos, hemos reservado mesa para hacer aprecio a la materialidad de unas buenas alcachofas seguidas de cocochas.