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miércoles, 13 de diciembre de 2023

Olite/Erriberri




Andanza CXXIII: Olite/Erriberri

Día: 07/02/2021


A veces este espacio parece nuestro particular Muro de las Lamentaciones, y es que, como no nos cansamos de repetir, son muchos años ya los dedicados a sustanciar nuestro ir y venir motero, que se nos antoja interminable, sin embargo, la obligada persistencia en el compromiso adquirido, que nos lo hemos encomendado voluntariamente, nos va curtiendo en el oficio de enfrentarnos al relato de cada Andanza, con mayor o menor fortuna de acuerdo los estímulos y a la lucidez del momento. Aun así, hay ocasiones en las que el toro con el que tenemos que lidiar se nos presenta como un morlaco descomunal, de enorme potencial, al cual no sabemos por dónde entrarle, y hoy es uno de esos días.

Resulta que en esta ocasión hemos de encarar el desafío presentado por la ineludible evocación de las excelencias de la ciudad de turno, Olite, lugar donde se derrocha historia en cada uno de sus rincones, porque se encuentra preñada de monumentalidad y porque, en consecuencia, en esa evocación se ha de encomiar mucho arte y mucha vida, y es por eso que sentimos que nos flaquean las fuerzas, abrumados ante semejante tarea. Pero, por esa perseverancia obligada de la que hablábamos, de estas flaquezas intentaremos sacar fuerzas, aunque sean pocas, para lustrar el relato que viene.

Cierto es que Olite es pequeña, pero es ciudad, y dotada de grandeza, oficializada por el penúltimo de los Austrias allá por 1630. No se sabe bien que ancestros tuvieron la feliz idea de ubicarla en terreno llano, en la Navarra media, a poco más de 40 kilómetros al Sur de Pamplona, a unos 51 al Norte de Tudela, a otros 40 al Oeste de Sangüesa y alrededor de 46 al Este de Estella. Su vecina grande, Tafalla, está a tiro de piedra de un forzudo, a tan solo 7 kilómetros a septentrión. Otros ancestros, más recientes y conocidos, le otorgaron la capitalidad de la merindad de su mismo nombre, la última creada en la Navarra medieval. Pero ya no hay merinos ni merindades, al menos como entidades territoriales y administrativas, aunque se mantengan en el recuerdo.

Ni que decir tiene lo contentos que están los habitantes de Olite con su pueblo, y son alrededor de 4000. Saben que todo aquel que lo visita queda prendado y tal admiración la han puesto por escrito innumerables viajeros ilustres, hechizados por su embrujo. No vamos a tomar prestadas aquí las palabras de elogio de otros, aunque sean gente esclarecida, y tan bien nos hubiesen venido para dar lustre y esplendor a esta crónica, así que nos quedamos con nuestra humilde verborrea que, eso sí, se ha visto estimulada encima de la moto nada más aproximarnos al lugar desde Tafalla, en cuanto una silueta de campanarios y atalayas recortada sobre el horizonte nos ha advertido sobre lo que esconde una vez materializada en piedra.

Es cierto que poner excesivo entusiasmo a la hora de describir no propicia la objetividad que se debiera y por eso Olite nos complica el relato. Con monumentos a diestro y siniestro no se puede ser imparcial. Por otra parte, resulta que Olite es un matagigantes. A pesar de su tamaño, se ha peleado a brazo partido con ciudades como Granada, Córdoba o Toledo a la hora de hacerse con el galardón de albergar la primera maravilla medieval de España, y su castillo, según determinados jueces, se ha erigido en campeón, y probablemente esos señores tengan razón. Además, para engrosar sus virtudes, Olite viene a ser tierra de vinos y olivos, de suelos fértiles y clima áspero, pero sin rigores, al menos cuando el cierzo no campa a sus anchas.

Que el buque insignia de Olite es su castillo salta a la vista, un capricho de Carlos III el Noble. Muchos dineros le costaron a Carlos sus caprichos, pero bien amortizados están porque no paran de atraer visitantes. El despilfarro de un rey de los siglos XIV-XV le ha venido de perlas al Olite moderno. Al rey se le antojó un castillo que no resultó castillo sino palacio, pues poco había que defender y mucho de lo que disfrutar, al estilo francés, como el propio rey. Poco tiene que envidiar el castillo de Carlos a los de Walt Disney, porque, si de esplendor se trata, rezuma por los cuatro costados, aunque tenga alguno más. Se construyó para el deleite y no se escatimó en ornato. Tiene, sobre todo, un maravilloso desorden arquitectónico porque no se diseñó como una obra de conjunto. Tiene torres de lo más heterogéneas, de diferentes formas y alturas, con nombres propios: del Homenaje, de las Tres Coronas, de Fenero, Joyosa Guarda, Cuatro Vientos, del Aljibe... Tiene salones y habitaciones para dar y tomar, jardines, patios, fuentes, nevera, por tener tuvo hasta zoológico y tiene una morera blanca que es monumento natural.

Cierto es que en su restauración se les fue la mano a los arquitectos imaginando cosas, pero, visto el resultado, se les pueden perdonar los excesos. Probablemente, se dejaron llevar por la fantasía y el capricho. Debieron imaginar un entorno de justas y torneos, veían caballeros con sus armaduras, damas encopetadas, pajes y doncellas, gente de iglesia, trovadores, halconeros y hasta algún bufón. Por eso no nos vamos a quejar aquí si alguna torre es más de cosecha propia y carece de rigor arquitectónico con lo que en su día fue. Hay que reconocer que lo tenían difícil de partida, pues lo que quedaba del castillo cuando se inició la restauración, a principios del siglo XX, presentaba un estado lamentable.

En fin, si nos entretenemos más en glorificar al castillo se nos acaba el papel y no acabaríamos nunca, porque Olite conserva muchas más cosas. Pero no vamos a entrar en detalles del Olite moderno, del Olite extramuros, porque lo viejo, lo que hay de muros para dentro nos absorbe, de unos muros que ahora son recuerdo o pedazos reutilizados, pero de los que quedan algunos portales, como restos del cinturón que ceñía al antiguo Olite sobre sí mismo.

Ya los romanos comenzaron a enriquecer el lugar y de las murallas de su oppidum algo queda, algunos de sus lienzos se aprovecharon en la edificación del Palacio Viejo de los Teobaldos, edificio singular que no se puede dejar en el tintero, pues fue sede real y en la actualidad ejerce de Parador Nacional. Y si del ámbito de lo sagrado se trata, Olite va sobrado de iglesias: a destacar el románico de San Pedro, de sobria belleza, y el gótico exuberante de Santa María la Real, que tan bello conjunto forma con el Palacio Viejo, dando cara a la Plaza de los Teobaldos. Desde esta plaza, siguiendo las estrecheces de la rúa de San Francisco y tras atravesar la Torre del Chapitel por sus arcos apuntados, se llega al centro neurálgico de la ciudad, la plaza de Carlos III. A la izquierda el castillo, a la derecha el ayuntamiento, por todos lados tiendas, bares, terrazas y bullicio de visitantes y parroquianos.

Lo viejo no tiene calles, las calles quedan para el Olite moderno. Allá por 1982 el Olite viejo volvió a la Edad Media, al menos en la nomenclatura de su vial urbano, retomando la denominación de rúas, de origen francés, para sus calles, refiriéndose a ellas con los mismos nombres que debieron tener en el siglo XIII merced a la memoria de los Registros del Concejo. Recuperar nombres tan sonoros y peregrinos como de la Judería, de la Tesendería, del Pozo o de la Cantarería nos devuelve reminiscencias de su historia.

Pero cómo no evocar aquellos tiempos callejeando por su laberíntico entramado, por las estrecheces de sus rúas, descubriendo rincones con encanto, husmeando tras los portalones de casonas blasonadas  y terminar, como no pude ser de otra manera, tomando un buen vino de Olite acompañado de alguna vianda en la plaza, contemplando el castillo de Carlos y agradeciéndole el despilfarro gracias al cual Olite enamora.

























 

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