«Debajo del azar hay siempre una
razón misteriosa». Eso ponía en boca de uno de los personajes de su novela “Los
gozos y las sombras” el genial Torrente Ballester, y no se equivocaban ni el
escritor ni su protagonista porque, probablemente, no hay nada que pase por
casualidad, por lo menos para quienes la casualidad no existe. El caso es que,
sea por azar, casualidad o razón misteriosa, no hace muchos días vino a caer en
nuestras manos algo que nos recordó que siempre somos parte de la perdida
infancia, aunque, a vueltas con el antagonismo azar/razón misteriosa, la
circunstancia de la venida de este algo tal vez no sea venida sino regreso. Lo
cierto es que ese algo en cuestión es lo que nosotros, en aquel ya lejano
tiempo de la niñez, llamábamos tebeos o historietas y ahora se conoce como
cómics, por aquello de la colonización del idioma.
Sin embargo, el cómic que nos ha
retrotraído a tiempos pasados no es demasiado antiguo. Se publicó originalmente
en diarios como tira cómica, entre mediados de la década de los 80 y mediados
de los 90 del pasado siglo y, posteriormente, en libros recopilatorios, uno de
los cuáles es el que ha caído en nuestras garras. Se trata de «Calvin y
Hobbes»; sus protagonistas son un niño de 6 años y su tigre de peluche, que
Calvin cree real, y su autor es el norteamericano Bill Watterson.
Y a santo de qué viene esto a
cuento, nunca mejor dicho. Pues como quienes acostumbran a pasarse por aquí ya
saben, en este sitio practicamos de vez en cuando el arte de manipular, de
desollar pensamientos filosóficos, volviéndolos del revés a nuestra
conveniencia, y miren ustedes por dónde el pequeño Calvin tenía una
sorprendente capacidad para la filosofía y Hobbes era un tigre socarrón y
cínico, todo porque, por arte de birlibirloque o por la sagacidad de Watterson,
heredaron sus habilidades y tomaron sus nombres del teólogo reformista del
siglo XVI, o hereje según se mire, Juan Calvino y del filósofo inglés del XVII
Thomas Hobbes. Ahí es nada, las peripecias de esta pareja, a pesar de su
aparente sencillez, dejan con la boca abierta al lector por los conceptos
filosóficos que manejan sus protagonistas, por su humor inteligente y por la
humanidad que destilan en su diaria cotidianidad. Digno de leerse, sí señor.
Pero lo que aquí nos interesa es
que el astuto Calvin, cierto día, conversando con el felino, vino a poner de
manifiesto una artimaña que nosotros utilizamos recurrentemente..., decían
nuestros personajes:
Calvin: Lo que me gusta de la
fotografía es que la gente cree que las cámaras reflejan la verdad. Creen que
una cámara es una máquina fría que registra hechos. En realidad, mienten. ¡Al
seleccionar los hechos ya manipulas la verdad! Por ejemplo. He arreglado este
rincón de mi cuarto. Si me haces una foto aquí, sin enfocar el resto, parecerá
que tengo mi cuarto ordenado.
Hobbes: ¿Esto es legal?
Calvin: Espera que me peine y me
ponga corbata.
Qué agudo sarcasmo el de Calvin,
qué sagacidad la suya. Porque con la fotografía se manipula y con ella se
muestran medias verdades o medias mentiras, a elegir. Quien esté libre de culpa
que tire la primera piedra, que nosotros no hemos de ser. Culpables somos
porque, como decía Calvin, seleccionamos interesadamente el material
fotográfico, potenciando una imagen bucólica de los pueblos, de rusticidad no
siempre objetiva, pero qué le vamos a hacer, es lo que nos gusta y lo que
pregonamos.
En fin, sin propósito de
enmienda, hoy de nuevo volvemos a las andadas con visita al Valle de Imotz,
lugar para el que, ciertamente, no hemos de esforzarnos mucho en nuestras aviesas
manipulaciones, porque la rusticidad la tiene como denominación de origen.
Imotz está situado en la Merindad de Pamplona, en la comarca de Ultzamaldea, en
la montaña navarra. El municipio está integrado por 8 concejos: Etxalecu (la
capital), Eraso, Goldáratz, Latasa, Muskitz, Oskotz, Urritza y Zarrantz. Entre
todos superan por poco los 430 habitantes.
Para llegar hasta allí subiendo
desde Irurtzun, serpenteamos por carreteras comarcales bajo la autovía de
Leizaran después de haber atravesado el desfiladero de Dos Hermanas y dejar
atrás un pletórico río Arakil. Es una ruta conocida pero que repetimos
gustosamente por su conjunción de paisaje y trazado motero. Profanado
ruidosamente el valle, llegar hasta Goldaratz requiere ciertos conocimientos de
escalada, el lugar es un nido de águilas al que se accede por una empinada
carreterilla que culebrea y asciende sin descanso, pero alcanzada la cumbre y a
vista de pájaro, esta tierra se muestra al desnudo en todo su esplendor, sobre
todo un día como hoy, frío pero nítido.
Una vez templado el espíritu con
semejante panorámica, descendemos por donde habíamos subido, pues no hay otra
alternativa, para internarnos en las profundidades del valle desde Latasa. La
mayor parte de sus lugares se encuentran postergados de estrépitos y hasta
disfrutan en su aislamiento. Siguiendo la montaraz carretera NA-4130
transitamos por pequeños pueblos que se regocijan íntimamente. Eraso, Oskotz y
Muzkitz exhiben multitud de chimeneas humeantes sobre los tejados de sus recios
caserones tan típicos de la montaña. Zarrantz se ensimisma todavía un poco más,
apartándose en un rincón donde la vegetación, envalentonada, intenta
constreñirlo. Etxaleku también se arrincona, pero como capital goza de mayor
agitación. Se ve trasiego de gentes, sobre todo porque Etxaleku tiene una
posada de lo más acogedora, donde amablemente dan de beber al sediento y de
comer al hambriento. Es de esos sitios en los que el ambiente y los olores te
ponen los dientes largos, pero no pudo ser, estaba lleno hasta la bandera, y
eso que ahí está Etxaleku. Con este desasosiego en el cuerpo vimos que frente a
la posada había un cercado en el que hasta nuestra llegada convivían
pacíficamente un pony y un pastor alemán. El pony rápidamente se acercó al
vallado reclamando una caricia que le dimos por simpático, el perro, envidioso,
también vino a por la suya, y el caballejo, celoso, le endiñó una coz gracias a
la cual dio tres vueltas de campana. Qué cosas tienen los celos.
Y terminamos con una pequeña parada en Urritza, pueblo
que no se sabe si es tal cosa, porque está diseminado, y su iglesia, el
edificio normalmente más emblemático, es una construcción anodina de factura
moderna. Qué le vamos a hacer, en la ruralidad también hay cosas feas y por
mucho que nos esforcemos en manipular ahí están.
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