Andanza LXVII: Garaioa
Día: 03/04/2016
De vez en cuando, pero cada vez
más a menudo, nos dejamos arrastrar por la credulidad, más que nada por
soslayar esfuerzos analíticos, por holganza mental; porque, como dicen por ahí:
la razón profunda de la credulidad natural es la pereza. Y ésta nos lleva a la
ausencia de crítica, que es un estado mental placentero, como el de aquel limbo
de los niños, desgraciadamente desaparecido por decreto canónico, en el que
reposaban cándidamente los inocentes fenecidos, esperando no se sabe bien qué.
Así que hoy, al abrigo de los
Pirineos, que tan buenamente nutren esa candidez perezosa que nos predispone a
exaltar las excelencias de sus atractivos pueblos si no son escandalosamente
inverosímiles (que no lo son), las aceptaremos, las defenderemos, las
pregonaremos, y en caso preciso, las aderezaremos lo justo y necesario.
Vamos a ello y volvemos a la
carga a lomos de nuestra tenaz e incansable GS, fiel aliada, internándonos por
el quebrado manto verde donde se asienta el valle de Aézkoa, tierra madre de
Garaioa, objeto de nuestra curiosidad y una de las nueve villas que en tiempo
inmemorial decidieron plantar sus reales en estos parajes, en sabia elección o
por azar del destino.
Es Aézkoa dominio pirenaico, ya
lo advertíamos, de orografía áspera, pero con montañas por debajo de los 1.500
metros, porque aquí el Pirineo ha comenzado a ceder ya en enojo y sus
escabrosidades se han suavizado. Por ello, selvas majestuosas de robles, hayas
y abetos otorgan al horizonte aezcoano su cautivador embrujo, en amigable
alianza con las aguas vivas, prestas a horadar cicatrices en arroyadas
vertiginosas, para después amansarse pausadamente.
La villa de Garaioa es la hija
agraciada de una madre engalanada por naturaleza. Un pueblo pequeño, articulado
por la carretera que lo atraviesa de parte a parte, de postal, que seduce por
contexto y contorno. Ingenuo y abierto, pero a la vez constreñido por montañas.
De arquitectura popular, de típicos caseríos pirenaicos de piedra o encalados,
de tejados con vertientes aptas para la escalada, de sillares rosas, de tejas
rojas, de flores multicolores. De puentes y hórreos. Garaioa tiene el suyo
propio, el de Maisterra, uno de los 15 que se concentran en Aézcoa, tierra que,
escasa de cereal, se dotó de estas construcciones para defender sus menguadas existencias
de las humedades y roedores.
Abundó la ganadería antaño, de
vacuno y, sobre todo, de ovino, que en grandes rebaños recorrían las cañadas
hacia la Ribera de Navarra anticipándose al invierno, antes de que sus rigores
hicieran acto de presencia, y quedan secuelas hogaño en esos reducidos tropeles
de ovejas, menos peregrinas, cuya leche es la selecta materia prima de unos
espectaculares y solicitados quesos tradicionales.
Tiene también esta comarca un
dialecto local, un habla propia que a duras penas se mantiene viva. Atesorado
en precario, lo que queda del euskera aezcoano es un acontecimiento oral,
remoto, que ha deparado una huella de orden psicológico difícil de desentrañar,
al contrario de lo que ocurre con los acontecimientos que dejan impronta
material, y que permiten con ello establecer razonamientos encadenados entre el
suceso y su vestigio.
Nosotros, en una mañana apacible,
hemos deambulado sin prisa por sus calles y damos fe de que su huella inmediata
produce efectos en el ánimo; no sabemos si como resultado de las dichosas
cuestiones materiales, o acaso de las inmateriales, aunque sospechamos que tal
vez pudiera ser cosa de las ánimas, las de ciertas señoras brujas que en
tiempos remotos y según el Santo Oficio, por aquí campaban a sus anchas.
Camparon hasta que la Inquisición tomó cartas en el asunto, llevándose a seis
de ellas a Logroño a purgar sus culpas. Y bien que las purgaron, pues cuatro,
hechiceras o no, mudaron de estado por el disgusto, de este mundo al otro.
En fin, sin atrevernos a afirmar
si la sugestión que nos atenaza es cosa de la credulidad, de la pereza mental o
del hechizo, porque ciertamente da igual, pues ahora la que apremia es otra bien
material, ésa que fluye a determinadas horas, las del sustento, nos vemos en la
tesitura de buscar donde satisfacerla, y como por estos lares las gentes
muestran gran pericia en el buen yantar, siguiendo el instinto básico
concupiscente rápidamente hacemos acto de presencia en cierta taberna de nombre
Ibarra Etxea donde, en ambiente casi familiar, la patrona del local consigue
aplacar esa gula terca e ingobernable que periódicamente nos asalta a traición.