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jueves, 19 de septiembre de 2024

Oteiza de la Solana

Andanza CXXVIII: Oteiza de la Solana

Día: 29/08/2021

Hay que ver lo caprichoso que es el acontecer histórico. Si la providencia, la casualidad, los designios divinos, o la propia voluntad en el cumplimiento de una misión, como es el caso, te llevan a reposar fatigas a un lugar campestre y bucólico, del que sabes de oídas que es un sitio que contiene ciertos posos históricos aparentemente inconexos, y si durante esa merecida holganza tirado en el césped, enredando con el smartphone para documentarte por curiosidad sobre esos acontecimientos pretéritos, mediando el azar o la cabezonería, a base de insistir con el Google, descubres que no hay tal desconexión, que hay hilos que todo lo vinculan, y que conectan a San Tirso con el emperador romano Adriano, vas y te quedas pasmado.

Todo esto viene a cuento, porque hoy nos toca la visita a Oteiza de la Solana, que está a tiro de piedra de nuestra casa, y como en la agenda no tenemos anotados más pueblos, para hacer tiempo se nos ha ocurrido aplacar durante un rato los calores del estío en los prados de la ermita de San Tirso, que se ubica en el término de Oteiza, en un camino que sale a la izquierda desde la carretera NA-132, dirección Larraga, donde, además de la ermita, hay miliarios que nos hablan de la romanización de estas tierras, en los que se evoca al emperador romano Adriano.

Y allí, gracias a las nuevas tecnologías, nos hemos enterado que San Tirso, ahora tranquilamente aposentado en la hornacina de la ermita, fue en su tiempo un cristiano que vivió en la Anatolia turca en tiempos del Imperio Romano y fue diácono. Parece ser que este señor alcanzó la santidad por un desacuerdo respecto a lo de honrar al emperador romano de turno, que entonces era Decio, con algún sacrificio de vez en cuando, según lo ordenado. Tirso no estaba de acuerdo con eso de inmolar bichos a la salud del emperador y por ahí le vinieron los males.

También es cierto que Decio era un poco cabezota. Se le metió en el magín que allá por el siglo III Roma estaba de capa caída, que había mucha corrupción y pérdida de valores, y se le ocurrió que recuperando antiguas tradiciones las cosas volverían a ser como antes. Se propuso restaurar por decreto los viejos cultos y las ofrendas ancestrales en honor al emperador y en bienestar del imperio. Pero a los cristianos esto les supo a cuerno quemado y se pusieron farrucos, porque ellos no sacrificaban corderos más que a su Dios. Al emperador que le dieran.

La propaganda cristiana colgó a Decio el sambenito de tirano feroz, aunque, a decir verdad, Decio pensó aquello de “para cabezón yo” y proporcionó a la iglesia cristiana unos cuantos mártires con los que engrandecer el santoral. El caso es que San Tirso, uno de los cabecillas revoltosos más significados de su pueblo, por contumaz en lo de no honrar al emperador se convirtió en uno de esos mártires. Dice la tradición que cuando el centurión Máximo Brutus Obtuso fue a su casa a pedirle explicaciones sobre su negativa a sacrificar en honor a su emperador y al imperio, el santo le respondió que se defecaba en él, en Júpiter, en Minerva, en la madre que los parió a todos juntos y en el Imperio también. Y ahí se lio todo.

La tradición cuenta igualmente que a San Tirso primero se le torturó un poco y después se le intentó cortar por la mitad con una sierra, no se especifica si a lo largo o a lo ancho, pero parece ser que era de hueso duro y no lo consiguieron del todo, pero sí lo suficiente para que dejara de soliviantar al personal de por vida. Si Decio se alegró del martirio de San Tirso no se supo nunca, sobre todo porque no le dio tiempo. Ese mismo año, en el 251 d.C., cuando andaba de broncas con los bárbaros a orillas del Danubio, en un descuido, esos rústicos señores le dieron matarile a él y a su hijo y heredero, y de paso facilitaron que se produjeran notables altercados en Roma a la hora de elegir el siguiente emperador.

Alguno se preguntará que dónde está la relación entre San Tirso y el Adriano de los miliarios. Pues la hay, aunque un poco cogida por los pelos. Y está en que el verdadero nombre de Decio era Gayo Mesio Quinto Trajano Decio, y este nombre le viene de cuando el Senado romano reconoció a Decio como emperador, dándole el atributo Traianus, una referencia a la dignidad del emperador Trajano, que resulta ser el tío-abuelo del Adriano de los miliarios de la ermita de San Tirso. Por el hilo se saca el ovillo, por muy enredado que esté.

Aunque está bien esto de descansar en el prado trasteando con el móvil antes de trabajar, ahora toca cumplir con la visita a Oteiza. Como estamos al lado nos cuesta un minuto llegar a esta villa de Tierra Estella oriental, situada a 11 kilómetros de la capital de la merindad y a 51 de Pamplona. Tiene Oteiza poco más de 900 habitantes que reparten sus aposentos por calles un tanto laberínticas. El Pueblo es un batiburrillo de casas jóvenes, entremezcladas con otras de mediana edad y con algunas de edad avanzada, no faltando en esta amalgama unas pocas que ya se encuentran en plena decrepitud.

Oteiza tiene su centro neurálgico en una confluencia de calles que, a modo de plaza, viene a ubicarse, más o menos, en medio del polígono irregular que conforma su perímetro. En este espacio marcan preeminencia el ayuntamiento y la parroquia de San Miguel. La morada del santo es un edificio un tanto ecléctico. Medieval en su origen, pero con diversos añadidos fechados entre los siglos XVI al XVIII. Se eleva sobre un pedestal que da lugar a otra plazoleta acomodada frente a la triple arcada de su atrio, con árboles de buena sombra y bancos para sentarse. El sitio invita al reposo contemplativo, pero como nosotros ya hemos agotado nuestra porción de holganza en casa de San Tirso nos dedicamos a callejear un poco por el lugar y a ver la ermita de San Salvador, que es otro santo que tiene solvencia en Oteiza.

Para ser un pueblo de secano y tierra adentro Oteiza tiene una curiosa vinculación marinera, y es que a sus habitantes les llaman “balleneros”, y no porque alguno de ellos se halla dedicado a la pesca de este cetáceo, al menos que se sepa. Lo de “balleneros” les viene a los de Oteiza por culpa de cierto labrador que un día, cuando regresaba a su casa después de una ardua labor en el campo, cansado y con la bota de vino huera del todo según dicen las malas lenguas, al pasar junto a una balsa próxima al pueblo que por aquel entonces parecía una laguna, vio o creyó ver una ballena chapoteando. El hombre, más alarmado que si hubiera visto al monstruo del lago Ness, fue a dar aviso al pueblo, desde donde se envió al lugar una comisión armada hasta los dientes para enfrentarse a la fiera, que resultó ser una simple albarda flotando, perdida por alguna mula de las que allí iban a abrevar.

No hay noticia de si al pobre labrador le molieron las costillas por andar dando semejantes sustos a los vecinos, o de si se tomaron el asunto a chanza. Lo que sí es cierto es que en cuanto los paisanos de los pueblos vecinos se enteraron del suceso, les faltó tiempo para guasearse de los de Oteiza y endosarles el mote de “balleneros” del que, por cierto, hoy en día están orgullosos.