Andanza CXXIII:
Olite/Erriberri
Día: 07/02/2021
A veces este espacio parece
nuestro particular Muro de las Lamentaciones, y es que, como no nos cansamos de
repetir, son muchos años ya los dedicados a sustanciar nuestro ir y venir
motero, que se nos antoja interminable, sin embargo, la obligada persistencia
en el compromiso adquirido, que nos lo hemos encomendado voluntariamente, nos
va curtiendo en el oficio de enfrentarnos al relato de cada Andanza, con mayor
o menor fortuna de acuerdo los estímulos y a la lucidez del momento. Aun así,
hay ocasiones en las que el toro con el que tenemos que lidiar se nos presenta
como un morlaco descomunal, de enorme potencial, al cual no sabemos por dónde
entrarle, y hoy es uno de esos días.

Resulta que en esta ocasión hemos
de encarar el desafío presentado por la ineludible evocación de las excelencias
de la ciudad de turno, Olite, lugar donde se derrocha historia en cada uno de
sus rincones, porque se encuentra preñada de monumentalidad y porque, en
consecuencia, en esa evocación se ha de encomiar mucho arte y mucha vida, y es
por eso que sentimos que nos flaquean las fuerzas, abrumados ante semejante
tarea. Pero, por esa perseverancia obligada de la que hablábamos, de estas
flaquezas intentaremos sacar fuerzas, aunque sean pocas, para lustrar el relato
que viene.

Cierto es que Olite es pequeña,
pero es ciudad, y dotada de grandeza, oficializada por el penúltimo de los
Austrias allá por 1630. No se sabe bien que ancestros tuvieron la feliz idea de
ubicarla en terreno llano, en la Navarra media, a poco más de 40 kilómetros al
Sur de Pamplona, a unos 51 al Norte de Tudela, a otros 40 al Oeste de Sangüesa
y alrededor de 46 al Este de Estella. Su vecina grande, Tafalla, está a tiro de
piedra de un forzudo, a tan solo 7 kilómetros a septentrión. Otros ancestros,
más recientes y conocidos, le otorgaron la capitalidad de la merindad de su
mismo nombre, la última creada en la Navarra medieval. Pero ya no hay merinos
ni merindades, al menos como entidades territoriales y administrativas, aunque
se mantengan en el recuerdo.

Ni que decir tiene lo contentos
que están los habitantes de Olite con su pueblo, y son alrededor de 4000. Saben
que todo aquel que lo visita queda prendado y tal admiración la han puesto por
escrito innumerables viajeros ilustres, hechizados por su embrujo. No vamos a
tomar prestadas aquí las palabras de elogio de otros, aunque sean gente
esclarecida, y tan bien nos hubiesen venido para dar lustre y esplendor a esta
crónica, así que nos quedamos con nuestra humilde verborrea que, eso sí, se ha
visto estimulada encima de la moto nada más aproximarnos al lugar desde
Tafalla, en cuanto una silueta de campanarios y atalayas recortada sobre el
horizonte nos ha advertido sobre lo que esconde una vez materializada en
piedra.

Es cierto que poner excesivo
entusiasmo a la hora de describir no propicia la objetividad que se debiera y
por eso Olite nos complica el relato. Con monumentos a diestro y siniestro no
se puede ser imparcial. Por otra parte, resulta que Olite es un matagigantes. A
pesar de su tamaño, se ha peleado a brazo partido con ciudades como Granada,
Córdoba o Toledo a la hora de hacerse con el galardón de albergar la primera
maravilla medieval de España, y su castillo, según determinados jueces, se ha
erigido en campeón, y probablemente esos señores tengan razón. Además, para
engrosar sus virtudes, Olite viene a ser tierra de vinos y olivos, de suelos
fértiles y clima áspero, pero sin rigores, al menos cuando el cierzo no campa a
sus anchas.

Que el buque insignia de Olite es
su castillo salta a la vista, un capricho de Carlos III el Noble. Muchos
dineros le costaron a Carlos sus caprichos, pero bien amortizados están porque
no paran de atraer visitantes. El despilfarro de un rey de los siglos XIV-XV le
ha venido de perlas al Olite moderno. Al rey se le antojó un castillo que no
resultó castillo sino palacio, pues poco había que defender y mucho de lo que
disfrutar, al estilo francés, como el propio rey. Poco tiene que envidiar el
castillo de Carlos a los de Walt Disney, porque, si de esplendor se trata,
rezuma por los cuatro costados, aunque tenga alguno más. Se construyó para el
deleite y no se escatimó en ornato. Tiene, sobre todo, un maravilloso desorden
arquitectónico porque no se diseñó como una obra de conjunto. Tiene torres de
lo más heterogéneas, de diferentes formas y alturas, con nombres propios: del
Homenaje, de las Tres Coronas, de Fenero, Joyosa Guarda, Cuatro Vientos, del
Aljibe... Tiene salones y habitaciones para dar y tomar, jardines, patios,
fuentes, nevera, por tener tuvo hasta zoológico y tiene una morera blanca que
es monumento natural.

Cierto es que en su restauración
se les fue la mano a los arquitectos imaginando cosas, pero, visto el
resultado, se les pueden perdonar los excesos. Probablemente, se dejaron llevar
por la fantasía y el capricho. Debieron imaginar un entorno de justas y
torneos, veían caballeros con sus armaduras, damas encopetadas, pajes y
doncellas, gente de iglesia, trovadores, halconeros y hasta algún bufón. Por
eso no nos vamos a quejar aquí si alguna torre es más de cosecha propia y
carece de rigor arquitectónico con lo que en su día fue. Hay que reconocer que
lo tenían difícil de partida, pues lo que quedaba del castillo cuando se inició
la restauración, a principios del siglo XX, presentaba un estado lamentable.

En fin, si nos entretenemos más
en glorificar al castillo se nos acaba el papel y no acabaríamos nunca, porque
Olite conserva muchas más cosas. Pero no vamos a entrar en detalles del Olite
moderno, del Olite extramuros, porque lo viejo, lo que hay de muros para dentro
nos absorbe, de unos muros que ahora son recuerdo o pedazos reutilizados, pero
de los que quedan algunos portales, como restos del cinturón que ceñía al
antiguo Olite sobre sí mismo.

Ya los romanos comenzaron a
enriquecer el lugar y de las murallas de su oppidum algo queda, algunos de sus
lienzos se aprovecharon en la edificación del Palacio Viejo de los Teobaldos,
edificio singular que no se puede dejar en el tintero, pues fue sede real y en
la actualidad ejerce de Parador Nacional. Y si del ámbito de lo sagrado se
trata, Olite va sobrado de iglesias: a destacar el románico de San Pedro, de
sobria belleza, y el gótico exuberante de Santa María la Real, que tan bello
conjunto forma con el Palacio Viejo, dando cara a la Plaza de los Teobaldos.
Desde esta plaza, siguiendo las estrecheces de la rúa de San Francisco y tras
atravesar la Torre del Chapitel por sus arcos apuntados, se llega al centro
neurálgico de la ciudad, la plaza de Carlos III. A la izquierda el castillo, a
la derecha el ayuntamiento, por todos lados tiendas, bares, terrazas y bullicio
de visitantes y parroquianos.

Lo viejo no tiene calles, las
calles quedan para el Olite moderno. Allá por 1982 el Olite viejo volvió a la
Edad Media, al menos en la nomenclatura de su vial urbano, retomando la
denominación de rúas, de origen francés, para sus calles, refiriéndose a ellas
con los mismos nombres que debieron tener en el siglo XIII merced a la memoria
de los Registros del Concejo. Recuperar nombres tan sonoros y peregrinos como
de la Judería, de la Tesendería, del Pozo o de la Cantarería nos devuelve
reminiscencias de su historia.
Pero cómo no evocar aquellos tiempos callejeando por
su laberíntico entramado, por las estrecheces de sus rúas, descubriendo
rincones con encanto, husmeando tras los portalones de casonas blasonadas y terminar, como no pude ser de otra manera,
tomando un buen vino de Olite acompañado de alguna vianda en la plaza,
contemplando el castillo de Carlos y agradeciéndole el despilfarro gracias al
cual Olite enamora.