Andanza CXVII: Navascués,
Almiradío de
Día: 02/02/2020
Últimamente hemos andado
entretenidos contando historietas protagonizadas por singulares personajes de
la Antigüedad, sacando a la luz pública sus vergüenzas, además, un tanto
distorsionadas porque así nos vienen muy bien para hacer el caldo gordo de estas
andanzas y, sobre todo, porque ellos mismos se empeñan en poner mucho de su
parte con su comportamiento. Pero como no es de justicia escarnecer siempre a
los mismos, vamos a darles una tregua a los antiguos, de momento. A falta de
pan, buenas son tortas; por consiguiente, dada la desértica inventiva que hace
tiempo padecemos, vamos a echar mano de nuevo de esos otros socorridos señores
a los que igualmente nos empeñamos en abochornar de vez en cuando. Que conste
que no tenemos nada contra sus personas, pues en realidad son objeto de nuestra
más profunda admiración, pero, con ánimo de lucro, son sus ideas las que
tomamos para reconducirlas hacia el disparate.

Así pues, al relevo de los
antiguos y muy en contra de su voluntad, retornan a esta palestra esos señores
que se dedican a elucubraciones profundas, o sea, los filósofos. ¡Qué Dios se
apiade de ellos! O al menos de nuestra víctima de la jornada, y dado que hoy no
estamos por la labor de mortificar a extranjeros, nos ensañaremos con un
paisano, con Ortega y Gasset, quien, con toda seguridad y si en su mano
estuviera, declinaría ser honrado con tan dudosa distinción por nuestra parte;
sobre todo, a la vista de experiencias anteriores, ya que no es la primera vez
que lo hemos avergonzado aquí. El pobre, si levantara la cabeza, nos recordaría
que a él no le toca repetir, pues ya fue afrentado en aquella otra Andanza en
la que enredamos con eso de “yo soy yo y mi circunstancia”. Pero es que Ortega
es muy socorrido…

A vueltas con don José, resulta
que un día, a principios del siglo pasado, en búsqueda de conceptos profundos y
antes de que se le ocurriera la agudeza de que él era él y su circunstancia,
anduvo haciendo senderismo por los alrededores de la sierra de Guadarrama en
plan contemplativo. Miraba la sierra
desde Madrid y también la miraba desde Segovia, y como buen observador se dio
cuenta de que Guadarrama no era igual vista desde un lugar o desde otro.
Entonces, cavilando sobre cuál de las dos miradas era la genuina, se dio cuenta
de que tener una visión equilibrada de la sierra no era posible desde un único
punto de vista. Quien mira la sierra desde Madrid tiene una visión tan
verdadera de ella como quien la observa desde Segovia, por lo que las dos
perspectivas de la sierra son verdaderas. Por consiguiente, aun siendo cada una
de ellas distinta, las dos miradas se complementan para alcanzar una percepción
más profunda.

Ortega se percató de que la
perspectiva es un factor de la realidad y es condición para alcanzar una
verdad que sólo puede descubrirse desde una observación plural. Pero cada
persona se cree poseedora de una verdad obtenida a partir de su propia
perspectiva. Estas verdades individuales no pueden ser, por tanto, tomadas como
verdades universales. La verdad será el resultado de la combinación de las
perspectivas. Entonces, si todos los puntos de vista son necesarios, hemos de
admitir la contribución de la visión del prójimo en el alcance de la verdad
global, dado que su perspectiva, aunque aparentemente pudiera ser opuesta a la
de cualquier otro de los mirones, contribuye al logro de una verdad
equilibrada.
Todo este galimatías lo vamos a
reacondicionar en beneficio propio mal que le pese a Ortega, por aquello del
tanto mirar. Lo de mirar desde aquí y desde allá nos viene impuesto por el talante
de nuestra misión, otra cosa es que, con la suma de tantas perspectivas, al
final, lleguemos a ver con claridad, y eso que sólo somos dos prójimos. Porque
resulta que lo nuestro son perspectivas sugestionadas, vistas con antojeras,
como las de los burros y, en consecuencia, la verdad última será por fuerza una
verdad a conveniencia, un tanto asnal. Es lo que hay, la suma de nuestras dos
perspectivas nos lleva a una verdad concebida con la objetividad del pollino,
esa que tanto nos gusta y a la que ya nos hemos referido en más de una ocasión
aquí.

Con dos prójimos buscando esa
verdad que guarda el Almiradío de Navascués, arrancamos nuestro bóxer
bicilíndrico en una mañana casi primaveral. Habrá alguno que se pregunte qué es
eso del Almiradío. Pues resulta que un almiradío es una jurisdicción
territorial sobre la que ejercía su cometido un almirante, pero no un almirante
de los que van subidos en un barco, sino un antiguo oficial real nombrado para
la administración de un territorio. Parece ser que fue la casa de Champaña
quien dio carta de naturaleza a los almiradíos, especialmente por la parte
montañosa de Navarra. El Almiradío de Navascués es el único que ha sobrevivido
con esa denominación hasta la actualidad y está formado por Aspurz, Navascués y
Ustés, tres pequeñas localidades a las puertas del Pirineo que dan acceso a los
más conocidos valles de Salazar y Roncal.

Nosotros no somos almirantes y la
única nave que gobernamos navega sobre ruedas, pero sí buscamos las aguas, las
aguas del río Salazar, y las encontramos en Lumbier, y acompañamos al río a la
contra por el Romanzado, un poco de lejos, eso sí, para subir el alto de Iso y
después dejarnos caer con el vértigo que da ver el Pirineo en el horizonte. En
el puente de Bigüenzal el río Salazar se nos ha arrimado otra vez, y ahora se
empeña en pegarse a nuestra vera porque no le queda otra. El desfiladero que
conduce a Navascués manda y la carretera y el río obedecen, y nosotros también,
por la cuenta que nos tiene, y por las umbrías de febrero.

Pero antes de llegar a Navascués,
justo cuando el encajonamiento comienza a clarear, a la derecha, un caserón
destartalado y mancillado por los grafiteros y un puente que se burla del río,
a la izquierda, nos señalan el camino a Aspurz. En lontananza, sobre un altillo,
se divisa el pueblo presidido por un depósito de agua que se imagina ser
castillo. Aspurz es oblongo y escabroso y en su cima, cosa inaudita, ese
depósito de agua encaramado y con aspiraciones nobiliarias ha despachado a la
casa de Dios al piso de abajo. San Clemente se ha dejado comer la tostada.
Hasta aquí podíamos llegar, o será por el asunto del almiradío, donde las cosas
del agua están por encima de las cosas del cielo.
Desde el lavadero de San Román,
que a la entrada del pueblo hace de anfitrión, todo se ve más blanco, incluso
el Pirineo resplandece con un manto de ese color. La perspectiva es inmensa y
sobrecoge. Nosotros, en poco rato, nos hemos hartado de paisaje, así que
volvemos sobre nuestros pasos hasta retomar el romance con el río Salazar, que
es junto a la NA-178. Y así, coqueteando con sus aguas durante cinco
kilómetros, lo despedimos poco antes de llegar al cruce que sube a Navascués,
donde los bomberos han plantado sus reales, abajo, para no escalar hasta el
pueblo, y eso que son bomberos.

Porque arriba está el grueso del
caserío, que son tres calles paralelas y constreñidas, a las que se llega por
una carretera empinada también estrecha y serpenteante, con una curva a la
entrada en la que mal se cruzan dos bicicletas. Después viene uno de los pocos
espacios diáfanos del pueblo, es la plaza del Almiradío. Aquí sí caben sus 115
habitantes, aunque sea ensardinados. Más complicado lo tienen para meterse en
la parroquia de San Cristóbal que, a pie de carretera, protege su recinto con un
murete y enrejado de pinchos. No se sabe si para que no entren indeseables o no
se escapen los feligreses, aunque en los tiempos que corren nos tememos lo
segundo.

Nosotros, una vez terminada la
visita, sí escapamos cuesta abajo para reencontrarnos otra vez con el Salazar
camino de Ustés, pero antes, la admirable estampa de la ermita de Santa María
del Campo nos invita a la contemplación, ésa de la que hablaba Ortega y Gasset.
Y desde la observación plural consensuamos, un poco a ojo, que es un edificio románico
del siglo XII, y no nos hace falta consensuar, porque salta a la vista, que sus
canecillos están todos llenos de monstruos y seres infernales acechantes,
esculpidos allí para ilustrar al personal sobre lo que le espera si peca y no
se confiesa.

Y con el miedo que los seres
diabólicos nos han metido en el cuerpo, no por pecadores sino por pusilánimes,
atacamos los seis kilómetros que por la NA-178 nos separan de Ustés. Y en
Ustés, con el murmullo del río Salazar contándonos las bondades de este entorno,
que las tiene y muchas, nos percatamos otra vez de la razón que tenía Ortega en
lo de la observación plural. Miramos y remiramos y nos convencemos mutuamente
de que el Almiradío, con o sin almirante, ha merecido la singladura de hoy.
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